Casi es un pleonasmo cabecear “Ruta Norte” y “Ruta Paisano”, pero a veces la sinonimia no da para más. Me referiré, es más que obvio, a uno de los trayectos que permiten el acceso y la ulterior salida (legales ambos) de nuestros conterráneos avecindados en el imperio. El tramo que me interesa comentar lo recorro al menos un par de veces al año. Es la autopista que va de Torreón a Ciudad Juárez, pasaje que da tranquilamente para armar la croniquita de los puntos que toca ese camino del mapa nacional. Haré mi periplo verbal en sentido inverso, desde Ciudad Juárez hasta Gómez Palacio, municipio en el que prometo no volver a nacer.
La salida inmediata de Juárez tiene el encanto de la sordidez. La ciudad parece, como casi todas nuestras fronteras, irremediable. El caos migratorio la ha modelado, y en sus rincones late a galope la falta de estilo propio y una mala fama muy bien justificada por el paisaje urbano. De inmediato, sin embargo, saltan la autopista de cuota y los primeros escenarios de Gabriel Figueroa a la vera del asfalto. Muy pronto estamos en Samalayuca, en el aire transparente y montañoso. Es una felicidad ver esos lienzos de la vida real, la hermosa inmensidad de nuestra maltratada patria.
Sin apuro, llegamos a la humilde Villa Ahumada, lugar donde quien se precie de buen viajero no puede prescindir de un burrito de asadero o de chile relleno. Es Ahumada, como le dicen a secas, la capital mundial del burro, la meca de ese platillo superior al sándwich en pragmatismo y no se diga en sabor.
Esa parte del recorrido no tiene otros sitios notables para hacer alto. Los paisajes hasta aquí son, insisto, perfectos, y la carretera luce espléndida, casi de primer mundo. Entrar a Chihuahua es una delicia: limpieza, orden y excelente trazo de vialidades. Chihuahua es, a mi parecer, una de las ciudades con mejor obra civil de México. Sus parques, sus bulevares, sus avenidas, sus puentes, todo luce como si allí sí se gastara el dinero público en algo útil. En una palabra, no hay DVRs ni demás porquerías de similar índole.
Nuevamente, salir de Chihuahua es viajar por una ricura de carretera y de paisaje. Lo que más me impresiona de esta ciudad es que sus accesos no dejan de parecer mexicanos, con sus decenas de negocitos de medio pelo, sus expendios y sus hoteles de rato, sus vulkas y sus misceláneas barriales, pero todos o casi todos con un no tan secreto afán de adecentarse mediante el aseo.
Y ya se me acaba el espacio: aprovecho lo que me queda para decir que, modestas, de las ciudades de Delicias, Camargo y Jiménez, las dos primeras parecen hijas directas de la capital, y Jiménez da en chiquito trazas de ser más juarense por lo feo y sucio del bulevar que pega con la autopista. Luego viene el tramo que conecta a Jiménez con Gómez Palacio, y es, aunque caro (190 pesos por cerca de 200 kilómetros), una alegría ver los costados del camino, la pintura natural de la geografía norteña.
Esa linda postal se viene a pique cuando ingresamos a la comarca lagunera. Desde el retén militar comenzamos a ver el desastre; si bien Ahumada y Jiménez no son dos lugares gratos a la vista ni seguros para el conductor, en su descargo obra el hecho de que no son ciudades ricas. Gómez y Torreón no tienen esa coartada. De nada sirve su prosperidad económica ni su densidad demográfica: el acceso por la vía que viene de Chihuahua es horripilante y peligroso, sin siquiera líneas amarillas y blancas para encarrilar a los vehículos. Me puse en el pellejo de un paisano imaginario que vuelve luego de veinte años. ¿Qué pensará cuando entra a La Laguna? Fácil: que es una mugre, la peor parte y la más riesgosa de todo ese trayecto. Da vergüenza.