Las vacaciones abren siempre una magnífica rendija a la reflexión; yo no la aproveché, pues el tiempo se me diluyó empeñado en atender la enorme ristra de mierditas que ahora demanda la supervivencia cotidiana. Desde ver asuntos de plomería doméstica hasta regularizar pagos pendientes antes de que las crestas de tiburón se acerquen demasiado. En medio de eso, el goce de reencontrar amigos y ver parientes a los que uno quiere de veras.
No tan desagradable fue la vivencia que tuve en Chihuahua capital con el departamento encargado de expedir allá las licencias de manejo. No fui a renovar la mía, pues desde hace diez años vivo fuera de “la ley” y casi soy abstemio del coche. Para el trámite acompañé a mi esposa, y a diferencia de lo experimentado hace seis años, el procedimiento ahora fue ágil y muy servicial, aunque en algún momento cuenta todavía con vestigios de un pasado burocrático hostil, grosero, como se supone fue durante décadas y creó en México la imagen aterradora del siniestro servidor público de ventanilla. Cuento los detalles; no es la gran aventura narrativa, pero al menos muestra las dos caras históricas de un trámite burocrático: el pasado de mala jeta y el presente de obligado buen trato al ciudadano.
Entramos al amplio edificio a las 10 am. Con amabilidad extrema, el vigilante de la entrada nos da las primeras instrucciones: necesitamos tales y tales documentos para renovar la licencia. Los tenemos, y sólo falta uno. Nos manda con la mera jefa de licencias, quien todavía más gentil destraba el problema y nos remite a la primera ventanilla. Entregamos la papelería a una sonriente mujer, la revisa y nos envía al segundo punto del itinerario. Allí encontramos a un sujeto pelón, rechoncho, bigotudo y vestido de impecable negro estilo caporal, como cantante de Los Invasores de Nuevo León. Desde el primer gesto advertimos que se trata de un mamón, de un perdonavidas que aplastado en su pequeño trono burocrático ve al ciudadano como Dios mira a las liendres (Gilberto Prado dixit). En sus ojos, en sus palabras, en cada movimiento de sus manos, hay un desprecio absoluto por el género humano, un odio infinito y asordinado por todo lo que huela a prójimo. Tan agrio es que con facilidad, pensé, daba el ancho como personaje protagónico para una novela sobre el rencor y la desdicha. A su lado, una grabadora pequeña sintoniza música popular, de banda sinaloense, y su tabloide vespertino (El Peso, así se llama) vocifera en la de ocho que “Muere paisano en volcadura”. El tipo revisa los documentos y gruñón le indica a mi esposa cómo llenar un formulario. Mi esposa procede, pero surge una duda y le pregunta al pelón; el tipo aclara el detalle, refunfuña, menea un poco la cabeza para humillar al cliente y en seguida se conecta, en voz alta, con el estribillo de la canción que sale de su radio, un verso cantado con agudísima tesitura por un vocalista del Recodo: “… ya te olvidé, ya te olvidé, ya te olvideeeeeeeeé…”. Sufrí horrores para contener la risa, pues me pareció grotesco que el ogro machote de la ventanilla cantara de repente esa jotería impune. Al fin salimos de la aduana y pasamos a otras tres, todas fluidas y gentiles.
Media hora después, me queda en la cabeza un resumen: en las oficinas públicas de México hay, creo, una tendencia muy clara a mejorar el servicio, los tiempos de atención, el trato al ciudadano, pero todavía aparecen resistencias, lastres de un pasado prepotente y arbitrario, malencarado y tosco. El pelón es uno de ellos.