miércoles, octubre 31, 2018

De niños para niños



















Hace 18 años mi hija mayor tenía tres y daba problemas a la hora de dormir. Para bajarle la pila hice lo que algunos padres: leerle cuentos adecuados a su edad. Descubrí que con tal de no sucumbir al sueño mi pequeña admitía de buen grado la lectura de tantas historias como yo quisiera compartirle, así que a veces éramos capaces de atravesar un libro entero en una sola sesión de cuentos. Ese descubrimiento me llevó a otro: si la niña se negaba radicalmente a dormir, le enseñé a leer poco antes de los cuatro años. Así, entre leer y escribir se fueron esas horas de la noche en las que no es temprano ni tarde para un pequeño, digamos que entre las ocho y las diez.
Más o menos a sus cinco años, ya con mi hija entrenada en las palabras, ocurrió otra casualidad. Yo escribía en mi computadora de escritorio, de esas que tenían un monitor parecido a un tanque de guerra, y mi hija merodeaba por allí. Cierta vez la senté en mi regazo, abrí un archivo nuevo de Word, y como ya reconocía las letras, la dejé escribir un cuento. Operó entonces un milagro: ella comenzó a escribir, letra por letra, con gran lentitud, “La tortuguita nadadora”, su primer relato. Eran apenas tres renglones, pero ya estaban allí la creación de un personaje, de una trama y de un desenlace. Fue entonces cuando pensé en una idea y la puse en práctica: dado que el teclado qwerty (que a mediados del siglo XIX inventara Christopher L. Sholes) tiene las letras ordenadas de acuerdo a una lógica digital algo complicada para los niños, le dije a mi hija que me dictara sus cuentos, y así lo hicimos. Ella dejaba fluir la imaginación, inventaba sin pensar dos veces sus historias, y yo escribía sin retocar ninguna peripecia. Si ella me decía, textual, que un osito caminaba por la plaza del Eco, yo escribía exactamente que un osito caminaba por la plaza del Eco. El chiste era no lastimar su imaginación, dejar que cada hecho fuera el que ella proponía, sin intermediación de mi lógica de adulto. Realicé pues un trabajo de mero secretario, de amanuense. Lo que sigue fue que a los seis años hice una sencilla edición de su primer libro (Corazón de nuez y otros relatos, 2003) y hasta llegamos a presentarlo con público, brindis y toda la cosa.
Al final de aquel libro tomé la precaución de añadir un epílogo explicativo donde conté el proceso mediante el cual mi hija creó sus ficciones. También lo hice para aclarar lo obvio: que mi hija no era una niña genio, sino una pequeña como cualquier otra con la única ventaja de que su padre la alentó a escribir en absoluta libertad. Eso me llevó a reflexionar en otro asunto: durante muchos años, y aún hoy, los libros para niños son fundamentalmente escritos por adultos que articulan textos llenos de diminutivos, duendes y abundantes misterios. ¿Pero qué pasa si un libro para niños es escrito por un niño? ¿Funcionará igual? ¿Pero qué pasa si un libro para niños es escrito por un niño? ¿Funcionará igual? ¿Pueden los niños ser atrapados con una ficción construida por un semejante de su edad? Creo que todo esto es posible, y pese a que los niños no tienen las destrezas de un escritor profesional, tienen algo mejor: el candor, la mirada fresca y una bienvenida indiferencia a la lógica de las ideas que se nos afianza en la edad adulta.
Si un niño dice que un osito camina por la plaza del Eco o va al estadio Corona para ver al Santos, todos debemos aceptar lo que hace el osito, cómo no. Para eso es niño, para que su imaginación vuele y se expanda, para que sus personajes hagan lo que les venga en gana. Esto, de paso, nos permite ver, desde otro punto, cuáles son los intereses del niño, cómo percibe su realidad, de qué manera ha introyectado la realidad que lo rodea.

