Más allá de lo que acaba de ocurrir en el recinto sitiado de San Lázaro, la parajoda, no la paradoja, más grave de la política mexicana se deja ver desnuda en los medios: he venido mencionando letánicamente las palabras de López Dóriga sobre la conducta delincuente de Fox en materia electoral. Ya no las repito, pues él se ha encargado de reiterarlas en todos los espacios a su merced, como ocurrió el miércoles en el programa Tercer grado. Ahí mismo, Denise Maerker opinó lo propio: el presidente participó abierta, descaradamente en las elecciones.
El jueves, en su columna de Milenio, Carlos Marín, otro crítico tenaz de la conducta pejista, apunta lo que sigue sobre Fox: “La animosidad en su contra no es gratis. Se la ganó con sus abusivos, cotidianos y virtuales spots para cerrarle el paso al tabasqueño ‘peligroso’ que padeció como amarga pesadilla”.
Esa misma opinión se ve multiplicada por miles entre los comunicadores del país; sobre esto hay tanta unanimidad que es verdaderamente estúpido no aceptarlo. Todos, incluidos los enemigos y los críticos feroces de AMLO, aceptan, como se acepta la ley de la gravedad, que el presidente de la república se dio baño (locución lagunera que significa “se excedió”) en materia de intromisión electoral.
Lo que me parece extraño, y he ahí la parajoda de la que hablo, es la conclusión que cada quien obtiene de la guerra presidencial contra los “peligrosos” populistas. Por un lado, aceptan que Fox metió sus manos hasta los codos en el zoquete electoral, y por otro descalifican la lucha de la coalición y creen llegado el momento de aceptar a rajatabla el fallo del Trife. Hay ahí, me parece, una evidente contradicción, una insalvable parajoda.
Quien desea que esto concluya, quien anhela que AMLO y su gentuza plieguen banderas, ¿sabe de qué tamaño es el poder presidencial en México? ¿Se imagina lo que puede hacer el presidente si por algún recóndito motivo se le mete en la cabeza destruir a un enemigo? Si aceptamos que en México es inmensa la fuerza de la institución presidencial, terminaremos aceptando en consecuencia que lo actuación de Fox deformó el espíritu del proceso electoral y lo convirtió en una cacería de brujas amarillas. Eso no es, contra lo que se piensa, pecado menor. Es el presidente de la república, no perico de los palotes, inmiscuido sin misericordia ni recato en un proceso que esperábamos democrático y que degeneró en zafarrancho e inverecunda imposición de sucesor.
Lo digo ya sin rodeos: AMLO no me importa. Lo mismo estaría diciendo si el presidente se hubiera ensañado contra cualquier otro aspirante. Fox es pues para mí, lo reitero, esto: un traidor.