miércoles, noviembre 29, 2017

Don Roy*




















Ante la peligrosidad de improvisar unas palabras en medio de un trance como éste, he decidido escribir algunas líneas. Primero que nada, quiero dar gracias a todos los familiares y amigos que nos han comunicado su solidaridad ante la pérdida de mi padre. Desde el abrazo físico hasta el mensajito de Facebook, todo sirve como asidero afectivo ante la desaparición de cualquier querencia cercana. Gracias pues a todos. Lo valoramos mucho.
Mi padre, Rogelio Muñoz Macías, nació en San Felipe, ejido de Gómez Palacio, Durango, el 5 de abril de 1937, así que tenía 80 años recién cumplidos. Durante esas ocho décadas, poco más de seis las pasó en la orfandad, dado que perdió a su padre cuando apenas salía de la adolescencia. No tuvo, por ello, y aunque fue un niño despierto, oportunidades de estudio formal, salvo la escuela primaria. Desde muy joven, casi desde niño, salió a trabajar y fueron dos razones por las que logró abrirse puertas en modestos espacios laborales: su exquisita caligrafía palmer sumada a su habilidad para la aritmética, y su noción espartana de la responsabilidad. Jamás, ni sano ni enfermo, faltó a su trabajo, jamás inventó algo para no asistir a su espacio laboral. Como mis hermanos, cientos, miles de veces lo vi salir de casa rumbo a su chamba, y cientos, miles de veces, lo vi regresar con su familia. Nada había que pudiera desbaratar esa rutina, pues en materia de trabajo mi padre era un estoico. En este sentido, pudo afirmar que jamás consiguió un bien sin habérselo ganado honradamente.
Era un hombre sencillo, austero, cordial, educado en la urbanidad casi intuitiva de otras épocas. Al mismo tiempo era pícaro, ocurrente, lleno de chispa para las bromas repentinas y a veces hasta, como decimos, carrillento, de risa media, jamás de carcajada. Tenía sus maldiciones, sus groserías, pero eran light, bajas en calorías. Sus pasiones eran igual de sencillas: la comida, el beisbol y la cerveza, aunque no sé si acomodarlas en este orden. En cuanto a la comida, no debemos imaginar a mi padre en convivencia con platillos sofisticados. Su paladar de niño humilde lo acostumbró desde pequeño a los bocados populares de La Laguna, a la cocina de la cocina, no de los restaurantes. Mi padre podía probar un plato gourmet, pero lo que en realidad le gustaba era el sazón que conoció en su infancia y en su madurez, el sazón de mi madre, la comida lagunera que se consume a ras de suelo: las gorditas, los tamales, el menudo, el picadillo, los frijoles con queso y ya no le sigo porque en una de ésas se levanta a pedir que le sirvan su carnita con chile.
En cuanto al beis, él lo jugó de niño, adolescente y joven adulto con verdadera devoción. En mis recuerdos más remotos todavía lo veo preparar sus arreos de combate dominical desde el sábado en la noche. Era tanta su ansia por jugar, por batear, por atrapar, por barrerse, que desde el sábado acomodaba las medias sanitarias, la franela, la gorra, los picos como un samurái que al amanecer va a combatir. Nunca le gustó usar el uniforme sucio, manchado. Para él, el beisbol era un rito dominical, una liturgia que debía asumirse con respeto religioso. Luego, pasados los años, cuando su cuerpo ya no pudo dar los batazos que le vi pegar, pues era jonronero, se dedicó a seguir los partidos en la tele. El beisbol de este tiempo, por cierto, le parecía algo soso, muy contaminado por el interés económico, por eso se quejaba y decía una que otra grosería contra los jugadores “pasivos”, desapasionados, ustedes ya saben sin qué.
Mi padre no tuvo lo que denominamos “vicios”. Quizá le hubiera gustado tenerlos, pero lo jalaba más la responsabilidad y ese sentido muy suyo de la (voy a inventar una palabra) “catrinidad”, es decir, el hecho de no perder figura. Todavía el jueves llegó Rogelio, mi hermano más chico, a casa, lo vio enfermo, tendido en la cama, pero vestido, fajado, peinadito y con zapatos. Mi hermano lo regañó por no ponerse cómodo, por no embutirse una pantalonera y usar pantuflas. Pues no, mi padre jamás quiso dar una imagen de desarrapado, era muy celoso de su pinta de señor formal. Dije que no tuvo vicios, pero eso no quiere decir que fuera un santurrón. Le entraba a la cerveza con deleite, y sus hijos hombres le heredamos eso muy bien, tanto como la responsabilidad en el trabajo y con la familia. Su marca favorita de cerveza era cualquier marca. La única condición que se imponía para beberla era no hacerlo solo, y por eso una de sus máximas alegrías consistió siempre en tener cerca amigos, o de preferencia a sus hijos, abriendo botes y cantando las que a él le gustaban: rancheras, norteñas y de tríos.
Mi padre se fue, pero nos queda en el recuerdo que no tuvo agonía, que el dolor no lo acechó durante mucho tiempo, como él lo deseaba, ya que muy difícilmente hubiera permitido las generosas vejaciones de los hospitales. Fue un hombre bueno, y no es necesario retacarlo de adjetivos hermosos para describirlo; cuando los hombre buenos se van luego de haber dado tanto a los demás, debemos despedirlos con orgullo y con alegría por habernos convidado el privilegio de compartir con ellos una parte de nuestras vidas. Adiós, don Roy, y nuestra infinita gratitud por todo lo que nos regaló. Luis, Ana, Oswaldo, Humberto, Idalia, Rogelio, mi madre, sus 18 nietos, sus tres bisnietos, sus muchos parientes, sus muchos amigos y yo, lo mantendremos con vida en nuestros corazones.

