“¿Y qué hago con el
bebé?”, dijo Karime en el cuartito de atrás, donde se escondía a llamar. Leonel
pensó rápido, urgido por la urgencia que tenía de acostarse con Karime: “¿Y sí
lo llevamos?” A Karime le pareció una barbaridad, y lo dijo: “No seas hijo de
la chingada, Leo”.
Se habían conocido en
la fábrica de muebles. Estaban en dos líneas diferentes, pero a la hora de la
comida se toparon y se gustaron. Comenzaron a conversar y él le agradó a ella
por la risa, porque tenía unos dietes blancos y grandotes en medio del rostro
prieto y armónico. Ella era bonita, pero el cuerpo ya acusaba en algo los
estragos del parto y de la horrible comida, grasosa toda, a la que estaba
condenada. Había sido madre a los 17, hacía poco más de un año.
Nunca supo dónde quedó
Neto, el padre. Le dijeron que se había ido al otro lado, pero era lo de menos.
Ella estaba sola y debía trabajar. Sus padres echaban la mano con el bebé para
que ella fuera a la fábrica, pero no más. Al llegar del trabajo, Karime debía chambear
ahora de madre y cooperar con algo en la casa, limpiar, dar un poco de dinero,
lo que fuera. Era un lío y se sentía sola, en el abandono total. Por eso Leonel
fue una esperanza, un pequeño oasis de cariño en medio de la desgracia.
Un sábado salieron de
la fábrica y la invitó a cenar. Fueron a unos tacos. Él hacía horas extras y
ayudaba un poco en su casa, también vivía con sus padres, no la pasaba tan
complicada como Karime. Tenía incluso una moto. Allí, trepada atrás de él y
tomándolo de la cintura, con el casco puesto, Karime aceptó ir al hotel. El rato
fue pleno, dos fuerzas llenas de ímpetu en medio de sudores y gemidos
deliciosos. Al final, Leonel la llevó a su casa y tuvo la mala suerte de llegar cuando todos
esperaban la vuelta de Karime: “¿Dónde andabas, muchacha?”, dijo su madre, y su
padre hizo mala cara: no le gustó el trote con el de la moto, él sabía por qué.
Karime estaba, pese a todo, feliz.
Había encontrado un
novio, un novio que además le dio un poco de dinero cuando ambos, borrachos de
gozo, salieron del cuarto. Por eso necesitaba verlo ahora, una semana después.
Sentía la sangre como un caldo. “Lleva al bebé, le compramos un juguetito y
ya”. Karime pensó que eso era malo, pero aceptó porque no había otra
posibilidad, su cuerpo lo reclamaba. El bebé era, además, un escudo. Dos horas
después, luego de todo, el bulevar Constitución vio el regreso lento de la moto
con Leonel, Karime con casco y en brazos su bebé.