No sé cuántas veces he dejado escritas aquí y allá, en varios papeles, algunas veloces opiniones sobre el arte de presentar libros. Sé que un escritor debe tener entre otras mínimas destrezas la de hablar en público sobre libros recién éditos, aunque esta habilidad sea poco o nada reconocida entre quienes lo invitan a tal actividad. Por supuesto que no hablo del reconocimiento en términos de respeto social por esa chamba, sino de la conciencia de que se trata de un quehacer especializado y, por ello, digno, dignísimo de gratificación económica.
En mi frecuente papel de escritor-presentador, son ya numerosas las ocasiones en las que he aceptado invitaciones, lo sé de antemano, donde asumo el oficio como una labor humanitaria. Amigos escritores, editores y promotores culturales me convidan a presentar libros y como estoy casi seguro de que no tienen recursos, muchas veces (por no decir todas) he aceptado sin pedir nada a cambio, a veces ni el libro sobre el que me solicitan opinión.
Esto lo digo a propósito del comentario que recibí ayer al final de la presentación en Gómez Palacio de El tren pasa primero, novela de Elena Poniatowska. Cierto asistente, lejano conocido mío, me susurró al oído una afirmación, un deseo o una burla, no sé: “Te harás rico luego de tanta presentación”. No supe qué responder, y sólo se dibujó en mi cara, creo, una sonrisa de desconcierto infantil, como de niño burro que no entiende bien la explicación de un problema aritmético.
No hay mucha literatura escrita sobre el arte de la presentación. Aunque no sea un género perseguido por las multitudes, es justo considerar que la presentación de un libro no es enchilar gorditas; si no es precisamente sabia, al menos exige a quien la ejerce un compromiso de trabajo que se hará visible el día del acto. Soy de los que no improvisan, de los que siempre llevan cuartillas a la mesa, de los que tratan de respetar al autor del libro, de los que, en suma, se toman la molestia de invertir algunas horas antes de comentar el libro frente al público. Como digo, nada o muy poco he recibido por esas copiosas horas-nalga dedicadas a dicho trajín, pero me queda la certeza de que no ha sido tiempo perdido, pues con esa labor despliego lo que quizá me place más del oficio que elegí: promover el afecto por los libros.
Hallé en el blog de la escritora Cristina Rivera Garza un parecer que le plagio sin escrúpulo. Creo que en tres parrafitos resume el esfuerzo colocado detrás de la presentación de un libro y el poco aprecio económico que hasta hoy se le tiene (“Un mundo sin presentadores”). Aunque ya preveo que seguiré en las mismas, me uno a su demanda:
“Basta de eufemismos: mi corta carrera como presentadora no ha sido ‘mal pagada’ sino total y literalmente sin honorario alguno. Entiendo que las pequeñas editoriales independientes no estén en condiciones de pagar a sus presentadores invitados, pero asumo que para las grandes trasnacionales este gasto debe ser mínimo y, además, debe estar contemplado en su nómina.
Bajo amenaza de dejar al mundo literario sin presentadores en una huelga inédita y por demás salvaje, propongo que los presentadores pidamos un honorario que cubra los gastos de: horas de lectura (50 páginas por hora con notas en los márgenes), horas de redacción (3 páginas por hora) del documento presentador, y horas de preocupación sobre qué decir en la presentación (1 hora por evento).
Así, un libro de 250 páginas implicaría el pago de cinco horas de lectura, una de redacción y una de preocupación. Si contemplamos un sueldo promedio de 500 pesos por hora, tendríamos entonces un honorario de $3,500.00 pesos en este hipotético caso.
¡Presentadores del mundo, uníos!”.