Es cierto que con dinero baila el perro. También con dinero bailan el gato, el chivo, la guacamaya, el rinoceronte, la cebra, el cerdo y toda la fauna doméstica o salvaje que queramos añadir. El dinero es entonces el punto de inflexión para todos (o casi casi todos), la vara mágica que con sus toques milagrosos convierte la ética en plastilina. Juanito, en este sentido, ejemplifica a la perfección lo que cualquier mexicano estándar haría a la hora de ver por sus intereses. Lo primero es el hueso, la ganancia personal, el placer de mamar las ubérrimas tetas del presupuesto y no vivir en el error ni en el horror de la pobreza. Después de asegurar eso, a la gáver todo lo demás.
Trato de no afirmar con ligereza. Baso mi hipótesis de que lamentablemente todos somos Juanito no sólo en Juanito, sino en los cientos de Juanitos grandes y pequeños que he conocido o los miles sobre los que he leído y que sin necesidad de traicionar al juanítico estilo ruñen buenos huesos y son capaces de seguir ruñéndolos aunque pasen encima de sus mismísimas madres. Con el hueso no se juega ni se regatea, esa parece ser la moraleja del caso Juanito, triste paradigma del instinto mexicano de supervivencia y salvación.
Como digo, he visto Juanitos por doquier. No son casos idénticos, por supuesto, pero para efectos de este apunte diré que a mi juicio es un típico Juanito quien ocupa espacios mañosamente lucrativos y no los deja ni a mentadas. El caso extremo, claro, es el de la traición al modo de Rafael Acosta, pero hay casos intermedios que se le asemejan: obtener con palancas un puesto burocrático, conseguir un permiso chueco para hacer negocios, ganar un contrato con marrullerías, lograr a la mala una zona de exclusividad, alcanzar un puesto político, todo ello muestra cuán jodida es la moral al momento de ganarse en México el pan (un pan que es metáfora de pan, inmuebles, vehículos, ahorros y demás lujos). Pero estaba en que todos somos Juanito y cuando digo esto pienso en lo que cotidianamente hago, que es platicar con la gente sobre “la situación del país”. Por razones obvias, los taxistas son referencia obligada si hablamos sobre conversaciones forjadas al vapor, nomás por platicar. Como no hay tema para la charla, con frecuencia los choferes expresan su opinión sobre el clima (“Qué calorón, edá”), o sobre la inseguridad (“No, yo ya no taxeo en la madrugada, está bien cabrón”). Ante tales escenarios monotemáticos, he decidido indagar, sin que se note, sus pareceres sobre la realidad del país. Invariablemente llegamos al mismo charco: México está muy mal, y eso por culpa de tanto méndigo ratero, de tanto canijo político o servidor público que nomás usa el puesto para su beneficio. Luego de que los escucho, los imagino detrás de una corbata o debajo de una guayabera, y pienso: ¿en qué se diferencia el de la voz del canijo político que nomás usa el puesto para su beneficio? Sólo en un detalle: en que uno anda en el taxi y el otro, por la razón que sea, gracias a mi padre dios fue a parar en un sitio donde hay plata a carretadas. En esencia son el mismo sujeto, tienen la misma mentalidad, y si el taxista fuera, digamos, funcionario de Pemex o diputado, los taxistas lo definirían como méndigo ratero y etcétera.
Juanito, en resumen, probó el poder y la disponibilidad de recursos, y qué dijo: pues adiós a la lealtad, al demonio con las poses y véngache pa’cá el bendito presupuesto. Es decir, derivó en lo que derivaría, como suele expresar la seudoestadística, el 99.99% de los mexicanos.
Yo mismo me sé débil y tal vez, si me lo dispararan, no aguantaría un obregonista cañonazo. Tras hacer esta afirmación, ya sé, los fariseos se pondrán en guardia para luego lanzar acusaciones de blandenguería y corruptibilidad, como si tuvieran idiosincrasia de finlandeses. Aunque sé que en esto no hay justificación que valga, lo único que me consuela es que usaría mi cañonazo para leer y escribir, no para andar haciendo más maldades. Con una, la de aceptar lo que casi todos aceptarían, basta.
Trato de no afirmar con ligereza. Baso mi hipótesis de que lamentablemente todos somos Juanito no sólo en Juanito, sino en los cientos de Juanitos grandes y pequeños que he conocido o los miles sobre los que he leído y que sin necesidad de traicionar al juanítico estilo ruñen buenos huesos y son capaces de seguir ruñéndolos aunque pasen encima de sus mismísimas madres. Con el hueso no se juega ni se regatea, esa parece ser la moraleja del caso Juanito, triste paradigma del instinto mexicano de supervivencia y salvación.
Como digo, he visto Juanitos por doquier. No son casos idénticos, por supuesto, pero para efectos de este apunte diré que a mi juicio es un típico Juanito quien ocupa espacios mañosamente lucrativos y no los deja ni a mentadas. El caso extremo, claro, es el de la traición al modo de Rafael Acosta, pero hay casos intermedios que se le asemejan: obtener con palancas un puesto burocrático, conseguir un permiso chueco para hacer negocios, ganar un contrato con marrullerías, lograr a la mala una zona de exclusividad, alcanzar un puesto político, todo ello muestra cuán jodida es la moral al momento de ganarse en México el pan (un pan que es metáfora de pan, inmuebles, vehículos, ahorros y demás lujos). Pero estaba en que todos somos Juanito y cuando digo esto pienso en lo que cotidianamente hago, que es platicar con la gente sobre “la situación del país”. Por razones obvias, los taxistas son referencia obligada si hablamos sobre conversaciones forjadas al vapor, nomás por platicar. Como no hay tema para la charla, con frecuencia los choferes expresan su opinión sobre el clima (“Qué calorón, edá”), o sobre la inseguridad (“No, yo ya no taxeo en la madrugada, está bien cabrón”). Ante tales escenarios monotemáticos, he decidido indagar, sin que se note, sus pareceres sobre la realidad del país. Invariablemente llegamos al mismo charco: México está muy mal, y eso por culpa de tanto méndigo ratero, de tanto canijo político o servidor público que nomás usa el puesto para su beneficio. Luego de que los escucho, los imagino detrás de una corbata o debajo de una guayabera, y pienso: ¿en qué se diferencia el de la voz del canijo político que nomás usa el puesto para su beneficio? Sólo en un detalle: en que uno anda en el taxi y el otro, por la razón que sea, gracias a mi padre dios fue a parar en un sitio donde hay plata a carretadas. En esencia son el mismo sujeto, tienen la misma mentalidad, y si el taxista fuera, digamos, funcionario de Pemex o diputado, los taxistas lo definirían como méndigo ratero y etcétera.
Juanito, en resumen, probó el poder y la disponibilidad de recursos, y qué dijo: pues adiós a la lealtad, al demonio con las poses y véngache pa’cá el bendito presupuesto. Es decir, derivó en lo que derivaría, como suele expresar la seudoestadística, el 99.99% de los mexicanos.
Yo mismo me sé débil y tal vez, si me lo dispararan, no aguantaría un obregonista cañonazo. Tras hacer esta afirmación, ya sé, los fariseos se pondrán en guardia para luego lanzar acusaciones de blandenguería y corruptibilidad, como si tuvieran idiosincrasia de finlandeses. Aunque sé que en esto no hay justificación que valga, lo único que me consuela es que usaría mi cañonazo para leer y escribir, no para andar haciendo más maldades. Con una, la de aceptar lo que casi todos aceptarían, basta.