miércoles, noviembre 08, 2017

Mina de diamante líquido*













Hace cinco años mi hija más pequeña no cumplía aún los diez y todavía era difícil para ella comprender ciertas negativas de su padre. Una de las más famosas se dio cuando en una sucursal de la farmacia Guadalajara entramos a comprar no recuerdo qué y de paso me pidió una botellita de agua.
—No —le dije.
—¿Por qué no, papá? —preguntó.
—Porque es muy cara —rematé.
—Papá, cuesta sólo 10 pesos —concluyó, pero no cambié mi decisión.
Al salir de la tienda decidí explicarle por qué la botellita de agua de 10 pesos no es cara, sino carisísima. No fue tan sencillo, pero más o menos le dije esto: la botellita de agua es cara porque debemos compararla con el garrafón de veinte litros, que ya de por sí es oneroso. Si el garrafón de la casa cuesta, digamos, 20 pesos, quiere decir que cada litro sale a un peso. Ahora bien, si la botellita de agua tiene, digamos, medio litro, en teoría su contenido debería costar cincuenta centavos, a lo que debemos aumentar, si queremos, el recipiente de plástico, la etiqueta, la publicidad, el combustible del vehículo que la transportó a la tienda, el impuesto, etcétera, lo que a lo mucho sumaría 1.50 pesos. Pero no, costaba 10 pesos, la mitad de lo que cuesta el garrafón de veinte litros. Expuesto de otra manera, mi hija supo que para llenar un garrafón de veinte litros serían necesarias cuarenta botellitas de medio litro a 10 pesos cada una. Tras multiplicar 10 por 40, la cifra resultante es pavorosa: 400 pesos, eso costaría un garrafón llenado a punta de botellitas de 10 pesos.
Comento este momento familiar sólo para hacer ver que el agua es acaso el producto más rentable de cuantos pueblan el mercado. En general lo son todos los productos que tienen como base el agua —los refrescos, los jugos, la cerveza, el café—, pero este líquido supera en ganancia a lo que se le ponga enfrente. Antes, todavía hace veinte años, la costumbre de beber agua purificada no era una necesidad de la vida cotidiana. Todos, hasta los más adinerados, la tomábamos de la llave —o del grifo o la canilla, como dicen en otros lados— y ni siquiera reparábamos en otra posibilidad para acceder al agua de consumo humano. Un poco porque es verdad y otro tanto porque la mercadotecnia jugó cartas pesadas, se aleccionó a la población: el agua de la llave es insalubre, no muy potable que digamos, peligrosa en suma, y poco a poco fue cambiando el paradigma. Primero en las casas de la clase alta, luego en las de media y al final en todo el espectro socioeconómico, el envase de agua se convirtió en indispensable, tanto que hoy muchos prefieren no tomar agua, así se mueran de sed, si no procede de una botella, si no es “purificada”.
Este cambio de modelo de consumo trajo consigo una disputa —no sé si mundial— por el mercado. Incontables marcas comenzaron aquí y allá con el negocio, y muy pronto jalonaron a refresqueras como Coca Cola y Pepsi, empresas que hoy tienen una poderosa participación en las ganancias generadas por el agua embotellada. No es pues un negocio, sino un negociazo, una mina de diamantes si la comparamos con otros productos asociados a la ingesta del ser humano.
Baste un último ejemplo. Hace poco pasé por uno de esos establecimientos que venden agua purificada en las colonias y en los barrios, aquellos en los que debemos llevar el envase previamente lavado. Si a uno le surten el garrafón a domicilio, el precio de una marca confiable anda entre los 25 y los 30 pesos, pero si uno va y lo rellena en una maquinita, puede hallar una oferta brutal como la que vi: 5 pesos por veinte litros, es decir, a 25 centavos el litro, y aun así es rentable.
Luego de tanta explicación, mi hija entendió que una botellita de medio litro a 10 pesos no es cara, sino un lujo de multimillonario.

*Texto publicado en la revista Nomádica más reciente.