Hoy queremos la letra de alguna canción, escribimos su título
o un verso en Google, y ya está, fin de la inquietud. No necesito decir que
antes no era así. Había cancioneros —los de Guitarra
Fácil o el Picot, por ejemplo—,
pero en el Gómez Palacio de mi niñez sin libros era difícil conseguir las
letras. Yo escuchaba las canciones de las radiodifusoras locales y debía
esperar a que las repitieran para escribir, poco a poco, alguna estrofa o toda
la canción. Ya grande, como de 18 o 20 años, y con reproductora de casetes a la
mano, recuerdo la proeza de transcribir con máquina mecánica dos largos temas:
una buena parte de las “Coplas del payador perseguido”, de Yupanqui, y toda
“Guitarra negra”, de Zitarrosa.
Sé qué son los versos de la lírica popular, jamás los he confundido
con obras de Pessoa, y los aprecio porque, pese a su humildad, o quizá
precisamente por ello, constituyeron mis primeros acercamientos a la literatura
castellana. Les guardo pues una profunda querencia, me gustan porque en ellos
he tratado de encontrar las palabras, el fraseo, los sentimientos, las
apetencias, las pulsiones que nos caracterizan, y todo eso es, en suma, nos
agrade o no, parte de nuestra educación sentimental.
Anoche apagué la luz y me tiré a la cama, pero asombrosamente
no tenía tanto sueño. En la oscuridad me llegó una tonada a la cabeza y encendí
el celular para escuchar “El arreo” de Lorenzo Barcelata, huapango que atesoro
en cinco versiones distintas. Suma seis estrofas, cada una de cuatro versos
perfectamente octasilábicos. La rima es desigual, pero se da bien en los versos
segundo y cuarto de cada estrofa. El desarrollo es un poco deshilachado, sin
apretada continuidad, como si procediera por acumulación de imágenes poéticas
sin línea argumental.
Bien observado, es una pieza con defectos, pero
asombrosamente esos defectos ayudan a su frescura, a su autenticidad, pues se
notan espontáneos, como van saliendo, sin escuela.
Las versiones que tengo corresponden a Miguel Aceves Mejía,
los tríos Calaveras y Delfines, Jorge Negrete y Juan Záizar. Cada versión es
igual y es diferente, y todas me remiten a lo mismo: a un mundo simple en el
que un tipo arrea ganado y va pensando. Mientras piensa, sospecho lo que ve:
las montañas al fondo, el verde en todos lados y el azul inabarcable del cielo
decorado con nubes de Gabriel Figueroa, es decir, un mundo que no tengo e
imagino mexicano y hermoso.