En “Máscaras mexicanas”, uno de los ensayos que componen El laberinto de la soledad, Octavio Paz reflexiona sobre la desconfianza casi congénita del mexicano: “El hermetismo es un recurso de nuestro recelo y desconfianza. (…) Pero esta conducta, legítima en su origen, se ha convertido en un mecanismo que funciona solo, automáticamente. Ante la simpatía y la dulzura nuestra respuesta es la reserva, pues no sabemos si esos sentimientos son verdaderos o simulados…”.
Aunque geniales, como se trata de intuiciones poético-sociológicas no se puede saber si son ciertas o no, y en qué casos, pues Paz piensa sobre todo en el mexicano del centro y del sur, no tanto en el del norte que, al parecer, procede con una mentalidad distinta (no mejor ni peor: distinta). Se puede aceptar, sin embargo, que el poeta anda cerca de lo que somos en esa materia: la desconfianza nacional. En México, bien lo sabemos, todo lo que amerite mínima confianza está organizado para someterse a perruna vigilancia.
Esa desconfianza fue la que durante muchos años hizo de los procesos electorales un juego inverosímil. Aunque el PRI ganara con su aplanadora, nadie creía de verdad en la limpieza de las elecciones, y simplemente no se objetaba nada porque eran tiempos de descaro institucionalizado. Pasado el tiempo, a medida que la prensa fue ganando espacios y la sociedad civil alcanzó notoriedad participativa, fue necesario reorganizar los comicios de acuerdo a reglas severas. Así, poco a poco, los mexicanos fuimos venciendo la monumental desconfianza que nos atribuye Paz y articulamos un sistema electoral con mil y un candados, tantos que cuadramos las reglas y los procedimientos más caros del mundo en ese rubro para anular casi en su totalidad cualquier posible ventana hacia recelo. El ejercicio electoral del 2000 fue la prueba mayor que certificó a México como “experto” en elecciones incuestionables, ajenas a cualquier incertidumbre.
Pero la ley puede ser kafkianamente torcida. Por más que se enconche, siempre habrá huecos por donde colar el ventajismo, como lo hizo Fox con sus intromisiones sin posible castigo legal. Lo que costó tantas luchas, tanta sangre (ganar un poco de confianza electoral entre nosotros), en un par de años fue dinamitado por Fox y rematado por el ambiguo Trife. Así, aunque Calderón sea declarado presidente electo su legitimidad estará en permanente entredicho, infecta por la lepra de la desconfianza prohijada desde un poder que, pese al raro comportamiento de los cómputos, nunca enseñó ni la mínima disposición de contar voto por voto.
Ahora tenemos otra vez la chamba de Sísifo para edificar nueva confianza. Ni modo, a camellar.