Desde que comenzó este año sabía que agosto y septiembre iban a tener, para mí, dos momentos celebratorios. Uno de ellos ya pasó, y fue la publicación de la entrega número mil de Ruta Norte, como bien lo sabe mi extraordinario número de lectores (o sea, tres o cuatro). El otro se dará el próximo miércoles 9 de septiembre de 2009, día en el que exactamente cumpliré 25 años de publicar en periódicos y, luego, en revistas y libros. Sé la fecha porque vivo atento a las cronologías y porque padezco la costumbre heroicamente insana de almacenar papeles. En efecto, un periódico amarillento que obra en mi poder y que espero nunca se filtre al bajo mundo de la crítica literaria, muestra que el 9 de septiembre de 1984 publiqué cuatro “poemas” (las comillas me amparan ante cualquier extemporánea acusación de mala calidad) de cuyo contenido no quiero acordarme en el suplemento cultural de La Opinión que para entonces coordinaba Saúl Rosales. Los textos aparecen en la página 3 y son, obviamente, los primeros arpegios de un joven que vislumbraba lo que todavía, ya más que cuarentón, vislumbra: ser escritor.
La temeridad que nace de la ignorancia me llevó a dialogar con Saúl para ver si aquellos engendros que yo llamaba versos podían caber en el suplemento. Supongo que la pensé dos o tres veces, pero al fin, armado de ingenua valentía, le di las cuartillas escritas en una Remington de la segunda Guerra Mundial. Saúl las tomó, no me prometió nada y así pasó un tiempo hasta que llegó el domingo 9, día que sigo considerando uno de los más importantes de mi vida, dado que por primera vez sentí lo que es la exposición al ridículo, pero también, acaso, el pequeño orgullo de escribir y publicar. Aseguro sin inmodestias inútiles que Saúl me publicó más con criterios altruistas que literarios, pero quizá algo vio en mis conatos de literatura que se animó al fin a colocarlos en un ejemplar de la publicación que coordinaba, un tabloide con ocho páginas en blanco y negro y plasta de color sólo en la primera página.
Así pues, la portada de aquel suplemento anunciaba sus contenidos de la siguiente forma: “Poesía de lo doméstico, de Francisco González León”, “Pintura paisajística de Rafael G. Aguirre”, “Vinculación entre la teoría y la práctica cultural” y “Poemas de Jaime Eduardo Muñoz Vargas”. De esa manera, con el nombre completo al que después se le caería el “Eduardo”, comenzó esto de procurar el hilvanamiento de palabras que todavía no sé para qué sirve exactamente, pero que sin quererlo, poco a poco, se convirtió en una obsesión y luego en una forma de vida para mí.
La ficha biográfica colocada al pie de mis “poemas” es maravillosa, por lo pobrecita que se ve aunque ya quería mostrar que no tenía dientes de leche: “Jaime Eduardo Muñoz Vargas nació el año de 1964 en la ciudad de Gómez Palacio, Durango. Desde hace algunos años vive en Torreón [en esa fecha tenía como ocho años viviendo aquí]. Esta es la primera ocasión en la que publica sus obras. Escribe poesía y cuento. Entre sus autores preferidos están el poeta Pablo Neruda, el poeta y ensayista Octavio Paz y el cuentista Julio Cortázar. Muñoz Vargas estudió la primaria en la escuela Presidente Adolfo López Mateos, de Gómez Palacio; la secundaria en la escuela Ricardo Flores Magón, de Ciudad Lerdo; la preparatoria en la Prefedi, de Torreón. Actualmente cursa el quinto semestre de la carrera de comunicación en el ISCYTAC”. Es increíble la cantidad de información que ofrecen esos pocos renglones, cuánto comunican ahora que ha pasado un cuarto de siglo desde que fueron escritos. En efecto, nací en Gómez, pero prometo que ya no lo vuelvo a hacer; me llamo "Eduardo", nombre que heredé de mi abuelo por el lado materno; era, casi sin necesidad de aclararlo, la primera vez que publicaba; escribía poesía y cuento, géneros con los que empieza cualquier joven; mis autores favoritos eran ésos, aunque lo más cercano a la verdad hubiera sido afirmar que eran los únicos que había leído; y, por último, estudié en todas aquellas escuelas, por eso siempre afirmo que fui un alumno conurbado, casi como un camión Torreón-Gómez-Lerdo.