sábado, octubre 27, 2018

María Rosa Fiscal: los frutos de la inconformidad




















En 2016 fue publicado Naranja dulce, limón partido, memorias de mi amiga María Rosa Fiscal, escritora duranguense. Ella me pidió que se las prologara, lo que hice gustoso. El libro, publicado por el ayuntamiento de Durango, circuló, creo, poco, así que aquí quisiera compartir al menos un fragmento de mi prefación:
Los once capítulos que componen esta memoria son el hermoso testimonio de una vida dedicada a la inconformidad, la inconformidad de la maestra, escritora y traductora María Rosa Fiscal. Nacida en la ciudad de Durango en una época en la que el destino de la mujer era predeterminado por las fuerzas de la tradición y la costumbre, María Rosa decidió romper con aquel porvenir más o menos establecido para entregarse de lleno a la búsqueda de caminos inhabituales. Movida por su esencial inconformidad y su apetito por descubrir, desafió a la suerte y en su marcha encontró países, idiomas, estudios, libros, museos, amigos y mil y una experiencias dignas de nuestra emoción y nuestro respeto.
Todavía hoy, en esta era de comunicaciones instantáneas y personales, suena audaz que una joven emprenda lo que hace varias décadas intentó y realizó la admirable María Rosa. Si pensamos en las dificultades de aquel tiempo para hacer una llamada telefónica de muy larga distancia, y si pensamos en las características inocultablemente conservadoras de nuestra provincia, la autora de este relato rompió la camisa de fuerza que la detenía en Durango y le aseguraba un futuro sin aventuras ni sobresaltos, cómodo y casi ajeno al azar. El premio es lo que narra esta memoria: la emocionada aventura de un ser humano vital, íntegro, pleno de gusto por el conocimiento, el trabajo y la amistad, gusto que queda testimoniado no sólo con palabras, sino también con imágenes, complemento ideal e imprescindible en todo libro de esta índole.
La historia de María Rosa ha estado llena de desafíos. El de su carrera profesional no fue el primero, pero sí el que comienza el relato de su vida en este libro, casi como si arrancara —al estilo de ciertos textos ficcionales— in medias res: el 7 de junio de 1979, ya con un trabajo alimenticio a su cargo, consumó sus estudios profesionales en Letras, lo que ella denomina “Un parteaguas en mi vida”. En efecto, aunque en este punto del relato no sospechemos lo que hubo antes ni lo que habrá después, el hecho de que una joven estudiante de provincia haya concluido con éxito su carrera en la UNAM, casi sin más apoyo que su propia voluntad, es la mejor entrada para un libro de memorias. Su autora sabe que tras convencer a sus sinodales en la Universidad Nacional algo ha estallado, que el futuro le depara una vinculación estrecha con la literatura, y no se equivocó.
Organizada en once trancos, esta memoria nos comparte la aventura de una vida en la que participan muy visiblemente el deseo, el azar y la capacidad para decidir, y es impresionante advertir su imbricación en el relato: en cada acción convergen el ánimo de alcanzar algo —de avanzar honradamente en la vida— y el azar que sin querer va trabando y destrabando circunstancias para que al final llegue la decisión de quien ahora reconstruye en el recuerdo toda su vital andanza. En general tengo la impresión de que María Rosa combinó muy bien su voluntad y sus decisiones con las realidades que la vida fue planteando en su camino, y por lo visto salió airosa.
En “Las casas de mis amores”, segundo momento de la memoria, traza el recuerdo de los espacios infantiles, su relación con la familia extensa y los periplos vacacionales siempre felizmente evocados. No creo exagerar si afirmo que estos pasajes son entrañables porque dibujan el clima íntimo en el que se formó la autora, el tiempo en el que fueron colocados los cimientos que en el porvenir le darían solidez al edificio. Quiero lamentar, sin embargo, que el relato sobre el asombro infantil no tenga un desarrollo más amplio, así que muy pronto salimos de esa etapa y entramos en el mismo capítulo a la primera radicación deefeña de María Rosa, a su estancia en Washington, lugar donde, ya lo leerán, tomó una de las decisiones más importantes de su vida.