*Texto leído en la misa celebrada para despedir a mi padre. Gómez Palacio, Durango, 27 de noviembre de 2017.

miércoles, noviembre 22, 2017

Años de/y juventud












Vi una entrevista a Paco de Lucía y en ella el monstruo de la guitarra afirma algo que alguna vez pensé, y pienso aún, casi con las mismas palabras. Dice que cuando él era joven se daba cuenta de que los viejos guitarristas se enojaban con los jóvenes que iban en ascenso mientras ellos, los viejos, perdían facultades y ya no daban para mucho más. Mostraban una actitud hosca y hasta trataban de cerrar el paso a los muchachos. Eso hizo que De Lucía se prometiera no ser así de viejo (“patético”, fue la palabra que usó), y al parecer no lo fue.
Bueno, toda proporción, eso mismo o algo parecido vi de joven en el mundillo literario local, y también secretamente me prometí no ser un viejo mezquino, un viejo negado a la necesaria emergencia del talento joven. Pues bien, ya soy algo grande y tengo muchos amigos jóvenes. Con todos trato de ser abierto y a todos trato de ayudar en lo que puedo. No es mucho lo que puedo darles, pero es lo que hay, es lo que tengo, y lo comparto cuando la ocasión se presta. Todo por haber llegado a la conclusión, hace muchos años ya, de que la miserabilidad de un viejo con los jóvenes es una de las manifestaciones más tristes, infértiles y lamentables de la envidia.
Lo contrario, dar lo que se pueda, es a la larga muy satisfactorio. Más allá de la producción propia que en ciertos raptos de sinceridad lo mismo aprecio que minusvaloro, según el estrés del día, me contenta mucho saber que en revistas, prólogos, reseñas, ediciones de libros o simples espaldarazos prodigados en cartas o en mensajitos pasajeros de redes sociales, (me) he dejado constancia de que mi promesa no ha sido incumplida.
Sé, porque hace más de treinta años las necesité sin recibirlas, del valor de unas palabras a tiempo, de la palmadita en la espalda que significa publicar por primera vez, de ser reseñado sin animosidad ni envidia. A veces podrá faltar tiempo para dedicarlo a los demás, pero cuando hay que poner el hombro hay que ponerlo, como me pasó hace poco con el joven poeta Miguel Amaranto o los inquietos muchachos del portal Red es poder, o también con los integrantes del taller literario del TIM, a quienes recién conocí y deseo ayudar en todo lo que permitan mis fuerzas y mi tiempo.
El caso es no autodefraudar una promesa. La misma que se hizo Paco de Lucía, la misma que en silencio rehidrato muy frecuentemente.

lunes, noviembre 20, 2017

Sobre Matar a Borges de Francisco Cappellotti




















Matar a Borges de Francisco Cappellotti: ficción, realidad ficcionalizada y realidad en un policial

Jaime Muñoz Vargas

Resumen
Desde hace más de medio siglo la obra de Borges se ha convertido en asunto de interés periodístico y académico al grado de constituir un tema de estudio mundial. Inagotables son los ensayos, las entrevistas y las biografías provocados por su obra, lo que ha transformado a su autor en uno de los personajes más populares de nuestro tiempo, en “icono”. En su condición, precisamente, de personaje ya famoso lo encara Matar a Borges, novela de Francisco Cappellotti, quien apela a recursos borgesianos para articular un relato policial que tiene como protagonista al autor de “El Aleph”. La presente aproximación tiene como propósito develar la estrategia de cruzamiento entre ficción, realidad ficcionalizada y realidad a la que recurre la novela de Cappellotti en el marco del género negro.

La gravitación de Borges
Las literaturas nacionales de América Latina suelen tener santones cuya gravitación, para bien o para mal, no se desgasta fácilmente. En México podemos asegurar que este papel se lo disputan hoy, sin saberlo, Paz y Rulfo, así como en Perú no deja de pesar la pareja que conforman Vallejo y Vargas Llosa, tanto como en Colombia y Chile se destacan García Márquez y Neruda, respectivamente. En la Argentina, país, como los anteriores, productor de una literatura diversa y vigorosa, los nombres que mayor influencia han tenido pueden ser muchos, pero sin duda todos han sido eclipsados por la figura de Borges. Sábato y sobre todo Cortázar se le aproximaron, pero es ya un hecho que nadie en el último medio siglo ha influido y perdurado con mayor fuerza que Borges como mascarón de proa en la literatura argentina contemporánea.
Borges ha pasado pues a convertirse, más que en un escritor, en un icono. Sus creaciones son ya puntos obligados de visita en cualquier itinerario lector, y no son poco frecuentes las polémicas desatadas hoy sí y mañana también no tanto sobre la calidad de su obra literaria, a todas luces indiscutible, sino sobre sus desiguales posturas políticas visibles a partir de las mil y una declaraciones que le extrajo el periodismo cuando ya la fama pública lo atenazaba. Si damos por hecho esta relevancia, no es difícil imaginar entonces la repercusión que ha tenido en otros artistas —no sólo escritores— que lo han tomado como modelo, fuente de inspiración y personaje. Uno de ellos es Francisco Cappellotti, autor de la novela Matar a Borges (Planeta, 2012).
Cappellotti  nació en Sarandí, provincia de Buenos Aires, en 1980, y estudió derecho en la Universidad de Buenos Aires. Actualmente es prosecretario de la Cámara de Apelaciones de la provincia de Tierra del Fuego, en el extremo sur argentino (donde se encuentra Ushuaia, el fin de América), y también es docente en derecho constitucional. Matar a Borges es su primer libro, y en los años recientes ha publicado también La isla rodante, novela en la que apela a la ciencia ficción para tratar el tema de las Malvinas. Matar a Borges es un reconocimiento, otro más, al icono en el que lúdicamente asoma un explícito freudianismo, como él mismo autor lo ha declarado:

La idea surgió en una charla sobre Borges con otros colegas. Ellos denostaban a Borges por ser complejo, anglosajón, frío, reaccionario, las diatribas comunes que le son dirigidas a él. Otro colega que más bien se encontraba de mi lado, les dijo: “Esto es como un complejo de Edipo, ustedes quieren matar a Borges para ser Borges”. Esa idea quedó latente en mi cabeza y entonces pensé quién podría tener verdaderas razones para matar Borges, porque no creía que aquellos detractores quisieran matarlo porque, incluso en su acérrima negación, lo estaban aceptando.1

Como puede verse, Borges es para Cappellotti una figura literariamente paterna, de suerte que negarlo una y otra vez, destacar sus errores o transformarlo en habitual motivo de controversia, no sirve para anularlo, sino más bien para afirmar que se trata del punto más alto de las letras argentinas y acaso de otras muchas letras. Todavía en vida Borges vivió de cerca la polémica, incontables intentos por minusvalorarlo, como ocurría ya desde el esplendor del peronismo, hacia 1950, aunque jamás fue mellado su poder de persuasión. Hace relativamente poco, por ejemplo, Alejandro Dolina, escritor argentino, fue entrevistado sobre el tema y su respuesta puede resumir el fervor por Borges, la idea general que suscita entre los argentinos que podrían malquererlo y sin embargo no lo hacen:

—Te voy a decir un nombre: Borges. (…)
—Borges ha sido el mejor de todos, de todos, de todos, y creo que hablar de él en relación con sus opiniones políticas, su manera de no entender el peronismo, su manera de no entender el tango, su manera de no entender el futbol, es perder el tiempo. Alguien me dice: “Usted es peronista, ¿cómo puede disfrutar a Borges? Bueno, soy peronista pero no estúpido. De manera que sí, directamente: creo que es el mejor.2

Tal personaje, el mejor escritor argentino de la historia, es el protagonista que debe ser asediado hasta morir en la novela de Francisco Cappellotti.

Policial de enigma
En las décadas recientes la mayor parte de los policiales argentinos, y podríamos decir que latinoamericanos, se han vinculado estrechamente con el relato duro, como si la realidad siempre convulsa, atravesada por incesantes hechos de sangre, pobreza, muerte y corrupción, fuera el único marco obligado para ubicar tales historias. Este hecho se debe a lo que ha destacado Mempo Giardinelli: la penetración determinante de la literatura norteamericana sobre la nuestra, particularmente en el género negro:

Muchos de los caracteres de la novelística norteamericana, si bien no se han “reproducido” en Latinoamérica, si se han reflejado —y se reflejan— en formas propias. Casi no hay novela policial latinoamericana que no aborde aunque sea tangencialmente las formas propias de racismo, violencia y desesperanza. No podría afirmarse que lo abordan “debido” a la influencia norteamericana, pero sí que el tratamiento norteamericano de esos caracteres.3

Poco espacio ha quedado entonces para las obras de este género que se plantean como enigmas, como juegos intelectuales ajenos a la realidad inmediata caracterizada por la turbulencia social. Matar a Borges, aunque en algún punto tiene un tenue componente político, es un relato construido como ejercicio a la manera de Conan Doyle, Chesterton o Christie. Aunque el paratexto del título y la misma portada sugieran profusión de sangre, lo cierto es que se trata de una historia literalmente afincada en la construcción de una intriga cuya base es, en todo sentido, más literaria que real, y esto se revela desde el primer capítulo, con la amenazante carta que Carlos Argentino Daneri, un personaje de ficción, dirige a Borges.

"El Aleph", cuento base
Como ya quedó insinuado, un personaje harto famoso de Borges es fundamental en Matar a Borges. Se trata de Daneri, el dueño de la esfera luminosa en la que convergen todos los puntos y momentos del universo. Debido a esto “El Aleph”, sin duda la obra más representativa del corpus borgeano, es un texto capital en la formulación de la novela. Cappellotti dio con esta idea luego de pensar en el parricidio edípico perpetrado por sus amigos:

Entonces pensé que no había otros que tuvieran mayores justificaciones para matar a Borges que los propios protagonistas de los cuentos del escritor argentino. Ahí surgió otra idea, la idea de preguntarse quién es el escritor para concederle ciertos destinos a algunos personajes que quizá esos personajes no compartan. Por ende, en principio se me ocurrió la idea de una confabulación de personajes borgeanos que se quejaban del destino que les había dado el autor y se proponían matarlo. Surgió así Funes el memorioso al cual Borges le concede una memoria infinita, pero a su vez lo postra de por vida en una cama (…) y finalmente Carlos Argentino Daneri, el personaje del cuento el Aleph que elegí como protagonista de la novela, él se propone matar a Borges porque lo considera el culpable de todas sus desdichas.

