Hace algunos meses comenté el proyecto de los Centros Interactivos Imago que encabeza con tenaz vocación altruista Renata Chapa, “la dueña de mis cada vez más flacas quincenas”. Al margen de mi relación personal con ella, dije que me resultaba relativamente fácil entender su preocupación por dar un paso hacia esas desconocidas formas de la solidaridad, pues “La he escuchado desde hace años y sé que uno de sus principales orgullos es el de saberse parte de esa delgada franja de mexicanos que han tenido la oportunidad, el privilegio, de estudiar una carrera profesional, luego una maestría y durante ya década y media de dar clases en diferentes universidades de Chihuahua y La Laguna. ¿Y después de eso, qué?, se ha preguntado Renata. La respuesta ha sido un proyecto de carácter estrictamente educativo en el que ha volcado sus entusiasmos para dar algo de lo mucho que ha, que hemos, recibido”.
De los cuatro centros que ella ha buscado poner en marcha (siempre en medio de las dificultades propias de una mujer que ya de por sí es trabajadora, madre y esposa) el ubicado en el Cereso de Torreón es, quizá, el más adelantado, pues varios maestros ya donamos nuestro tiempo e impartimos clases de lo que sabemos. Así, por ejemplo, el ingeniero Javier Villaseñor, el comunicador Édgar Salinas y el maestro Joel de Santiago imparten, respectivamente, cátedras sobre mecánica automotriz, periodismo y música, los tres con una generosidad y un gusto meritorios, todos con una constancia que sin duda merece franco elogio.
Obviamente, mi cercanía a la creadora y encargada de los Centros Imago ha sido un acicate para dar también algo de lo mucho que he recibido en este país por lo común tacaño con sus hijos. Bien o mal, a jalones, de manera autodidáctica, me he hecho de un cierto conocimiento literario y eso es lo que he ofrecido. Dicha experiencia, puedo decirlo ahora, es una de las más estimables que he tenido en mi carrera de maestro. Empezamos con el taller de narrativa, recuerdo, a mediados del semestre pasado. Tengo una población flotante de ocho o diez talleristas, pero han sido cuatro los más tenaces asistentes a cada sesión. Cuando iniciamos vi que estaba cerca la convocatoria al concurso de cuento navideño organizado por la Casa de la Cultura de Gómez Palacio y la Coca Cola, y propuse a mis alumnos/amigos trabajar con disciplina para ver cuántos podían armar un cuento capaz de participar en el certamen. Orienté, escuché, sugerí, y al fin tres internos alcanzaron el propósito: entraron al concurso, sus obras salieron del penal para probar suerte en una justa literaria. Eso era ya un logro y quedamos satisfechos; lo demás, si se daba, era un extra sobre lo cual ya no podíamos influir.
Pasaron algunas semanas y los resultados fueron difundidos: Eliseo Carrillo, Gerardo Furlong y Martín Arreola consiguieron menciones honoríficas y eso fue, más para mí que para ellos, un triunfo equivalente al mejor que he podido obtener como maestro de taller. Ver cómo nacieron esos relatos, escucharlos, comentarlos, sentir en sus autores la necesidad de atar palabras en medio de la adversidad y las privaciones, fue para mí, insisto, una experiencia docente excepcional.
Ayer sábado fueron entregados los premios en la Casa de la Cultura gomezpalatina. Mis amigos galardonados, claro, no pudieron estar allí, pero sus obras permiten ver que, como en “El aromo”, esa hermosa canción de Yupanqui, ellos han hecho “flores de sus penas”. Los felicito. A ellos y a Renata. Es un esfuerzo educativo que los enaltece.