El lunes pasado se cumplieron 33 años del golpe fascista contra el gobierno democrático encabezado en Chile por el doctor Allende. Luego de aquel albazo, los hermanos de aquella república tuvieron que fumarse más de quince años de salvajismo político, de represión y crimen, de ominoso pinochetismo. Las notas informativas lo recordaron un poco al margen ya que, como sabemos, aquella página negra de la historia latinoamericana ahora es menos relevante debido a lo ocurrido también un 11 de septiembre en Nueva York. Sobre lo que no se insiste en el caso chileno es que fueron la CIA, los grupos oligárquicos más reaccionarios de Chile y el ejército los que encabezaron la masacre e impusieron a un generalote, el más acabado ejemplar de gorila en el sentido sudamericano, no zoológico, de la palabra. Al final, por la fuerza de la fuerza y no de la razón, la izquierda tuvo que apechugar como apechugaba en Brasil, en Argentina, en Uruguay, en Paraguay, en Perú y una larga fila de etcéteras.
Todo esto lo comento por los pedazos de lengua que cayeron al suelo cuando el vocero de la presidencia, Rubén Aguilar, señaló en su conferencia de prensa del lunes que México debería reflexionar, a propósito del golpe contra Allende, en el valor de los gobiernos democráticos e institucionales que “nos hemos dado”. En otras palabras, qué tanto es tantito, qué son el lopezportillato, el delamadridato, el salinato, el zedillato, el foxato y dentro de poco el calderonato comparados con la manita pesada del tirano César Augusto. Lo curioso del caso no es lo que dijo Aguilar, sino el contexto en el que lo dijo: en México acabamos de padecer una asonada de corte institucional, un golpe que nucleó a toda la reacción en contra del proyecto que, bien o mal, representa a lo que queda de la izquierda en nuestro país. De qué enorgullecerse, entonces, si estamos saliendo de un proceso electoral manchado por la incertidumbre, un proceso que en realidad fue una emboscada sinfónica entre el presidente Fox, el IFE, la ultraderecha clandestina, los grupos empresariales, varios medios electrónicos e impresos y al final siete rucos que con la ley se limpiaron el quiubolequé.
De mi parte, pues, no hay ningún reconocimiento al gobierno de Calderón. Sus giras y sus discursos triunfalistas y embusteramente conciliadores no hacen ningún efecto en mi gesto de escepticismo, y el suyo será para mí un gobierno contaminado, corrupto de nacimiento, dado a luz con los fórceps de la desvergüenza. Bienvenido, pues, señor pestilente de la república. Bienvenido al cargo que usted y los suyos no supieron ganar y arrebataron.