Y a propósito, no debe sorprendernos la presencia de los viajes en la vida de María Rosa. Todavía hoy, como ya dije, mueve a perplejidad que una jovencita de aquellos años haya tenido los arrestos para enfrentar realidades desconocidas con una entereza que provoca envidia. Antes de articular la descripción de varios viajes la autora se detiene, durante al menos tres capítulos, en el relato de sus experiencias formativas. En “Días de escuela”, “Tardes de lectura” y “Un año de estudios en el Southeast Missouri State College”, María Rosa nos regala con la minuciosa remembranza de sus aprendizajes: el inglés y el francés, el baile, la primaria y la secundaria. Luego la preparatoria entre puros varones (otro desafío), la importancia de sus tías como inductoras al mundo de la lectura entendida como el mejor de los hábitos, el titubeo entre las letras inglesas y francesas, y al final la decisión de amarlas casi por igual. Inmediatamente después de lo anterior, la autora reconstruye el año impecablemente maravilloso en el Southeast Missouri State College y su deslumbramiento ante la cultura de las posibilidades materialmente infinitas que le ofreció Cape Girardeau.
El capítulo intermedio titulado “Una gran aventura en automóvil a través de los Estados Unidos” es de los más jocosos porque allí es narrado eso, un viaje con amigas que si no fuera porque ella lo cuenta sería casi una road movie de jóvenes con algo, o mucho, de espíritu hippie. Es este, quizá, el apartado donde María Rosa mejor despliega su genio humorístico y no sólo eso: ignoro si para escribir su memoria recurrió a un cuaderno de notas o apeló sólo a su memoria, esto porque en cualquier caso hay debajo de cada párrafo una observación exquisita de la belleza concentrada en los paisajes y un agudo análisis de las costumbres que la relatora encuentra en todo recorrido.
María Rosa tiene la habilidad narrativa para ingresar con gracia y soltura al árido tema de lo laboral. En “La construcción de una vida de trabajo” nos lleva a conocer su experiencia en el Banco Interamericano de Desarrollo, y es poco después cuando el relato de esta vida vuelve al principio de la narración, al pasaje que la pondrá cerca de su examen profesional en la UNAM: “En 1972 tomé tres decisiones trascendentales que cambiarían el rumbo de mi vida: por una parte, me independicé de la familia y alquilé mi propio departamento;  renuncié a mi puesto bien remunerado como secretaria bilingüe y entré a la universidad”. En efecto, esas decisiones marcaron el rumbo de lo que venía, un porvenir que luego, tras la consecución de su título, derivó en trabajo docente, investigativo y ensayístico, es decir, pleno de literatura.
Después de años y años en esa dinámica, María Rosa decidió recorrer mundo. Se dio sus mañas, ahorró, buscó buenas oportunidades en el mercado e hizo tours larguísimos, viajes y más viajes por Europa, por Sudamérica y por nuestro país. Se trató de recorridos (digámoslo así) culturales, paseos con ingente apetito de aprender, formativos, no viajes de paseo o de mero shopping. Y otra vez, como en todos los lugares del libro en el que visita sitios ajenos a su entorno, agudiza la mirada y pone su recuerdo al servicio de la inteligencia.
Tras los paseos, vuelve al DF y entonces aparece el capítulo “La ciudad irá en ti siempre”, sección donde brilla como sol una pregunta, el autocuestionamiento sobre el retorno: “¿Por qué regresé a Durango? Nadie me llamó. Nadie me ofreció un puesto con buen sueldo. Y luego, cuando ya estaba aquí, ¿por qué fui cobarde y no me arriesgué a regresar al Distrito Federal como se pudiera? Son preguntas que me han desvelado muchas noches. Ya he narrado —y es la verdad— que vine porque había comprado una casita que sirvió para arraigarme (yo, que siempre había sido una desarraigada); sin embargo, hay otras circunstancias que contribuyeron a mi retorno”.
Hasta aquí podemos pensar que María Rosa deja caer en su memoria, sin vacilar, logros y más logros, puros números negros. Ninguna vida puede darse ese lujo, y ella lo sabe. Tarde o temprano vemos hacia el pasado y notamos que una decisión tomada o no tomada nos ha mandado a tal o cual derrotero, y jamás sabremos “qué hubiera pasado si…”. Es grato leer en esta parte a una María Rosa algo escéptica de su propia trayectoria, aunque también segura, como nosotros, de que, pese a todo, los frutos allí están en libros, artículos, clases, traducciones y, en suma, en una carrera ejemplar desde que fue contratada en su primer trabajo hasta el último, hasta los que por estos días sigue asumiendo con la disciplina y la responsabilidad de siempre.
La memoria de María Rosa Fiscal, a quien quiero y respeto como alumno y como colega, es o puede ser una gran motivación para las mujeres y un obsequio espeso de sentido para los hombres. Ella, que ha admirado siempre a la inmensa Rosario Castellanos, no la ha defraudado; aquí, en este puñado de páginas, está su vida para que veamos a lo que puede llegar la sana inconformidad, la inconformidad constructiva, la inconformidad que da.
Permítanme este arrebato final: lo mismo que he opinado sobre pocas, sobre muy pocas personas, opino sobre María Rosa: este mundo sería mucho mejor, notablemente mejor, si hubiera más seres humanos como ella.
Los convido a leer su vida y confirmarlo. Pasemos.