Al final, Cappellotti opta por un personaje jugoso en función de que es el más zaherido por la imaginación de Borges. El maltrato infligido a Daneri no tiene equivalente en toda la obra borgeana, y el mismo autor confesó que este cuento fue escrito a salto de risa: “El Aleph es un cuento que me gusta. Me acuerdo de que mi familia se había ido a Montevideo; yo estaba solo en Buenos Aires y lo escribía riéndome, porque me causaba mucha gracia”.4 El odio de Daneri es, pues, legítimo, pues se apuntala en las ironías o en las enfáticas burlas que Borges, sin piedad, le propinó. Un recuento de esas puyas justifica perfectamente el encono de Daneri; enumero sólo cuatro:

Carlos Argentino (…) es autoritario, pero también es ineficaz (…) Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos.

Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las escribía. Previsiblemente respondió que ya lo había hecho: esos conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban en el Canto Augural, Canto Prologal o simplemente Canto-Prólogo de un poema en el que trabajaba hacía muchos años, sin réclame, sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad.

Las había corregido según un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió azulado, ahora abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería lactario, lacticinoso, lactescente, lechal… Denostó con amargura a los críticos; luego, más benigno, los equiparó a esas personas, “que no disponen de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y ácidos sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro”.

había elaborado un poema que parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos

Estas burlas contra Daneri y varias más, creo, se inspiraron de alguna manera en un personaje poco conocido entre los muchos que escribieron contra Borges y a quien él, innecesariamente, respondió. Es Francisco Soto y Calvo, escritor farragoso que en algún momento, cuando Borges estaba cerca de los treinta años, dirigió absurdos ataques contra el autor de Ficciones, quien respondió de esta manera:

Francisco Soto y Calvo —que no alcanza entre los tres a uno solo— acaba de simular otro libro, no menos inédito que los treinta ya seudopublicados por él y que los cincuenta y siete que anuncia. No exagero: el nunca usado Soto es peligroso detentador de un cajón vacío, en el que cincuenta y siete libros inéditos nos amagan. Todos los géneros literarios, desde el ripio servicial hasta el plagio fiel y erudito, han sido cometidos por este reincidente sin fin.5

En algún momento tuvieron tratos, cuando Borges lo cuestionó a propósito de ciertos errores en una traducción perpetrada casi literalmente, palabra tras palabra. Por lo que cuenta, es probable que el desmesurado Daneri de la ficción haya tenido como modelo al desmesurado Soto y Calvo de la realidad:

Una vez me leyó una traducción que había hecho de Al Aaraaf, ese poema largo de Edgar Allan Poe, donde por primera vez se fusionan la técnica y la poesía. (…) Yo, entonces, observé tímidamente que me parecía que no eran las mismas palabras, en el mismo orden y con el mismo número de sílabas. Y Soto y Calvo me contestó: “Yo esperaba algo mejor que usted, Borges; el águila vuela muy alto”. Esto lo dijo con cierta indulgencia hacia mí; el águila era él, por supuesto.6

El rencor de Daneri está entonces plenamente justificado, pues dio a Borges el privilegio de ver el Aleph y fue pagado con un cuento que lo escarnecerá por los siglos de los siglos. Nada lo detendrá para vengarse de ese escritor mezquino, cruel, cobarde y a su juicio no tan dotado como muchos creen.

Ficción, realidad ficcionalizada y realidad: cruces
La novela se ubica en 1950, obviamente en Buenos Aires. Borges acababa de publicar, un año antes, El Aleph, el libro que contiene el cuento homónimo. Todavía ve, y si bien aún le falta poco para conquistar al público foráneo, en Argentina, sobre todo en la Capital Federal, ya goza de un prestigio apabullante. La herida, pues, en el alma de Daneri sigue fresca, y él está decidido a emprender la vendetta. Apenas arranca, el relato nos coloca en tres planos de realidad: por un lado, la realidad digamos real, donde aparecen Borges, Bioy, la madre de Borges, Fanny (su sirvienta), Silvina Ocampo, Estela Canto, Ulrike Von Kühlmann, Sábato y otros personajes que en efecto existieron; por otro, la realidad (o ficción) creada por Borges sobre todo en “El Aleph”, de donde sale Daneri; y, por último, el relato compuesto por Cappellotti, donde se mezclan los personajes anteriores y otros más creados a propósito para viabilizar el relato policial, sobre todo el inspector Colombres y su ayudante, el joven investigador Ezequiel Vega. En este caldo, la carta de Daneri que abre la historia nos plantea sin demora el tema de la venganza:
     
Querido Borges:
Decidí matarlo un 30 de abril de 1950, meses después de que su fama se acrecentara al publicar la tan mentada obra El Aleph. Obra publicada gracias a mi continua, apasionada, versátil y del todo insignificante actividad mental. (…) En fin, para qué andar con rodeos, Borges, usted ya sabe: soy Carlos Argentino Daneri y voy a matarlo.7

