viernes, septiembre 04, 2009

Un país extraordinario



Si algo me parece mamilas, mamilas mamilas, lo que se dice mamilas, lo verdaderamente mamilas, lo mamilas insoportable, es la pose sabihonda que adoptan los especialistas en motivación. No me refiero a la motivación oral, que eso es otra vaina, sino a la que muchos merolicos expelen en cursos para empresas y en medios de comunicación donde suministran ginseng espiritual. Una de las frases que más repiten es la siguiente (cito de hinojos): No podemos obtener distintos resultados siguiendo los mismos procedimientos (algo así, pues soy un amateur en materia de superación personal).
La idea que subyace en tal sentencia es la del cambio. O sea, lo que busca es “motivarnos” a seguir otros rumbos, pues si no lo hacemos vamos a padecer el sisífico castigo del eterno retache. Para no caer siempre en los mismos errores, como José Alfredo, urge revisar la dinámica habitual de nuestras acciones, detectar lo que está mal y hacer las modificaciones que nos lleven al éxito (y aquí le paro con este choro, pues siento que si sigo hablando así, corro el albur de convertirme en Miguel Ángel Cornejo).
El discurso del cambio ha sido bostezantemente manoseado por las empresas. De hecho, es allí donde los motivadores han hallado lo que ellos mismos denominan “nicho”, que en este caso no es un psiquiatra de Gómez, sino una zona del mercado harto propicia para obtener pingües dividendos. Con la llegada de la tecnocracia panista al poder federal, es decir, desde Fox, la palabra “cambio” ha sido incorporada al flujo de la verborrea oficial; por ello no es extraño que el miércoles 2 y encadenado a México (sólo televisivamente), Calderón nos aplicó una buena dosis del Prozac discursivo que nos debe conducir, ora sí, al Cambio.
La palabra “cambio”, que en México equivale a morralla, se ha convertido ya precisamente en eso, en moneda corriente de los discursos emitidos desde la máxima representación política del país. Es una palabra unidireccional, pues siempre es tomada a bien, nunca con un sentido negativo, casi como si no existiera la posibilidad de cambiar para empeorar. Le pasa lo mismo que al adjetivo “extraordinario”, que solemos usarlo en un solo sentido, sólo para calificar positivamente: mujer extraordinaria, niño extraordinario, político extraordinario, decimos, y de inmediato pensamos en mujer excelente, niño maravilloso, político estupendo, cuando también podría ser lo contrario, es decir, que su extraordinariez sea negativa: una mujer más liviana que las gallinas, un niño detestable (“herodizable”, como dice Jorge Ayala Blanco) o un político hideputa.
El cambio, pues, lo vengo oyendo a todo amplificador desde que Fox lo decretó como as de su baraja retórica. Él habló de cambios y más cambios, de que su era era la era de los cambios. Y, en efecto, lo fue: los cambios han avanzado a ritmo sostenido, sin freno, pero para crear peores escenarios. El asunto, sin embargo, no está en que las cosas hayan salido mal en el camino, en que para desgracia del país los cambios hayan sido insuficientes o algo erráticos. No, no es un asunto de mera retórica, sino de hechos. La realidad es que tenemos nueve años oyendo de cambios y absolutamente nada de lo que andaba mal ha sido desmantelado. La dinámica del gobierno de Fox no fue la del cambio real, sino la del continuismo que a la larga torna cada vez más graves los problemas y a la postre creará (si es que no lo ha hecho ya) un estado de putrefacción irreversible, casi como un cáncer de esos que hacen recular al médico nomás con ver el estado de los órganos invadidos.
Calderón habló también, muy severo él, de cambios, y por eso su discurso no fue percibido como el de un estadista en el ejercicio del poder, sino como el de un candidato en busca de votos. En cualquier caso, la palabrita ya chafeó. Se la echaron en menos de una década.