Comarca Lagunera, 12, mayo y 2015

miércoles, octubre 24, 2018

Adiós al popote














La primera señal me llegó una tarde cualquiera en un restaurant cualquiera. Cenaba con mis hijas y cuando llegó el mesero con nuestras bebidas, mi hija más pequeña, de catorce años, alejó su popote y dijo algo enigmático:
—Papá, ya no hay que usar popotes.
Mi reacción favorable fue inmediata, pues ya en muchas ocasiones había pensado en la necedad de usar ese tubito de plástico que en otros lugares no es denominado con el nahuatlismo popote, sino con palabras como sorbete, bombilla o cañita. Pensé que mi hija había hecho el mismo razonamiento, pero no era así. Ella había visto no sé dónde una campaña que buscaba impulsar la discriminación del popote como adminículo para beber, y así, poco a poco, lo marginamos sin mayor conflicto en cada nueva oportunidad de usar popote en restaurantes. Tampoco quiero decir que la medida familiar lleva mucho de instaurada. Ha pasado un apenas un año, según recuerdo, y nos ha funcionado bien, nos agrada.
Lo que pensé como una política familiar, sin embargo, ha persuadido a buena parte de la población. Supongo en este caso que, ayudados por las redes sociales, los jóvenes han sido difusores fundamentales de esta campaña tal y como lo han sido de muchas otras iniciativas relacionadas con la responsabilidad civil en un mundo plagado de calamidades ambientales. En este sentido, se puede afirmar que si un gobierno desea que cale hondo una nueva conducta es pertinente que se apoye en los jóvenes: si ellos son convencidos de las bondades de una iniciativa, no será luego tan difícil que ésta sea adoptada por la mayoría.
Hace unos días, por ejemplo, reiniciaron las clases en la universidad donde trabajo, la Iberoamericana. Tengo allí horario corrido, lo que me obliga a utilizar al menos el servicio del comedor para la ingesta de mediodía. Además de usar las mesas del lugar, uno puede pedir “para llevar”, y sin cargo extra le sirven el platillo en un contenedor tripartita del llamado unicel, a lo que se puede sumar el vaso desechable de la bebida, los cubiertos y el popote, todo de plástico. Pues bien, para el semestre que corre cambió la política en este servicio: por disposiciones de nuestra autoridad universitaria ya no se servirán platillos para llevar en recipientes desechables, ninguno. Se usarán, para el caso, de vidrio, cerámica, barro o plástico rígido, todos reciclables.
Pese a que en un principio la medida generó algunas incomodidades, creo que ha sido muy bien recibida y por ello acatada, es decir, que ningún alumno se quejó. Para mí fue como volver, al menos en mi ámbito laboral, a los usos y costumbres de hace treinta años, cuando la comida para llevar se servía en papel canela (también llamado “de estraza”) o en recipientes que aprontaba el mismo consumidor, tal y como todavía se usa con el menudo dominical en muchos barrios.
Esto parece una poquedad, pero si lo vemos con atención, en una quincena de trabajo en la universidad ya no fueron usados decenas de recipientes, lo que a la larga totalizará una suma importante de plásticos que no irán a parar en basureros.
En resumen, un popote menos es un popote menos. Todo ayuda.