En esa primera carta hay guiños intertextuales señalados tipográficamente con redondas, casi como citas, y una clave que justifica, como marca sobre los usos narrativos de la posmodernidad, la configuración de esta novela: “Me asombra considerablemente el hipnotismo que [Borges] ejerce en la gente. Tiene la facilidad de transformar mentiras en verdades o bien hacer una verosímil conjunción de ambas”.8 Para lograr su propósito, Daneri decide “transformarse en el enemigo mismo”, conocer tan bien los hábitos de Borges que en determinado momento él es un poco “el otro Borges”, un Borges que hasta tiene un gato en su casa cuyo nombre es muy conocido por los admiradores del gran escritor: Beppo. Construir a Daneri fue relativamente sencillo, pues era necesario ampliar lo esbozado por Borges en “El Aleph” con el añadido de la sosegada tirria. El dibujo de Borges, en cambio, demandó que Cappellotti indagara meticulosamente en la biografía del sujeto real:

En realidad lo que tuve que hacer es humanizar a Borges y mostrarlo de una manera distinta a la que todos lo conocimos. Para ello tuve que investigar mucho sobre Borges, sobre su vida, sus costumbres y todo lo concerniente a su cotidianidad y, con toda esa documentación, traté de mezclar la ficción y la realidad con el simple objetivo de generar una historia que sea atrapante. Además, tuve entrevistas con uno de los biógrafos más importantes de Borges que es Alejandro Vaccaro quien es el presidente de la Sociedad Argentina de Escritores.9
     
Al internarse en la biografía de Borges, los otros personajes cercanos a su vida (Bioy, Leonor Acevedo…) aparecen caracterizados también con fidelidad. El relato, empero, suministra algo de la ambigüedad que a Borges le gustaba tanto como el policial de enigma. Cuando llega la carta detonante, Fanny, la mucama, ve el nombre de quien remite y se da este diálogo:

—¿Entonces existe? —preguntó Fanny aún con el sobre en la mano.
—¿Quién? —contestó Borges de forma evasiva.
—Carlos Argentino, pensé que era un personaje de ficción.
—Lo es…, Fanny…, lo es. Debe ser alguna broma de un lector inoportuno.10

A partir de este momento ya no importa si Daneri es Daneri o un impostor, pues el hecho cierto es que tal sujeto quiere matar a Borges. Para lograrlo, procede en parte como en otro cuento famoso: “La muerte y la brújula”. Matará a Ulrike Von Kühlmann y a Estela Canto, mujeres que ha amado Borges, y con eso hará que las miradas inculpadoras recaigan sobre éste. Es allí cuando aparecen Colombres y Vega, los policías; el primero, aunque sea el jefe, es disoluto, irresponsable, una porquería de investigador; el segundo es atento, aplicado y admirador de Borges, a quien ve en peligro y por quien trata de hacer algo urgente: salvarlo.
La trama se tornará laberíntica, un enigma borgeano, a medida que avanza la novela. Los investigadores, por diferentes razones, mostrarán la proverbial ineptitud del sistema judicial y no darán con la punta de la madeja, aunque Ezequiel Vega se aproxime, más por accidentada iniciativa propia que otra cosa, a la verdad de lo que ocurre. También aparece el inconfesable e incestuoso amor de Daneri por Beatriz Elena Viterbo, que en el fondo puede ser el verdadero motor que ha impulsado la acción del asesino. Hay incluso un ingrediente con implicaciones políticas, peronistas, en la resolución que guardo para no estropear la posible lectura de quien no conozca esta novela. Al final nos queda el minucioso embrujo de un relato que ha sabido volver a los enigmas que gustaban a Borges, a los juegos con la verdad y la mentira que hoy no constituyen el canon del violento policial latinoamericano y, quizá por eso mismo, lo oxigenan.

1 “Libros. Matar a Borges. Francisco Cappellotti”, en http://www.luisbarga.net/2013/04/libros-matar-borges-francisco.html
2 Entrevista con Jorge Coscia en https://www.youtube.com/watch?v=m0_YF_TB6-4
3 El género negro. Orígenes y evolución de la literatura policial y su influencia en Latinoamérica, mempo Giardinelli, Capital intelectual, Buenos Aires, 2013, p. 221. Por su parte, Gerardo García Muñoz, al reseñar el libro Retóricas del crimen: reflexiones latinoamericanas sobre el género policial de Ezequiel De Rosso, señala que “A partir de la década del setenta, anota De Rosso, los creadores latinoamericanos se abocan a construir historias bajo la sombra del género negro, lo cual marca el abandono del modelo clásico del relato enigma defendido por Borges”, en revista Acequias, número 68, Torreón, 2015, p. 25. A partir de esta última observación, podemos afirmar que la novela de Cappellotti vuelve al “modelo clásico”.
4 María Esther Vázquez citada por Gilberto Prado Galán en El año de Borges, Miguel Ángel Porrúa-Universidad Iberoamericana Laguna, 1999, México, p. 107.
5 El forajido sentimental. Incursiones por los escritos de Jorge Luis Borges, Fernando Sorrentino, Losada, Buenos Aires, 2011, p. 77.
6 Ibid., p. 73. Entre otras críticas, Soto y Calvo publica esto: “JORGE LUIS BORGES: Parece mentira / Que un chiquillo de tanto talento / Se la pase frotando de ungüento / su lira!”, tras lo que Sorrentino anota: “De rodillas sobre granos de maíz, desperdigados en baldosas invernales, y ante quien quiera contemplarme, juro, rejuro y recontrajuro que no he inventado absolutamente nada y que Francisco Soto y Calvo, en efecto, escribió esos disparates”.
7 Matar a Borges, Planeta, Buenos Aires, 2012, p. 13.
8 Ibid., p. 17.
9 Francisco Cappellotti recibió una distinción por su obra “Matar a Borges”, en http://fmfuego.com.ar/francisco-cappellotti-recibio-una-distincion-por-su-obra-matar-a-borges/
10 Op. cit., Matar…, p. 31.