Exageré un poco cuando dije que Neruda, Paz y Cortázar eran los únicos escritores cuyos libros figuraban en mi estantería. Ya en 1984, a mediados de la carrera, trabé contacto con otros autores, pero se suponía que aquellos tres me subyugaban. Los sigo respetando, por supuesto, pero a ellos se han sumado otros no menos queridos. Por eso, precisamente por eso, creo tanto en el autodidactismo. Yo tuve un maestro, Saúl, que me orientó para llegar a los primeros libros de importancia; lo que siguió fue olfatear la tinta de las obras y los autores que andaban en la misma órbita. Un ejemplo: por consejo magisterial de Saúl leí a Cortázar en 1983, y tras leerlo e investigar un poco sobre él, por lógica llegué a Poe, el inventor del molde cuentístico con el que trabajaba el argentino. Por Cortázar llegué también a Chejov, tal vez el máximo cuentista de la historia, y a Borges, quien de alguna forma fue impulsor de Cortázar e hizo también inmejorables cuentos. De esa manera, gracias a Cortázar pasé a Poe, a Chejov, a Borges, y así, con efecto geométricamente expansivo, de Poe, Chejov y Borges pasé a otros escritores, de suerte que nunca requerí una escuela de Letras para ponerme a la sombra de un amplio domo literario.
Los libros, entonces, son el secreto de este trabajo. Fui un niño tímido que nació en Gómez sin muchas ventajas materiales, sin antecedentes literarios en la familia, sin escuelas de Letras a disposición, sin biblioteca personal, sin nada de eso que en ciertas biografías de escritores son circunstancias recurrentes. No digo nada extraño, pues en Gómez los mocosos de mi edad y de mi entorno sólo teníamos lo que traíamos puesto, los libros de texto, cuatro ladrillos para marcar las porterías y una pelota de hule anaranjado comprada en la juguetería El Gallito. Con esos bienes, los niños de mi generación y de mi cuadra teníamos que abrir los ojos a la vida. Supongo que algunos comenzaron a trabajar muy jóvenes, otros habrán estudiado, muchos ya serán, como yo, padres, e incluso no faltará el que sea abuelo más o menos prematuro. Hacia 1981 u 82, tentaleante en la errancia vocacional, sospeché que me gustaba leer; poco después sospeché que también me gustaba escribir, y más me gustó cuando el 9 de septiembre de 1984 vi mi nombre sobre una hoja de periódico.
Es muy extraño saber ahora que aquello siguió adelante, que seguí escribiendo y publicando con la misma pregunta, hasta hoy, clavada en la cabeza como púa de cardenche: ¿para qué sirve todo esto?
La temeridad que nace de la ignorancia me llevó a dialogar con Saúl para ver si aquellos engendros que yo llamaba versos podían caber en el suplemento. Supongo que la pensé dos o tres veces, pero al fin, armado de ingenua valentía, le di las cuartillas escritas en una Remington de la segunda Guerra Mundial. Saúl las tomó, no me prometió nada y así pasó un tiempo hasta que llegó el domingo 9, día que sigo considerando uno de los más importantes de mi vida, dado que por primera vez sentí lo que es la exposición al ridículo, pero también, acaso, el pequeño orgullo de escribir y publicar. Aseguro sin inmodestias inútiles que Saúl me publicó más con criterios altruistas que literarios, pero quizá algo vio en mis conatos de literatura que se animó al fin a colocarlos en un ejemplar de la publicación que coordinaba, un tabloide con ocho páginas en blanco y negro y plasta de color sólo en la primera página.
Así pues, la portada de aquel suplemento anunciaba sus contenidos de la siguiente forma: “Poesía de lo doméstico, de Francisco González León”, “Pintura paisajística de Rafael G. Aguirre”, “Vinculación entre la teoría y la práctica cultural” y “Poemas de Jaime Eduardo Muñoz Vargas”. De esa manera, con el nombre completo al que después se le caería el “Eduardo”, comenzó esto de procurar el hilvanamiento de palabras que todavía no sé para qué sirve exactamente, pero que sin quererlo, poco a poco, se convirtió en una obsesión y luego en una forma de vida para mí.