lunes, octubre 22, 2018

Acceso a Tomar la palabra*




















Las abundantes páginas que el lector tiene en sus manos son un testimonio bibliográfico, el segundo ya, emprendido por el profesor Gabriel Castillo Domínguez para pensar y ejercer la educación mediante la palabra escrita. Digo pensar y ejercer, al mismo tiempo, porque Tomar la palabra II es precisamente eso: un ejercicio de reflexión personal sobre la educación y sus orillas que a su vez se convierte en una manera de educar, de educar sobre el tema de la educación a partir de la escritura, que acaso es la menos perecedera forma de la enseñanza.
Armado de experiencias y lecturas parejamente ricas, Castillo Domínguez articula en las páginas de este libro un proyecto que alienta el imperativo de colocar a la educación en un pedestal que nos permita apreciar la relevancia que ella entraña. Porque querámoslo aceptar o no, todo pasa por el tamiz educativo, de suerte que nuestra sociedad empeora, se estanca o mejora en la medida en la que su sistema de enseñanza se anquilosa o se dinamiza.
En Tomar la palabra el autor ha querido enfatizar que su tema eje reviste una importancia central entre las prioridades del país. Por eso su examen acucioso de coyunturas políticas y de orientaciones y planes del Estado, y por eso también su mirada crítica en torno al rol de los maestros en la actualidad educativa mexicana. En este sentido, Castillo Domínguez interpela al maestro, al hombre de carne y hueso que trabaja en el aula y tiene la responsabilidad de formar; con él aspira dialogar, a él, principalmente, están dirigidas estas ideas que en su momento formaron parte de la columna Paideia publicada semana tras semana en el diario Milenio Laguna.
El autor ha articulado el conjunto de sus textos en cinco grandes apartados. “Magisterio”, “Educación”, “Sociedad”, “Política” y “Cultura”. En estas estancias, todas claramente delimitadas, son espigados comentarios que evidencian su preocupación por indagar en todos los recovecos posibles del quehacer magisterial. Dado que el asunto vertebral del libro es complejo, Castillo Domínguez secciona sus partes y permite a los lectores un adentramiento cuidadoso en cada subtema. Así, por ejemplo, en “Magisterio” aísla y discute el candente problema de la llamada “reforma educativa” que tanto ha dado de qué hablar durante el sexenio que va de 2012 a 2018; examina asimismo, en este rubro, la trascendencia del quehacer sindical serio y comprometido, el caso de las movilizaciones y la revaloración del profesor como agente de cambio.
En la segunda estancia, “Educación”, centra su mirada en la acción educativa en sí, en los variados ángulos desde los cuales podemos observar y discutir el imperativo de formar mejores generaciones de maestros que a su vez edifiquen mejores generaciones de estudiantes. No escapa a su examen, por supuesto, el debate sobre el papel de los nuevos modelos educativos en el contexto de la revolución informática, sobre el bullying como problema generalizado, sobre la lectura como urgencia y la matemática como rezago histórico, entre otras muchas preocupaciones.
No tan amplio como los anteriores aunque no por ello menos intenso, el apartado “Sociedad” trabaja en torno a tópicos de interés más abierto como la llamada “civilización del espectáculo” caracterizada, nos explica el autor, “por la actitud simplificadora de los individuos, orientada a la homogeneización, a la uniformidad y donde la gente padece una especie de adicción por el entretenimiento”, que, como se puede concluir, determina en grandísima medida el comportamiento y las expectativas del estudiante dentro del espacio escolar. Aquí mismo reflexiona sobre la juventud y la vejez actuales en relación con la falta de oportunidades y la desigualdad, estragos que representan dos de los lastres más dolorosos en el México contemporáneo.
“Política” es un tranco de larga zancada en esta segunda andanza de Tomar la palabra. No podía ser de otra manera, dado que la educación se ha visto atravesada en nuestro país por un sinnúmero de conflictos que la mayor parte de las veces obedece a intereses económicos de grupo y a reacomodos electoreros, de ahí las permanentes internas y la manipulación que en el espacio sindical han querido convertir al magisterio en un ente cautivo de la politiquería. Gabriel Castillo analiza, comenta, critica el acontecer político del país en relación con lo educativo y, siempre con argumentos, especula sobre aquello que más podría convenir a la sociedad en tanto recipiente de la educación, no a las camarillas que se disputan privilegios. En este terreno, pues, no desdeña la política, es obvio, pero la propone como instrumento de cambio por el bien del maestro y de la educación pública nacional, no como arma de logreros.
Por último, el apartado “Cultura” ara sobre una parcela temática que preocupa al autor tanto como las anteriores y orbita en la elipse de esta pregunta retórica: ¿es posible el renacimiento de maestros como los de la vieja guardia, es decir, profesores abiertos al infinito conocimiento adquirido por medio de las artes y las ciencias? El autor nos comparte comentarios sobre libros, música, pintura y personajes que nos invitan a pensar en la cultura general, plural, amplia, como una herramienta de transformación social que el maestro debe manejar si su propósito es alcanzar una “M” mayúscula, una “M” de Maestro.
Juzgo, en suma, que Tomar la palabra nos depara un recorrido placentero tanto por la pulcritud de su forma como por la hondura de su fondo. Si bien es el maestro su lector modelo, su lector meta, no dudo en afirmar que todos encontraremos aquí pues de alguna manera todos somos, al alimón, alumnos y maestros reflexiones estimulantes y muy agradecibles.
Bienvenidos a esta dilatada e inteligente conversación con Gabriel Castillo Domínguez.

*Prólogo a Tomar la palabra II, de Gabriel Castillo Domínguez, 2018, 388 pp.