sábado, noviembre 18, 2017

Bebé


















“¿Y qué hago con el bebé?”, dijo Karime en el cuartito de atrás, donde se escondía a llamar. Leonel pensó rápido, urgido por la urgencia que tenía de acostarse con Karime: “¿Y sí lo llevamos?” A Karime le pareció una barbaridad, y lo dijo: “No seas hijo de la chingada, Leo”.
Se habían conocido en la fábrica de muebles. Estaban en dos líneas diferentes, pero a la hora de la comida se toparon y se gustaron. Comenzaron a conversar y él le agradó a ella por la risa, porque tenía unos dietes blancos y grandotes en medio del rostro prieto y armónico. Ella era bonita, pero el cuerpo ya acusaba en algo los estragos del parto y de la horrible comida, grasosa toda, a la que estaba condenada. Había sido madre a los 17, hacía poco más de un año.
Nunca supo dónde quedó Neto, el padre. Le dijeron que se había ido al otro lado, pero era lo de menos. Ella estaba sola y debía trabajar. Sus padres echaban la mano con el bebé para que ella fuera a la fábrica, pero no más. Al llegar del trabajo, Karime debía chambear ahora de madre y cooperar con algo en la casa, limpiar, dar un poco de dinero, lo que fuera. Era un lío y se sentía sola, en el abandono total. Por eso Leonel fue una esperanza, un pequeño oasis de cariño en medio de la desgracia.
Un sábado salieron de la fábrica y la invitó a cenar. Fueron a unos tacos. Él hacía horas extras y ayudaba un poco en su casa, también vivía con sus padres, no la pasaba tan complicada como Karime. Tenía incluso una moto. Allí, trepada atrás de él y tomándolo de la cintura, con el casco puesto, Karime aceptó ir al hotel. El rato fue pleno, dos fuerzas llenas de ímpetu en medio de sudores y gemidos deliciosos. Al final, Leonel la llevó a su casa y  tuvo la mala suerte de llegar cuando todos esperaban la vuelta de Karime: “¿Dónde andabas, muchacha?”, dijo su madre, y su padre hizo mala cara: no le gustó el trote con el de la moto, él sabía por qué. Karime estaba, pese a todo, feliz.
Había encontrado un novio, un novio que además le dio un poco de dinero cuando ambos, borrachos de gozo, salieron del cuarto. Por eso necesitaba verlo ahora, una semana después. Sentía la sangre como un caldo. “Lleva al bebé, le compramos un juguetito y ya”. Karime pensó que eso era malo, pero aceptó porque no había otra posibilidad, su cuerpo lo reclamaba. El bebé era, además, un escudo. Dos horas después, luego de todo, el bulevar Constitución vio el regreso lento de la moto con Leonel, Karime con casco y en brazos su bebé.

miércoles, noviembre 15, 2017

"El arreo" de noche














Hoy queremos la letra de alguna canción, escribimos su título o un verso en Google, y ya está, fin de la inquietud. No necesito decir que antes no era así. Había cancioneros —los de Guitarra Fácil o el Picot, por ejemplo—, pero en el Gómez Palacio de mi niñez sin libros era difícil conseguir las letras. Yo escuchaba las canciones de las radiodifusoras locales y debía esperar a que las repitieran para escribir, poco a poco, alguna estrofa o toda la canción. Ya grande, como de 18 o 20 años, y con reproductora de casetes a la mano, recuerdo la proeza de transcribir con máquina mecánica dos largos temas: una buena parte de las “Coplas del payador perseguido”, de Yupanqui, y toda “Guitarra negra”, de Zitarrosa.
Sé qué son los versos de la lírica popular, jamás los he confundido con obras de Pessoa, y los aprecio porque, pese a su humildad, o quizá precisamente por ello, constituyeron mis primeros acercamientos a la literatura castellana. Les guardo pues una profunda querencia, me gustan porque en ellos he tratado de encontrar las palabras, el fraseo, los sentimientos, las apetencias, las pulsiones que nos caracterizan, y todo eso es, en suma, nos agrade o no, parte de nuestra educación sentimental.
Anoche apagué la luz y me tiré a la cama, pero asombrosamente no tenía tanto sueño. En la oscuridad me llegó una tonada a la cabeza y encendí el celular para escuchar “El arreo” de Lorenzo Barcelata, huapango que atesoro en cinco versiones distintas. Suma seis estrofas, cada una de cuatro versos perfectamente octasilábicos. La rima es desigual, pero se da bien en los versos segundo y cuarto de cada estrofa. El desarrollo es un poco deshilachado, sin apretada continuidad, como si procediera por acumulación de imágenes poéticas sin línea argumental.
Bien observado, es una pieza con defectos, pero asombrosamente esos defectos ayudan a su frescura, a su autenticidad, pues se notan espontáneos, como van saliendo, sin escuela.
Las versiones que tengo corresponden a Miguel Aceves Mejía, los tríos Calaveras y Delfines, Jorge Negrete y Juan Záizar. Cada versión es igual y es diferente, y todas me remiten a lo mismo: a un mundo simple en el que un tipo arrea ganado y va pensando. Mientras piensa, sospecho lo que ve: las montañas al fondo, el verde en todos lados y el azul inabarcable del cielo decorado con nubes de Gabriel Figueroa, es decir, un mundo que no tengo e imagino mexicano y hermoso.

