Finalmente cada quien puede decir o callar lo que guste sobre hombres como el doctor Corona Páez, pues las que cuentan, las que permanecen, son las obras y no el mezquino vocerío que a veces despiertan alrededor. Él, nuestro más destacado historiador, recibió ayer la medalla Magdalena Mondragón y con ello obtuvo en su tierra lo que en otras latitudes (Portugal, España, EUA, Chile, Argentina) ya le han otorgado.
Hace unos seis años escribí esto, y nunca le he dado la difusión que ahora juzgo oportuna: “En 1994 conocí a mi amigo Sergio Antonio Corona. Recuerdo que desde el inicio me pareció un hombre vocado para bucear en el pretérito. Muy pronto advertí sus facultades, su amor por la Colonia, su pasión por el pasado de nuestras tierras, su sosegada inquietud de historiador esmerado y silencioso, íntimamente feliz con el frecuente descubrimiento de referencias en papelones amarillentos que a la mayoría no dicen nada.
Más delante supe otro tanto: que estudió comunicación en el ITESO, que era maestro de la UIA y había trabajado en centros de investigación; además, que era genealogista y paleógrafo, dos actividades que lo inclinaban decididamente al estudio de la historia.
Luego hubo un paréntesis —quizá del 98 al 99— en el que dejé de verlo y en el que nos encontrábamos con cierta esporadicidad, pero siempre con un saludo cordial y mutuas palabras de aliento. Para entonces, Sergio agregaba el doctorado a sus rigurosos estudios y coordinaba ya el Archivo Histórico de la UIA Laguna. A mediados de 2000, el azar y sus carambolas me abrió una fuente de trabajo en ese Archivo y fue entonces cuando la cercanía de Corona Páez se convirtió en afianzador de mi amistad hacia él y de mi afecto por la historia, disciplina en la que siempre me consideraré un amateur.
¿Qué he aprendido de Sergio en estos meses de diálogo e intercambio de papeles? Mucho, muchísimo, tanto o más que lo que se puede aprender dentro de las aulas. He aprendido alguno que otro dato, he pescado decenas de referencias nuevas, he entendido otras maneras de percibir la historia. Pero eso no importa demasiado. Lo que sí importa es lo otro, el aprendizaje de una actitud ante la vida, la enseñanza de un ser todos los días y en todos los actos. Recuerda Borges —en el prólogo sobre Henríquez Ureña— a un judío que viajó hacia un pueblo remoto no para escuchar al predicador, “sino para ver de qué modo éste se ataba los zapatos”. Toda proporción, Corona Páez es eso para mí: una lección de vida, una actitud noble, apacible, generosa y despierta en un mundo apresurado y modorro, henchido de frivolidad y vacua prisa”.