miércoles, octubre 17, 2018

De erratas y derrotas




















Quizá nadie sabe más de erratas, de lo que fastidian y de lo que duelen, que quienes tenemos la suerte o no sé si la desgracia de editar libros, revistas y/o periódicos. Pero no sólo nosotros, claro. Los autores las cometen y las resienten cuando no las cometen, y los lectores las subrayan como para clavar más hondo el puyazo en la piel del editor. Por eso digo que este oficio tiene su lado lindo: hacer las cajas, escoger la tipografía, determinar si el arranque de los textos se acicalará con una bella capitular, ver en qué sitio queda bien algún renglón en versalitas... Eso, la parte del diseño general, es una chamba por lo común grata y hoy, gracias a los programas de computadora, algo mecanizada luego de decidir los parámetros de cada cosa.
Lo difícil no es eso, sino leer y releer el contenido no sólo para pescar las erratas del autor, que por lo general vienen porque vienen en el original, sino para que el texto avance en la tesitura que le corresponde, sea poética, narrativa o de prosa expositiva, sea sobria o lúdica, sea conservadora o experimental. Entonces, sea cual sea el caso, leer y releer —y en ese trance corregir en acuerdo con el autor, si se puede— es el oficio real de quien edita, y no sólo pasar un documento de Word a otro programa sin detenerse a pensar en las sutilezas de la escritura.
Pese a los cuidados extremos, sin embargo, las erratas siguen floreciendo. La tecnología moderna ha logrado, creo, aplacar su funesta aparición, pero no las ha vencido. Antes, cuando las publicaciones se componían a mano, de manera artesanal, sin electrónica, con tipos móviles, las erratas podían multiplicarse a grados escalofriantes, todo dependía muchas veces de que el cajista tuviera sueño o fuera muy desenfadado para que cualquier párrafo viera aparecer, de la nada, pifias de todos los colores.
Neruda opina al respecto en un textito titulado “Erratas y erratones” (del libro Para nacer he nacido, Seix Barral, Barcelona, 1978). Comenta allí que la narrativa puede padecer erratas sin desmoronarse, y confía en que el contexto ayuda a subsanar cualquier error. La poesía, al contrario, es una arquitectura tan delicada que cualquier cambio puede echar abajo el edificio de lo escrito. Comenta el caso de su próximo libro (próximo hasta el momento de escribir “Erratas y erratones”); dice que al revisar las galeras encontró que, gracias a los duendes de la zancadilla tipográfica, donde decía “el agua verde del idioma” le cambiaron a “el agua verde del idiota”. Espantoso. Luego narra una anécdota ocurrida a su amigo Manuel Altolaguirre, poeta y editor. Cuenta que tras editar un poemario, Altolaguirre se vio con el autor, a quien le aseguró que el libro no contenía errores, “Pero al abrir el elegantísimo impreso, se descubrió que allí donde el versista había escrito: ‘Yo siento un fuego atroz que me devora’, el impresor había colocado su erratón: ‘Yo siento un fuego atrás que me devora”.
Las erratas son invencibles. Lo bueno es que a veces hacen de lo trágico algo cómico. Viéndolo bien, no es poco logro.

sábado, octubre 13, 2018

Amanecer de América













Vuelvo por obligaciones docentes y mucho más por gusto al Diario del almirante y su testamento, de Colón. Ayer, en el aniversario 526 de la gesta, volví a pasar los ojos por allí. Algunas de sus páginas, como digo, son materia de comentario y en ocasiones de discusión frente a mis grupos, ya que dan pie al debate sobre el llamado “encuentro” o “choque” de dos mundos. A lo largo de mis años en el aula he advertido que los alumnos reciben con una mezcla de interés y desconcierto las descripciones asentadas por Colón durante su viaje, el diario en el que fue trazada la primera aventura con registro textual entre Europa y el también llamado, eurocéntricamente, “Nuevo Mundo”.
El almirante, como sabemos, comenzó su relato apenas zarpó. De éste no hay copias, originales de su puño. Lo que tenemos es la transcripción que hizo fray Bartolomé de las Casas, quien, papeles del genovés en mano, transcribió pasajes enteros y otros los resumió “con sus palabras”, lo que en metodología moderna se llama “cita resumen”. El español de Colón no es el español actual, por supuesto. Es un español que ahora nos parece sintácticamente torturado y en el que aparece algo de léxico en desuso, uno que otro arcaísmo (se le llama así a las palabras viejas y ya caducas para significar, con hipérbole, que fueron acuñadas en tiempos del arca bíblica). Si uno hace el esfuerzo y logra adaptarse al estilo colombino, la crónica es harto interesante, un tesoro de documento venturosamente salvado del olvido y la polilla.
Esto, asentado el 11 de octubre de 1492, es claro: “Tuvieron mucha mar y más que en todo el viaje habían tenido. Vieron pardelas y un junco verde junto a la nao. Vieron los de la carabela Pinta una caña y un palo y tomaron otro palillo labrado a lo que parecía con hierro, y un pedazo de caña y otra hierba que nace en tierra, y una tablilla. Los de la carabela Niña también vieron otras señales de tierra y un palillo cargado de escaramujos. Con estas señales respiraron y alegráronse todos”. Lo único difícil para nosotros radica aquí, un poco, en el léxico, pero lo resolvemos si acudimos al diccionario: “pardelas” (aves, como gaviotas); “escaramujos” (donde puede referirse a una planta o a un crustáceo también llamado “percebe”); el caso es que, para Colón, son señales de tierra próxima, de ahí que se alegre. Más adelante, ya el 12 de octubre, asienta que los nativos de Guanahaní, la isla donde los europeos tocaron tierra, hacen lo siguiente: “Ellos vinieron a la nao con almadías, que son hechas del pie de un árbol, como un barco luengo, y todo de un pedazo, y labrado muy a maravilla, según la tierra, y grandes, en que en algunas venían cuarenta o cuarenta y cinco hombres, y otras más pequeñas, hasta haber de ellas en que venía un solo hombre. Remaban con una pala como de hornero, y anda a maravilla”. Los nativos se acercan pues a los barcos europeos en almadías —luego llamadas “canoas”— hechas de un tronco largo y tallado en las que viajan de una a cuarenta personas, y se desplazan con un remo como pala de panadero (“hornero”), y lo hacen con pericia.
Esta es la primera crónica de América escrita en español. Lo que vino después fue una vidriosa mezcolanza de vilezas y heroicidades, el doloroso parto, hasta hoy, de nuestro mestizaje.

