¿Qué le ofrece nuestro país a un joven, digamos, de entre 13 a 18 años? Me hago esa pregunta y recuerdo la archisobada sentencia motivacional de John F. Kennedy: “No te preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregúntate que puedes hacer tú por tu país”. Nacidos en barriadas sin ley o en poblados miserables, millones de jóvenes no tienen la oportunidad de conocer el lindo pensamiento del ex presidente norteamericano, y, si lo oyen o lo leen en alguna parte, su formación no da para que entiendan de retuécanos cívicos. Además, si llegan a entenderlo, ¿qué pueden dar si nada tienen? La frase de Kennedy, pues, adquiere sentido en la burguesía que, acodada en las oportunidades que ha tenido, se crea una idea más o menos noble de la responsabilidad social y puede “dar” algo a su patria. Los desheredados, cuando lo son de veras, como tantos hay en México, no pueden dar lo que no tienen, ni siquiera el afecto a la patria que suponemos inherente a todo hombre. No: el civismo es un valor aprendido, una convención que pasa por la atmósfera educativa creada en la familia, en la escuela y en el grupo social donde se mueve el individuo, de suerte que al faltar o relajarse esos espacios (familia, escuela, barrio o colonia) se diluye el sentido de amor por el país. Por más que lo queramos, pues, un joven sin oportunidades y con una formación “valoral” débil o ausente, no piensa qué dar a su país, sino qué diablos puede hacer para obtener algo que compense las carencias o desahogue el cochino resentimiento.
Me pongo muy acá, supuesta y acaso fallidamente sociológico, porque acabo de leer otra noticia proveniente de Juárez: ocho sujetos con pavoroso armamento ingresaron al Centro de Rehabilitación Vida, A.C., ejecutaron a diez personas y dejaron heridas a tres. Según los primeros datos, siete de los diez muertos eran jóvenes internos en proceso de recuperación por adicciones; los otros tres caídos fueron el encargado del centro, el médico y una mujer. Por supuesto, esta nueva masacre recuerda la del 2 de septiembre pasado en la que un comando entró al Centro de Rehabilitación Casa Aliviane y ejecutó a 18 jóvenes; las autoridades señalaron que se trató de un ataque de exterminio entre bandas rivales.
El escenario, por ello, pinta tenebroso para quienes por cualquier razón no nacen en un ambiente más o menos sano y llegan a la adolescencia enviciados por las drogas y/o vinculados a las bandas criminales. Con un promedio de quince años, los jóvenes ejecutados son los hijos de quienes nacieron en la transición lopezportillista-delamadridista. En otras palabras, son los hijos de los hijos de miles de mexicanos que abrieron sus ojos a la vida cuando el neoliberalismo comenzó a hacer de las suyas en nuestro país. Hoy, los pobres se han multiplicado, la falta de oportunidades rasca altísimos registros y el sistema de regulación de jóvenes sin futuro es, como en un mecanismo de pistones, la aniquilación entre ellos mismos. Como en el fenómeno de las maras, se ha perdido el sentido de patria o de comunidad para descender al de clan, al de clica que en el feroz sálvese quien pueda vehicula sus actos de agresión no al poder que empobrece y humilla, sino al hermano que es víctima de las mismas enfermedades sociales.
Con notable ingenuidad algunos creen que la insatisfacción y la crítica de muchos (me cuento entre ellos) va encaminada al régimen actual cuya punta tiene el apellido Calderón. Eso es falso: el asco aflora ante un poder y un modo de ejercerlo que provienen de varios sexenios atrás, porque han cambiado los nombres, la sigla y los colores del partido gobernante, pero se han mantenido en lo sustancial los candados al bienestar de las más gruesas capas de la población. Allí los jóvenes, cuando al fin saben quiénes son, se dan cuenta, sin reflexionarlo muy a fondo, que habitan en las ruinas. Proceden luego, sin remedio, a la brutalidad, a matar o morir, así de simple y terrible, como en la prehistoria.
Me pongo muy acá, supuesta y acaso fallidamente sociológico, porque acabo de leer otra noticia proveniente de Juárez: ocho sujetos con pavoroso armamento ingresaron al Centro de Rehabilitación Vida, A.C., ejecutaron a diez personas y dejaron heridas a tres. Según los primeros datos, siete de los diez muertos eran jóvenes internos en proceso de recuperación por adicciones; los otros tres caídos fueron el encargado del centro, el médico y una mujer. Por supuesto, esta nueva masacre recuerda la del 2 de septiembre pasado en la que un comando entró al Centro de Rehabilitación Casa Aliviane y ejecutó a 18 jóvenes; las autoridades señalaron que se trató de un ataque de exterminio entre bandas rivales.
El escenario, por ello, pinta tenebroso para quienes por cualquier razón no nacen en un ambiente más o menos sano y llegan a la adolescencia enviciados por las drogas y/o vinculados a las bandas criminales. Con un promedio de quince años, los jóvenes ejecutados son los hijos de quienes nacieron en la transición lopezportillista-delamadridista. En otras palabras, son los hijos de los hijos de miles de mexicanos que abrieron sus ojos a la vida cuando el neoliberalismo comenzó a hacer de las suyas en nuestro país. Hoy, los pobres se han multiplicado, la falta de oportunidades rasca altísimos registros y el sistema de regulación de jóvenes sin futuro es, como en un mecanismo de pistones, la aniquilación entre ellos mismos. Como en el fenómeno de las maras, se ha perdido el sentido de patria o de comunidad para descender al de clan, al de clica que en el feroz sálvese quien pueda vehicula sus actos de agresión no al poder que empobrece y humilla, sino al hermano que es víctima de las mismas enfermedades sociales.
Con notable ingenuidad algunos creen que la insatisfacción y la crítica de muchos (me cuento entre ellos) va encaminada al régimen actual cuya punta tiene el apellido Calderón. Eso es falso: el asco aflora ante un poder y un modo de ejercerlo que provienen de varios sexenios atrás, porque han cambiado los nombres, la sigla y los colores del partido gobernante, pero se han mantenido en lo sustancial los candados al bienestar de las más gruesas capas de la población. Allí los jóvenes, cuando al fin saben quiénes son, se dan cuenta, sin reflexionarlo muy a fondo, que habitan en las ruinas. Proceden luego, sin remedio, a la brutalidad, a matar o morir, así de simple y terrible, como en la prehistoria.