La ficha biográfica colocada al pie de mis “poemas” es maravillosa, por lo pobrecita que se ve aunque ya quería mostrar que no tenía dientes de leche: “Jaime Eduardo Muñoz Vargas nació el año de 1964 en la ciudad de Gómez Palacio, Durango. Desde hace algunos años vive en Torreón [en esa fecha tenía como ocho años viviendo aquí]. Esta es la primera ocasión en la que publica sus obras. Escribe poesía y cuento. Entre sus autores preferidos están el poeta Pablo Neruda, el poeta y ensayista Octavio Paz y el cuentista Julio Cortázar. Muñoz Vargas estudió la primaria en la escuela Presidente Adolfo López Mateos, de Gómez Palacio; la secundaria en la escuela Ricardo Flores Magón, de Ciudad Lerdo; la preparatoria en la Prefedi, de Torreón. Actualmente cursa el quinto semestre de la carrera de comunicación en el ISCYTAC”. Es increíble la cantidad de información que ofrecen esos pocos renglones, cuánto comunican ahora que ha pasado un cuarto de siglo desde que fueron escritos. En efecto, nací en Gómez, pero prometo que ya no lo vuelvo a hacer; me llamo "Eduardo", nombre que heredé de mi abuelo por el lado materno; era, casi sin necesidad de aclararlo, la primera vez que publicaba; escribía poesía y cuento, géneros con los que empieza cualquier joven; mis autores favoritos eran ésos, aunque lo más cercano a la verdad hubiera sido afirmar que eran los únicos que había leído; y, por último, estudié en todas aquellas escuelas, por eso siempre afirmo que fui un alumno conurbado, casi como un camión Torreón-Gómez-Lerdo.
Exageré un poco cuando dije que Neruda, Paz y Cortázar eran los únicos escritores cuyos libros figuraban en mi estantería. Ya en 1984, a mediados de la carrera, trabé contacto con otros autores, pero se suponía que aquellos tres me subyugaban. Los sigo respetando, por supuesto, pero a ellos se han sumado otros no menos queridos. Por eso, precisamente por eso, creo tanto en el autodidactismo. Yo tuve un maestro, Saúl, que me orientó para llegar a los primeros libros de importancia; lo que siguió fue olfatear la tinta de las obras y los autores que andaban en la misma órbita. Un ejemplo: por consejo magisterial de Saúl leí a Cortázar en 1983, y tras leerlo e investigar un poco sobre él, por lógica llegué a Poe, el inventor del molde cuentístico con el que trabajaba el argentino. Por Cortázar llegué también a Chejov, tal vez el máximo cuentista de la historia, y a Borges, quien de alguna forma fue impulsor de Cortázar e hizo también inmejorables cuentos. De esa manera, gracias a Cortázar pasé a Poe, a Chejov, a Borges, y así, con efecto geométricamente expansivo, de Poe, Chejov y Borges pasé a otros escritores, de suerte que nunca requerí una escuela de Letras para ponerme a la sombra de un amplio domo literario.
Los libros, entonces, son el secreto de este trabajo. Fui un niño tímido que nació en Gómez sin muchas ventajas materiales, sin antecedentes literarios en la familia, sin escuelas de Letras a disposición, sin biblioteca personal, sin nada de eso que en ciertas biografías de escritores son circunstancias recurrentes. No digo nada extraño, pues en Gómez los mocosos de mi edad y de mi entorno sólo teníamos lo que traíamos puesto, los libros de texto, cuatro ladrillos para marcar las porterías y una pelota de hule anaranjado comprada en la juguetería El Gallito. Con esos bienes, los niños de mi generación y de mi cuadra teníamos que abrir los ojos a la vida. Supongo que algunos comenzaron a trabajar muy jóvenes, otros habrán estudiado, muchos ya serán, como yo, padres, e incluso no faltará el que sea abuelo más o menos prematuro. Hacia 1981 u 82, tentaleante en la errancia vocacional, sospeché que me gustaba leer; poco después sospeché que también me gustaba escribir, y más me gustó cuando el 9 de septiembre de 1984 vi mi nombre sobre una hoja de periódico.
Es muy extraño saber ahora que aquello siguió adelante, que seguí escribiendo y publicando con la misma pregunta, hasta hoy, clavada en la cabeza como púa de cardenche: ¿para qué sirve todo esto?