miércoles, octubre 10, 2018

Bibliovicioso














Tengo varios amigos que han pasado sosegadamente, sin trauma, del papel a la tableta de lectura. Me cuentan maravillas que de cualquier manera intuyo debido a que no estoy tan lejos de ese mundo: los libros cuestan menos, no tienes que esperar a que lleguen sino que los descargas de inmediato, no acumulan polvo, no son agobiantes en las mudanzas, puedes tener bibliotecas enteras a merced tanto de libros con derechos como de piratas, puedes leer en la noche sin necesidad de lámpara, son portátiles al grado de que puedes cargar con una biblioteca entera a la playa o al picnic. Pues sí, los libros digitales tienen todas esas ventajas y quizá otras menos evidentes, pero sigo prefiriendo los de papel.
No soy, sin embargo, retrógrado, es decir, no veo mal que los conversos disfruten libros electrónicos y presuman sus bondades. Me parece, al contrario, maravilloso que así sea, pues un apasionado de esos soportes al final de cuentas hace lo importante: lee. Hago lo mismo que ellos, debo aclarar, pero básicamente cuando se trata de periódicos y revistas. Todos los días leo artículos, columnas, reseñas, crónicas, ensayos y demás en pantallas chicas y grandes, pero el material escrito que me toca más profundamente habita libros en soporte tradicional. Esto significa que no me veo leyendo una novela, cuentos o poemas en dispositivos luminosos, sino en papel, casi sólo en papel.
En los años que cubren de 1993 (cuando compré y usé mi primera computadora) al presente no me he dejado persuadir por el libro literario electrónico. Supongo que para mí llegó tarde, que cuando comenzó la lectura digital yo ya estaba hechizado por las letras de tinta. En estos días descubrí una explicación que me ayuda a responder(me). La da Gonzalo Celorio (Ciudad de México, 1948) en su libro De la carrera de la edad (FCE, 2018, p. 167), tomo I que compila sus textos de carácter, sobre todo, ensayístico. Dice el autor de Amor propio: “… desde entonces [desde la niñez, cuando comenzó a sentir el deseo de que fueran suyos los libros que leía], sin padecer las obsesiones del bibliófilo que se afana en encontrar tal o cual edición de una determinada obra y en ocasiones llega a olvidarse del contenido por el gusto que le provoca el continente, he adquirido el vicio de los libros. El deseo de posesión puede ser mayor aun que el interés específico que la obra me despierte o que la posibilidad real de su lectura. Precisamente por eso se trata de un vicio y no de una virtud”.
Sí, es un vicio, y miren si no: hace pocos días me mudé de departamento y a medio trance, mientras guardaba y trasladaba libros, con lumbalgia y otros malestares atañederos al esfuerzo y a la edad, los maldije. Luego, ya acomodados en su vistoso espacio nuevo, celebré tenerlos a la mano y poder leerlos, releerlos, saber que en silencio me acompañan.

