Como una continuación del texto que publiqué el domingo aquí, celebro trabajando. Estoy en el DF, llegué un día después de la tromba que levantó coches e hizo todo tipo de estragos, y pienso como siempre que esta ciudad es fascinante, pero no me acomodo bien en ella. Yo soy de La Laguna y cualquier salida me expone al síndrome de la “Canción mixteca”. En fin, esto de pasar un rato en la capital me lleva a reflexionar en lo que siempre se ha dicho sobre la radicación de los escritores: quien no vive en el DF, jamás avanza.
He oído esa afirmación durante los 25 años que hoy 9 de septiembre cumplo dedicado a la creación literaria. A los escritores laguneros de mi generación se nos planteaba el caso emblemático de Jesús Gardea, escritor que nunca se avecindó en el DF y urdió toda su obra en Chihuahua, su estado natal. El caso de Gardea es meritorio, pues en una época de incomunicación (si la comparamos con la internética actual) logró que sus libros fueran publicados en México. Fue de los pocos que pudieron hacer eso sin salir de provincia. Otros coterráneos y coetáneos suyos (como Carlos Montemayor, Ignacio Solares y Joaquín Armando Chacón) se establecieron en la capital, publicaron mucho allí y siguen vigentes.
¿Qué podía pasar, pues, a un escritor lagunero que tomara la decisión de no abandonar el solar doméstico? En los hechos, era una especie de autocondena, optar por la oscuridad definitiva en vez de buscar la luz posible. Aunque nunca lo he contado con detalle, alguna vez intenté irme, pero no al DF, sino a estudiar en Estados Unidos. Surgió una diminuta posibilidad y quise aprovecharla, pero a la hora buena algo salió mal y desde entonces me prometí ser fiel a la pequeñez literaria de mi polvosa patria chica. El matrimonio y otras vicisitudes (vicisitudes como el hecho de ser padre en tres ocasiones) me afincaron inexorablemente en La Laguna y cuando volví a pensar en la salida ya era demasiado tarde.
Pero llegó internet. Con este recurso a disposición ahora es fácil mantenerse al tanto de lo que uno quiera. Lo que antes era difícil de obtener, la información, ahora está a merced de cualquiera. Esto, sin embargo, no lo es todo. Por más que se haya facilitado la comunicación, un escritor lagunero que viva en la comarca no puede acceder con facilidad, por ejemplo, a los círculos editoriales del DF. He comprobado que la superabundancia de correos electrónicos impide que uno sea atendido, que los proyectos sean por lo menos observados. El camino de las cartas impersonales está prácticamente cerrado. Quiero decir con esto que si uno cree que tiene una obra meritoria y envía su propuesta a la capital, lo más probable es que no ocurra nada. El internet no sirve en este caso, pues nadie se tomará la molestia de atender a nadie por la modesta vía del mail. Así pues, como todo en este país, es necesario un mínimo contacto personal, una mínima amistad, lo que sea, para que las propuestas no se pierdan en el limbo de la correspondencia electrónica.
El otro camino es el de los concursos. Finalmente, es tan azaroso como el de los contactos personales, pero si se obtiene un dictamen favorable no sólo cae un poco de dinero, sino la posibilidad de publicar en sellos que de verdad le den al libro una mejor distribución. A estas alturas habré publicado seis libros en la capital. De ninguno he recibido beneficios económicos que me permitan presumir de desahogo, si siquiera del que lleva una edición y dos reimpresiones. Por supuesto que no. El éxito de un escritor provinciano, por muy grande que sea, es minúsculo si lo comparamos con el éxito de un escritor radicado en la capital. Pero no me quejo. Lo bueno de esas publicaciones es que me han permitido asegurar ahora que no todo está perdido para un escritor que no sale de La Laguna por decisión personal u otras circunstancias. Algo se puede lograr si uno trabaja, si uno intenta romper con la inercia que nos ata al aislamiento y al silencio. Yo sigo en eso, intentándolo.
He oído esa afirmación durante los 25 años que hoy 9 de septiembre cumplo dedicado a la creación literaria. A los escritores laguneros de mi generación se nos planteaba el caso emblemático de Jesús Gardea, escritor que nunca se avecindó en el DF y urdió toda su obra en Chihuahua, su estado natal. El caso de Gardea es meritorio, pues en una época de incomunicación (si la comparamos con la internética actual) logró que sus libros fueran publicados en México. Fue de los pocos que pudieron hacer eso sin salir de provincia. Otros coterráneos y coetáneos suyos (como Carlos Montemayor, Ignacio Solares y Joaquín Armando Chacón) se establecieron en la capital, publicaron mucho allí y siguen vigentes.
¿Qué podía pasar, pues, a un escritor lagunero que tomara la decisión de no abandonar el solar doméstico? En los hechos, era una especie de autocondena, optar por la oscuridad definitiva en vez de buscar la luz posible. Aunque nunca lo he contado con detalle, alguna vez intenté irme, pero no al DF, sino a estudiar en Estados Unidos. Surgió una diminuta posibilidad y quise aprovecharla, pero a la hora buena algo salió mal y desde entonces me prometí ser fiel a la pequeñez literaria de mi polvosa patria chica. El matrimonio y otras vicisitudes (vicisitudes como el hecho de ser padre en tres ocasiones) me afincaron inexorablemente en La Laguna y cuando volví a pensar en la salida ya era demasiado tarde.
Pero llegó internet. Con este recurso a disposición ahora es fácil mantenerse al tanto de lo que uno quiera. Lo que antes era difícil de obtener, la información, ahora está a merced de cualquiera. Esto, sin embargo, no lo es todo. Por más que se haya facilitado la comunicación, un escritor lagunero que viva en la comarca no puede acceder con facilidad, por ejemplo, a los círculos editoriales del DF. He comprobado que la superabundancia de correos electrónicos impide que uno sea atendido, que los proyectos sean por lo menos observados. El camino de las cartas impersonales está prácticamente cerrado. Quiero decir con esto que si uno cree que tiene una obra meritoria y envía su propuesta a la capital, lo más probable es que no ocurra nada. El internet no sirve en este caso, pues nadie se tomará la molestia de atender a nadie por la modesta vía del mail. Así pues, como todo en este país, es necesario un mínimo contacto personal, una mínima amistad, lo que sea, para que las propuestas no se pierdan en el limbo de la correspondencia electrónica.
El otro camino es el de los concursos. Finalmente, es tan azaroso como el de los contactos personales, pero si se obtiene un dictamen favorable no sólo cae un poco de dinero, sino la posibilidad de publicar en sellos que de verdad le den al libro una mejor distribución. A estas alturas habré publicado seis libros en la capital. De ninguno he recibido beneficios económicos que me permitan presumir de desahogo, si siquiera del que lleva una edición y dos reimpresiones. Por supuesto que no. El éxito de un escritor provinciano, por muy grande que sea, es minúsculo si lo comparamos con el éxito de un escritor radicado en la capital. Pero no me quejo. Lo bueno de esas publicaciones es que me han permitido asegurar ahora que no todo está perdido para un escritor que no sale de La Laguna por decisión personal u otras circunstancias. Algo se puede lograr si uno trabaja, si uno intenta romper con la inercia que nos ata al aislamiento y al silencio. Yo sigo en eso, intentándolo.