Cuando yo era un niño gomezpalatino, es decir, a mediados de los setenta, las noticias mundiales difundían frecuente información sobre aerosecuestros. En aquella época la palabra era, creo, un neologismo y pronto se convirtió en sinónimo de peligro extremo. Recuerdo que en 1976 se dio uno de los casos más sonados, el famoso rescate en Entebbe, acción que hasta dio tema para una película que vi en el cine Palacio, que en paz descanse. Un grupo de terroristas palestinos y alemanes secuestraron un avión de Air France que iba a hacer la ruta Atenas-París, pero fue desviado primero a Libia, donde cargó combustible, y luego al aeropuerto ugandés de Entebbe. El avión llevaba 244 pasajeros y 12 tripulantes. Ya en la Uganda encabezada por el tiranazo Idi Amin, el rescate fue, sin exagerar, milimétrico, tanto que luego serviría para el film de acción y suspenso ya mencionado (Raid on Entebbe, 1976).
De tal calibre eran los aerosecuestros setenteros. Los veíamos en la tele y eran un verdadero bufet en los noticiarios que siempre mostraban imágenes lejanas de aviones en vaporosas pistas de aterrizaje, torres de control, negociadores que se aproximaban a las escalerillas, parabrisas donde asoman los pilotos y muchos vehículos militares en torno a la nave secuestrada. Luego, por lo general, el descenso de los rehenes por una escalerilla siempre videograbada desde muy lejos.
Cuando el miércoles recibí en mi celular el mensajito de Tuda que me informaba sobre el secuestro de un avión en el DF, pensé de inmediato, por reflejo condicionado, en Entebbe. Yo andaba en una oficina del Conaculta por un asunto burocrático y luego de eso, para aprovechar el recorrido al centro histórico, entré a la catedral metropolitana y tomar un par de fotos. Fue allí, dentro de esa impresionante edificación novohispana, donde me sonó el celular para avisarme del aerosecuestro. Pensé, claro, lo peor: que México había entrado ya al selecto mundo del terrorismo internacional, o algo así. Sentí que, para acabarla de amolar, además de las crisis económicas, políticas y sociales nativas, ahora tendríamos también que padecer plagios de aviones y despliegues peliculescos en los aeropuertos. Era mediodía y yo había acordado comer con un amigo en Reforma y Morelos, como a quince cuadras del centro histórico. Caminé hacia el zócalo, tomé algunas fotos más y emprendí la retirada.
En el camino pasé por Bellas Artes, por el hemiciclo a Juárez, por el Caballito. Me sentía inquieto, claro, porque ignoraba lo que estaba ocurriendo en el aeropuerto. Tuda y yo solemos jugar con bromas informativas, y como noté que la ciudad no alteraba su habitual frenesí, concluí que tal vez mi cuate estaba haciendo de las suyas. En eso recibí una llamada. Era el amigo que me esperaba ya en el restaurante: me informó que la tele trasmitía el desarrollo de un aerosecuestro. Con eso confirmé que la de Tuda no era broma, que en efecto pasaba algo muy grave.
Llegué al restaurante. Los televisores estaban a todo monitor en el asunto del avión. Comí tenso, con una oreja en la charla de mi amigo y la otra en la narración del periodista que daba detalles sobre lo que acontecía. Terminé de comer cuando bajaban los pasajeros por la escalerilla. Luego pasé la tarde en otros dos asuntos de trabajo, despaché con dificultades lo de mi columna y el futbol no en el estadio, sino en otro restaurante.
Ya algo noche vi el noticiero. Lo que percibí como un desaguisado mayúsculo se había diluido hasta convertirse en una mafufada, en un oso. Extrañamente, como sucede con frecuencia en nuestro país, algo pasa cuando viene un martillazo económico. Se anuncia el 2% de aumento al impuesto de todo y, quien sabe si para tapar la mala nueva, se arma el alboroto de un terrorista que baja sonriendo del avión y casi diciendo amor y paz. Malísima, si fue una broma.
De tal calibre eran los aerosecuestros setenteros. Los veíamos en la tele y eran un verdadero bufet en los noticiarios que siempre mostraban imágenes lejanas de aviones en vaporosas pistas de aterrizaje, torres de control, negociadores que se aproximaban a las escalerillas, parabrisas donde asoman los pilotos y muchos vehículos militares en torno a la nave secuestrada. Luego, por lo general, el descenso de los rehenes por una escalerilla siempre videograbada desde muy lejos.
Cuando el miércoles recibí en mi celular el mensajito de Tuda que me informaba sobre el secuestro de un avión en el DF, pensé de inmediato, por reflejo condicionado, en Entebbe. Yo andaba en una oficina del Conaculta por un asunto burocrático y luego de eso, para aprovechar el recorrido al centro histórico, entré a la catedral metropolitana y tomar un par de fotos. Fue allí, dentro de esa impresionante edificación novohispana, donde me sonó el celular para avisarme del aerosecuestro. Pensé, claro, lo peor: que México había entrado ya al selecto mundo del terrorismo internacional, o algo así. Sentí que, para acabarla de amolar, además de las crisis económicas, políticas y sociales nativas, ahora tendríamos también que padecer plagios de aviones y despliegues peliculescos en los aeropuertos. Era mediodía y yo había acordado comer con un amigo en Reforma y Morelos, como a quince cuadras del centro histórico. Caminé hacia el zócalo, tomé algunas fotos más y emprendí la retirada.
En el camino pasé por Bellas Artes, por el hemiciclo a Juárez, por el Caballito. Me sentía inquieto, claro, porque ignoraba lo que estaba ocurriendo en el aeropuerto. Tuda y yo solemos jugar con bromas informativas, y como noté que la ciudad no alteraba su habitual frenesí, concluí que tal vez mi cuate estaba haciendo de las suyas. En eso recibí una llamada. Era el amigo que me esperaba ya en el restaurante: me informó que la tele trasmitía el desarrollo de un aerosecuestro. Con eso confirmé que la de Tuda no era broma, que en efecto pasaba algo muy grave.
Llegué al restaurante. Los televisores estaban a todo monitor en el asunto del avión. Comí tenso, con una oreja en la charla de mi amigo y la otra en la narración del periodista que daba detalles sobre lo que acontecía. Terminé de comer cuando bajaban los pasajeros por la escalerilla. Luego pasé la tarde en otros dos asuntos de trabajo, despaché con dificultades lo de mi columna y el futbol no en el estadio, sino en otro restaurante.
Ya algo noche vi el noticiero. Lo que percibí como un desaguisado mayúsculo se había diluido hasta convertirse en una mafufada, en un oso. Extrañamente, como sucede con frecuencia en nuestro país, algo pasa cuando viene un martillazo económico. Se anuncia el 2% de aumento al impuesto de todo y, quien sabe si para tapar la mala nueva, se arma el alboroto de un terrorista que baja sonriendo del avión y casi diciendo amor y paz. Malísima, si fue una broma.