sábado, octubre 06, 2018

Una muerte bien colocada




















En una de mis muchísimas incursiones a la lucha libre me tocó ser testigo de un acontecimiento que juzgo, sin exagerar, surrealista, y eso que el surrealismo es ingrediente sine qua non de ese espectáculo: en la pelea estelar, una de relevos australianos, el anunciador presentó a Pedro Infante, y de los vestidores salió un tipo con vistoso atuendo de charro que mediante play back “cantaba” la jocosa ranchera “Yo soy quien soy” (“y no me parezco a naiden”). Conforme caminaba por el pasillo hacia el ring, pude certificar que el Pedro Infante apócrifo en efecto le daba un aire al Pedro Infante fílmico, de suerte que aquello casi me rebasó en términos de asombro. Poco después, el clon del ídolo de Guamúchil subió al cuadrilátero y se despojó del atavío charro para quedar en malla de luchador, y ya sin sombrero dejó ver incluso las entradas en la frente con las cuales daba más el gatazo al personaje imitado.
Al sentir el alboroto del público, pensé otra vez en lo afortunado que fue nuestro Pedrito al morir joven, en la cima de su fama. Gracias al accidente aéreo en Yucatán, conservamos en la memoria su aspecto joven, de Adonis vernáculo. Si hubiera vivido y llegado a la vejez, no sólo no se hubiera dado “el efecto Pedro Infante” que inmortaliza de golpe a “los famosos” desaparecidos prematuramente como Gardel, Lennon, Selena, Sal Sánchez y muchos más, sino que acaso lo recordaríamos nada más en pleno ejercicio de su decrepitud. Morir joven no es, a veces, tan terrible, pues la leyenda espera y trae a cuestas una idealización que casi santifica.
Toda esta bisutería vine a pensar cuando hace unos días tomé El concepto de ficción (Planeta, 1997), del gran Juan José Saer. Fue, hasta donde sé, uno de sus pocos libros de ensayos, y en él incluye el titulado “Roberto Arlt” que arranca: “Para los griegos, morir joven era un acto de desmesura. Si comparamos la retirada brusca de Arlt con la persistencia borgiana, que se disemina en banalidades, advertiremos tal vez que, en ciertos casos, una muerte bien colocada puede llegar a tener, como él decía, la eficacia de un cross a la mandíbula”. Arlt murió a los 42, y en ese corto tramo de vida dejó una obra que para muchos es indispensable por su exploración del mal, de la incertidumbre, del flanco sombrío y turbulento del animal humano.
No hay regla en esto, claro, pero creo que la franja creativa más importante del escritor anda entre los 35 y los 45 años, poco más o menos. Hay casos de precocidad inusitada, o de impetuosa producción en la vejez, pero en general los mejores frutos cuajan, como digo, en un cierto periodo de la vida. Dante publicó el “Infierno” de la Divina… a los 39; Cervantes, la primera parte del Quijote a los 47; Flaubert, Madame Bovary a los 36; Cortázar, Rayuela a los 49; Rulfo, Pedro Páramo a los 37; García Márquez, Cien años de soledad a los 39. Para un artista que ha dado sus productos más ricos en esos lapsos aproximados, sufrir “una muerte bien colocada” quizá no sea tan mala noticia. El efecto Pedro Infante puede darse y durar incólume durante décadas.

miércoles, octubre 03, 2018

Una bandera viva




















La onda expansiva del 68 fue tan grande que cincuenta años después sigue siendo un tema propicio para pensar en México. Tengo para mí que su verdadero saldo aún no lo vemos pese a los muchos beneficios que trajo consigo la lucha ejemplar de miles de jóvenes y no tan jóvenes, mujeres y hombres que en la etapa previa al 2 de octubre habían salido a las calles porque en el mundo, en efecto, se vivía una poderosa efervescencia cultural, pero también porque el sistema político mexicano “emanado de la Revolución” ya no daba para más en términos políticos y económicos. El autoritarismo que derivó en la matanza de Tlatelolco fue pues el punto de inflexión entre un pasado paternalista, cerrado y voraz, y un futuro que poco a poco se ha ido abriendo no como dádiva del poder, sino como resultado de luchas y reclamos populares irrenunciables.
Luego de la fecha trágica, el régimen pareció ceder un poco guiado por la mano populista de Luis Echeverría. Fue una finta, pues mientras LAE hablaba a las masas con oratoria de líder entrañable, reprimía y perseguía a cuanto movimiento le mostraba una oposición radical, de izquierda sobre todo, lo que trajo como resultado la llamada guerra sucia. En ese momento se dio el también famoso Jueves de Corpus, otra puñalada en la espalda de la voluntad juvenil.
El sexenio siguiente operó la reforma despresurizadora de Reyes Heroles. Muchas agrupaciones políticas otrora perseguidas salieron de la clandestinidad y comenzaron a articular un nuevo tipo de lucha, la que corre por la vía electoral. El régimen tomó oxígeno para dos sexenios más, pero la economía se desplomó con López Portillo y Miguel de la Madrid, quien al llegar a su sexenio tuvo que hacer añicos el débil marco democrático para imponer a Carlos Salinas mediante un fraude hoy legendario. El “sistema”, así, sobrevivió otros doce años, como muerto en vida. Luego vino la transición que tuvo más de pacto cupular que de transición, y comenzó la era de la violencia sin coto que se agudizó con la vuelta del PRI en el también sangriento sexenio que por estas semanas agoniza.
En teoría, la llegada de López Obrador a la presidencia es una especie de coincidente coronación tras medio siglo de luchas contra un régimen devastador. En parte, sólo en parte, es verdad, como también lo es que el 68 sirvió para viabilizar mayor pluralidad en los medios. Sin embargo, es pertinente insistir en que varias de las luchas anteriores al 68, y muchos reclamos del 68 mismo, tuvieron que ver con la necesidad de construir una sociedad justa en lo material, con mejor calidad de vida y oportunidades para todos. La pobreza actual de la mayor parte de los mexicanos, el insulto diario del salario mínimo, el desempleo y otras mil precariedades, obligan a que la efemérides del 2 de octubre no sea vaciada de contenido o sólo sirva como detonador de la nostalgia, sino que sea y siga siendo una bandera viva de justicia y bienestar para todos.