El domingo 27 de septiembre fue un día importante en la historia del futbol profesional en La Laguna y no sé si de México. Como primera prueba para comprobar si la gente se comporta y al fin queda definitivamente decidido cómo resolverán esto en el nuevo estadio, el partido del 27 contra Pachuca fue jugado sin malla que separa cancha y jugadores de afición. Sin temor a errar, pues fui testigo del experimento, aquello logró satisfacer las expectativas de cualquier autoridad, incluso de la más rigurosa. Todos, tanto los confiados y los escépticos, vimos que no había ningún problema, que los laguneros podemos atender un espectáculo de los que enardecen sin incurrir en salvajismos.
Según sé, lo que se desea con esta medida se relaciona con la visibilidad. No creo que sea lo más importante, pues de manera más o menos relajada, sin clavarme, sospecho que el espectáculo se ve igual con o sin malla. O casi igual, si me permiten ese “casi” algo forzado. No hay, pues, gran diferencia en el aspecto visual, y como prueba arguyo que nadie, o muy pocos, reparaba en la malla como elemento intrusivo hasta que comenzó a ventilarse el deseo de quitarla.
El asunto va por otro rumbo, entonces. Mi interpretación del caso transita por los predios de lo simbólico. La malla no estorba tanto la visibilidad como la idea del contacto directo que los aficionados tienen con los jugadores. Sin el obstáculo, el público siente que ahora sí no hay fronteras jerarquizadoras, que entre los jugadores y los espectadores puede entablarse, por fin, una comunicación más estrecha, casi como la que hay en la vía pública donde todos nos topamos con todos y allí nos saludamos. En ese sentido, se crea la ilusión (he ahí lo simbólico del caso) de que un espacio privado (la cancha) se convierte en espacio público, en territorio donde todos se igualan, donde se diluyen las jerarquías entre los héroes y sus seguidores. Por supuesto, insisto, que es sólo una ilusión, pues un ejército de mastodontes vestidos con playerita negra estaba apostado alrededor del foso, y era la valla humana que servía para mantener quieto cualquier ímpetu semiborracho que quisiera pasarse de lanza y saltar campante al terreno de juego.
La decisión de eliminar la valla es, como podemos apreciar, una medida que servirá para probar la civilidad de los laguneros en el caso específico del futbol profesional, espectáculo que con frecuencia ha dado ejemplos de agresividad tan destemplada que ni los obstáculos contienen al aficionado que ha extraviado los estribos. No quisiera expandir mi conclusión a los demás ámbitos de la vida en comunidad, es decir, no siento como pertinente afirmar que accedemos a otro plano de sociabilidad por el sólo hecho de que los aficionados no brincan al terreno aunque no haya una cerca que los reprima. Es un modesto adelanto en la historia de nuestro comportamiento en grupo, pero de eso a creer que ya somos Suecia hay un gran paso.
No sé por qué, pero cuando supe que eliminarían la valla para experimentar, sospeché que nada iba a pasar. Sigo pensando lo mismo. Creo conocer —intuitivamente, pero conocer al fin— la mentalidad del lagunero estándar, y sé que lo suyo no es propasarse y perder la razón hasta llegar a conductas cavernícolas. Hay una especie de vocación por el respeto de la alteridad y un tenue sentido de desapego que lo lleva a no tomarse demasiado en serio lo que sólo tiene implicaciones emocionales. Un lagunero podría pelear por dinero, por bienes materiales, no tanto por símbolos o ideas, por emociones. La gente de la estepa es pragmática: no se bate si no le va nada contante y sonante en ello. Por eso creí, y sigo creyendo, que la gente respetará (pienso sobre todo en la raza brava de sol, la más temible en este caso) y que en el nuevo estadio no habrá necesidad de más fronteras que las establecidas por el respeto a la convivencia pública.
Según sé, lo que se desea con esta medida se relaciona con la visibilidad. No creo que sea lo más importante, pues de manera más o menos relajada, sin clavarme, sospecho que el espectáculo se ve igual con o sin malla. O casi igual, si me permiten ese “casi” algo forzado. No hay, pues, gran diferencia en el aspecto visual, y como prueba arguyo que nadie, o muy pocos, reparaba en la malla como elemento intrusivo hasta que comenzó a ventilarse el deseo de quitarla.
El asunto va por otro rumbo, entonces. Mi interpretación del caso transita por los predios de lo simbólico. La malla no estorba tanto la visibilidad como la idea del contacto directo que los aficionados tienen con los jugadores. Sin el obstáculo, el público siente que ahora sí no hay fronteras jerarquizadoras, que entre los jugadores y los espectadores puede entablarse, por fin, una comunicación más estrecha, casi como la que hay en la vía pública donde todos nos topamos con todos y allí nos saludamos. En ese sentido, se crea la ilusión (he ahí lo simbólico del caso) de que un espacio privado (la cancha) se convierte en espacio público, en territorio donde todos se igualan, donde se diluyen las jerarquías entre los héroes y sus seguidores. Por supuesto, insisto, que es sólo una ilusión, pues un ejército de mastodontes vestidos con playerita negra estaba apostado alrededor del foso, y era la valla humana que servía para mantener quieto cualquier ímpetu semiborracho que quisiera pasarse de lanza y saltar campante al terreno de juego.
La decisión de eliminar la valla es, como podemos apreciar, una medida que servirá para probar la civilidad de los laguneros en el caso específico del futbol profesional, espectáculo que con frecuencia ha dado ejemplos de agresividad tan destemplada que ni los obstáculos contienen al aficionado que ha extraviado los estribos. No quisiera expandir mi conclusión a los demás ámbitos de la vida en comunidad, es decir, no siento como pertinente afirmar que accedemos a otro plano de sociabilidad por el sólo hecho de que los aficionados no brincan al terreno aunque no haya una cerca que los reprima. Es un modesto adelanto en la historia de nuestro comportamiento en grupo, pero de eso a creer que ya somos Suecia hay un gran paso.
No sé por qué, pero cuando supe que eliminarían la valla para experimentar, sospeché que nada iba a pasar. Sigo pensando lo mismo. Creo conocer —intuitivamente, pero conocer al fin— la mentalidad del lagunero estándar, y sé que lo suyo no es propasarse y perder la razón hasta llegar a conductas cavernícolas. Hay una especie de vocación por el respeto de la alteridad y un tenue sentido de desapego que lo lleva a no tomarse demasiado en serio lo que sólo tiene implicaciones emocionales. Un lagunero podría pelear por dinero, por bienes materiales, no tanto por símbolos o ideas, por emociones. La gente de la estepa es pragmática: no se bate si no le va nada contante y sonante en ello. Por eso creí, y sigo creyendo, que la gente respetará (pienso sobre todo en la raza brava de sol, la más temible en este caso) y que en el nuevo estadio no habrá necesidad de más fronteras que las establecidas por el respeto a la convivencia pública.