No tuve la vomitiva mala suerte de verlo seguido, pues su órbita de difusión, hasta donde sé, cubría básicamente a la ciudad de Saltillo, pero en dos o tres viajes a esa capital pude sintonizar en el hotel algún canal del cable y de inmediato noté que estaba ante la presencia de un dinosaurio de la comunicación, uno de esos seres abyectos que con micrófono o papel en mano se dedicaban antiguamente (eran legión) a zaherir sin misericordia a los enemigos del patrón en turno. El personaje al que me refiero es, por supuesto, Marcos Martínez Soriano, comentarista de televisión que todavía hace algunos meses se dedicaba a lanzar, desde su televirulento foro, bolas de estiércol con impunidad caciquil.
No puedo hablar ampliamente de Martínez Soriano, pero basta con hacer memoria de los pocos programas que le vi para hacerme de una opinión categórica sobre el desempeño de esa fauna que en apariencia ya estaba extinta y sin embargo cuenta todavía con ejemplares de raza. Para empezar, el tipo tenía no sé cuántas horas al aire en no sé cuántos programas. Ostentaba luego el monopolio del tiempo al aire en el cable saltillense. Eso era en sí mismo asombroso, pues ver y/u oír dos minutos a Martínez Soriano daba suficiente solidez a una certidumbre de granito: como comunicador, tal personaje sólo podía presumir un cierto timbre de orador preparatoriano, jamás una estampa grata para salir a cuadro ni, mucho menos, contenidos discursivos dignos de ese nombre.
En este rubro, en el de su manejo de la información, Martínez Soriano parecía, como digo, atrapado en el pretérito del servilismo comunicacional. Como en los viejos tiempos del periodismo rastrero y sin tapujos, siempre estaba destazando y elogiando, en ambos casos hiperbólicamente. Si se trataba de destripar, lo hacía con saña apache, sin medir uno solo de sus adjetivos, como con permiso para matar; si era lo contrario, lisonjear, no tenía bozal el amelcochamiento embustero de su lengua. Eso no está mal, me atrevo a pensar, cuando las posiciones nacen de una convicción, de una necesidad imperiosa por lanzar dardos o piropos. No era el caso, sin embargo, de locutor que recuerdo. En todas sus apariciones expelía demasiado el tufo de un interés superior, la mano negra que mece la cuna del manipulador informativo.
Gerardo Hernández, en su Capitolio de ayer publicado en La Opinión (“Campañas de odio”), reemprende el comentario sobre el affaire Martínez Soriano-Montemayor Seguy. Es de sumo interés lo que señala, ya que los medios de comunicación no son entidades abstractas, doncellas inalcanzables por la huesuda mano de la corrupción. Los medios de comunicación, como razón social, como membrete, pueden ser impolutos, perfectos como los estatutos de un partido o los fundamentos de una religión, pero sus hombres, quienes los habitan, son seres falibles, susceptibles a cualquier descomposición.
Así, son los comunicadores quienes deben estar atentos a las bajezas de sus colegas, ya que el poder político, envilecido como está, pocas veces se animará a limitar los excesos de quienes, al menos en teoría, los fiscaliza diariamente.
Hace algunos días circuló de nuevo información sobre la extrema peligrosidad a la que se encuentra expuesto el periodismo mexicano frente a la epidemia del narco y al abuso del poder político. Las cifras de muertos desgarran, entristecen, es cierto, pero sin querer hablan muy bien del nuevo periodismo mexicano, imperfecto como toda obra humana, aunque cada vez más profesional. No hay que dejar que por una o dos manzanas se pudra toda la canasta.