sábado, noviembre 11, 2017

Futbol y puñetazos




















Pocas reacciones más bobas que agarrarse a trancazos por culpa del futbol. Comprendo, sí, que la riña a puño limpio entre adultos es el único camino cuando ya no queda otro, cuando por ejemplo alguien agrede a un niño, a un anciano, a una mujer (perdonen este gesto machista) o a cualquier otra persona indefensa. ¿Pero levantar la guardia porque nuestro equipo de futbol ha sido derrotado? Tontísimo, absurdo desde donde uno quiera verlo. Ni siquiera cuenta el argumento de "la provocación", de las burlas enemigas luego de un traspiés. Nadie con algunas neuronas dentro de la maceta podría justificar esa razón para pelear, más porque se sabe de antemano que siempre será así: los aficionados están permanentemente ilusionados no tanto con el triunfo de su equipo, sino con la posibilidad de acometer a sus enemigos con todo tipo de befas, con frases humillantes y ahora, desde la aparición de las redes sociales, con memes de todos los colores.
Pensar en serio que eso es serio evidencia un infantilismo digno de psiquiatra. Enojarse por las burlas (en Argentina le llaman "cargadas") es caer en emboscadas previsibles: todo el que se identifica con un equipo será, tarde o temprano, víctima de tal acoso, así que más vale no hacerse tan mala sangre y esperar con estoicismo la oportunidad en la que uno recibirá su dosis de humillaciones.
Hace algunos meses, en el TSM, la reacción de los aficionados de Tigres (no todos, claro) que levantaron la guardia para " defender" el orgullo mancillado de su club fue, por esto, una niñería que lejos de enaltecer sus colores los denigra. ¿O es muy valiente golpear mujeres? ¿Creerán luego de haberlo hecho que merecen alguna admiración? Asombrosamante, sí. Hay un sujeto que alcanzó cierta celebridad porque a la pregunta de un reportero (¿vale la pena pelear a puñetazos y caer en la cárcel?) el joven respondió que sí, que por sus colores, como si la empresa deportiva (un equipo de futbol es una empresa) fuera a premiarlo luego de haberla defendido.
En el fondo de esa agresividad primaria están también, creo, los medios. Al menos lo están de cierta forma, pues apenas se acerca un partido etiquetado como "clásico" exacerban en el aficionado la idea de que en el match irán en juego "el orgullo", "la honra", "la dignidad" íntegra de los equipos. Los espots promocionales muchas veces siembran en "la previa" de esos cotejos una visión épica, lo dramatizan todo. Luego, cuando algunos aficionados se creen la estúpida especie de que en efecto son guerras y no simples divertimentos de la sociedad de consumo, y después riñen, no falta que los medios, como siempre, enfaticen sus esquizofrénicos llamamientos a la serenidad: "Que el futbol siga siendo un espactáculo para las familias", declaran compungidos).
No hay que negarse, es verdad, a las pasiones, incluida la futbolera. Son salsas de la vida, y uno puede escogerlas en lo que sea. Lo que no parece sensato es pensar que la pasión por una camiseta es mejor que otra, que gustar de Tigres o de América o de Santos es lo mejor, como si se tratara de una determinación divina, y llegar al extremo de tirar madrazos para demostrarlo. Eso lo único que demuestra es, por qué no decirlo ya sin eufemismos, imbecilidad, una imbecilidad que ni soñando honra nuestra pasión. Al contrario: la desdibuja y la degrada, la convierte en caricatura, nos empequeñece.

miércoles, noviembre 08, 2017

Mina de diamante líquido*













Hace cinco años mi hija más pequeña no cumplía aún los diez y todavía era difícil para ella comprender ciertas negativas de su padre. Una de las más famosas se dio cuando en una sucursal de la farmacia Guadalajara entramos a comprar no recuerdo qué y de paso me pidió una botellita de agua.
—No —le dije.
—¿Por qué no, papá? —preguntó.
—Porque es muy cara —rematé.
—Papá, cuesta sólo 10 pesos —concluyó, pero no cambié mi decisión.
Al salir de la tienda decidí explicarle por qué la botellita de agua de 10 pesos no es cara, sino carisísima. No fue tan sencillo, pero más o menos le dije esto: la botellita de agua es cara porque debemos compararla con el garrafón de veinte litros, que ya de por sí es oneroso. Si el garrafón de la casa cuesta, digamos, 20 pesos, quiere decir que cada litro sale a un peso. Ahora bien, si la botellita de agua tiene, digamos, medio litro, en teoría su contenido debería costar cincuenta centavos, a lo que debemos aumentar, si queremos, el recipiente de plástico, la etiqueta, la publicidad, el combustible del vehículo que la transportó a la tienda, el impuesto, etcétera, lo que a lo mucho sumaría 1.50 pesos. Pero no, costaba 10 pesos, la mitad de lo que cuesta el garrafón de veinte litros. Expuesto de otra manera, mi hija supo que para llenar un garrafón de veinte litros serían necesarias cuarenta botellitas de medio litro a 10 pesos cada una. Tras multiplicar 10 por 40, la cifra resultante es pavorosa: 400 pesos, eso costaría un garrafón llenado a punta de botellitas de 10 pesos.
Comento este momento familiar sólo para hacer ver que el agua es acaso el producto más rentable de cuantos pueblan el mercado. En general lo son todos los productos que tienen como base el agua —los refrescos, los jugos, la cerveza, el café—, pero este líquido supera en ganancia a lo que se le ponga enfrente. Antes, todavía hace veinte años, la costumbre de beber agua purificada no era una necesidad de la vida cotidiana. Todos, hasta los más adinerados, la tomábamos de la llave —o del grifo o la canilla, como dicen en otros lados— y ni siquiera reparábamos en otra posibilidad para acceder al agua de consumo humano. Un poco porque es verdad y otro tanto porque la mercadotecnia jugó cartas pesadas, se aleccionó a la población: el agua de la llave es insalubre, no muy potable que digamos, peligrosa en suma, y poco a poco fue cambiando el paradigma. Primero en las casas de la clase alta, luego en las de media y al final en todo el espectro socioeconómico, el envase de agua se convirtió en indispensable, tanto que hoy muchos prefieren no tomar agua, así se mueran de sed, si no procede de una botella, si no es “purificada”.
Este cambio de modelo de consumo trajo consigo una disputa —no sé si mundial— por el mercado. Incontables marcas comenzaron aquí y allá con el negocio, y muy pronto jalonaron a refresqueras como Coca Cola y Pepsi, empresas que hoy tienen una poderosa participación en las ganancias generadas por el agua embotellada. No es pues un negocio, sino un negociazo, una mina de diamantes si la comparamos con otros productos asociados a la ingesta del ser humano.
Baste un último ejemplo. Hace poco pasé por uno de esos establecimientos que venden agua purificada en las colonias y en los barrios, aquellos en los que debemos llevar el envase previamente lavado. Si a uno le surten el garrafón a domicilio, el precio de una marca confiable anda entre los 25 y los 30 pesos, pero si uno va y lo rellena en una maquinita, puede hallar una oferta brutal como la que vi: 5 pesos por veinte litros, es decir, a 25 centavos el litro, y aun así es rentable.
Luego de tanta explicación, mi hija entendió que una botellita de medio litro a 10 pesos no es cara, sino un lujo de multimillonario.

*Texto publicado en la revista Nomádica más reciente.

sábado, noviembre 04, 2017

Apocalíptico e integrado













No soy de los que en materia de arte se asustan o irritan ante las muestras de exquisitismo con tufo discriminatorio. A ellas respondo con un tranquilo aunque categórico no hay tos, pues para todos hay en el amplio mundo de la producción creativa. Además, el arte, como muchas otras actividades, siempre ha tenido un fleco elitista; fleco chico o grande, pero elitista al fin, y esto se debe simplemente a la capacidad nata de los artistas. Aquéllos que lo son, aquéllos que se inclinaron desde pequeños a la práctica/disfrute del arte, no suelen percibir con estimación las obras que práctica/disfruta la mayoría no dotada. Se sabe, de hecho, que cuando un estilo o una corriente son asimilados por la mayoría, el artista se encamina casi desesperadamente hacia otros rumbos, a otras propuestas.
Otro factor presente en este lío es el de la subjetividad que implica la recepción de toda obra artística. La pregunta es viejísima, y se la han formulado, por la complejidad de su respuesta, los propios filósofos: ¿qué es el arte, qué es lo artístico? Más allá de los parámetros que queramos establecer —proporción, equilibrio, ritmo, profundidad, etcétera—, el arte es misterioso, tanto que hasta las obras consagradas como artísticas e influyentes pueden ser percibidas como malas, facilistas, prescindibles. Baste un ejemplo personal: no admiro la obra de Botero aunque sea muy apreciada y la coticen en millones.
La llamada cultura popular ha mantenido un permanente estado en tensión con la alta cultura. Mientras a la primera no le importa mucho llegar a los museos o a Bellas Artes, a la segunda suele preocuparle que sus espacios sean copados por lo naco. No creo que eso deba ser, necesariamente, un tema de conflicto. Si Juan Gabriel no cantaba en Bellas Artes, no pasaba nada, pues a su disposición tenía mil palenques para desplegar sus canciones.
Lo mismo pasa con las películas del Santo. Si en la Cineteca Nacional no quieren exhibirlas porque su director —el de la Cineteca, no el de las películas— las considera chafas, es un problema menor, y de hecho es un falso problema, ya que el Santo tiene a su merced todas las horas de Galavisión.
Entre los apocalípticos y los integrados de Umberto Eco, me inclino por los segundos. Casi por igual, me gustan mucho los productos artísticos cultos y populares. Lo único que no hago es meterlos en el mismo huacal ni juzgarlos con el mismo rasero.