Hace
cinco años mi hija más pequeña no cumplía aún los diez y todavía era difícil
para ella comprender ciertas negativas de su padre. Una de las más famosas se
dio cuando en una sucursal de la farmacia Guadalajara entramos a comprar no
recuerdo qué y de paso me pidió una botellita de agua.
—No
—le dije.
—¿Por
qué no, papá? —preguntó.
—Porque
es muy cara —rematé.
—Papá,
cuesta sólo 10 pesos —concluyó, pero no cambié mi decisión.
Al
salir de la tienda decidí explicarle por qué la botellita de agua de 10 pesos
no es cara, sino carisísima. No fue tan sencillo, pero más o menos le dije
esto: la botellita de agua es cara porque debemos compararla con el garrafón de
veinte litros, que ya de por sí es oneroso. Si el garrafón de la casa cuesta,
digamos, 20 pesos, quiere decir que cada litro sale a un peso. Ahora bien, si
la botellita de agua tiene, digamos, medio litro, en teoría su contenido
debería costar cincuenta centavos, a lo que debemos aumentar, si queremos, el
recipiente de plástico, la etiqueta, la publicidad, el combustible del vehículo
que la transportó a la tienda, el impuesto, etcétera, lo que a lo mucho sumaría
1.50 pesos. Pero no, costaba 10 pesos, la mitad de lo que cuesta el garrafón de
veinte litros. Expuesto de otra manera, mi hija supo que para llenar un
garrafón de veinte litros serían necesarias cuarenta botellitas de medio litro
a 10 pesos cada una. Tras multiplicar 10 por 40, la cifra resultante es
pavorosa: 400 pesos, eso costaría un garrafón llenado a punta de botellitas de 10
pesos.
Comento
este momento familiar sólo para hacer ver que el agua es acaso el producto más
rentable de cuantos pueblan el mercado. En general lo son todos los productos
que tienen como base el agua —los refrescos, los jugos, la cerveza, el café—,
pero este líquido supera en ganancia a lo que se le ponga enfrente. Antes,
todavía hace veinte años, la costumbre de beber agua purificada no era una
necesidad de la vida cotidiana. Todos, hasta los más adinerados, la tomábamos
de la llave —o del grifo o la canilla, como dicen en otros lados— y ni siquiera
reparábamos en otra posibilidad para acceder al agua de consumo humano. Un poco
porque es verdad y otro tanto porque la mercadotecnia jugó cartas pesadas, se
aleccionó a la población: el agua de la llave es insalubre, no muy potable que
digamos, peligrosa en suma, y poco a poco fue cambiando el paradigma. Primero
en las casas de la clase alta, luego en las de media y al final en todo el espectro
socioeconómico, el envase de agua se convirtió en indispensable, tanto que hoy
muchos prefieren no tomar agua, así se mueran de sed, si no procede de una
botella, si no es “purificada”.
Este
cambio de modelo de consumo trajo consigo una disputa —no sé si mundial— por el
mercado. Incontables marcas comenzaron aquí y allá con el negocio, y muy pronto
jalonaron a refresqueras como Coca Cola y Pepsi, empresas que hoy tienen una
poderosa participación en las ganancias generadas por el agua embotellada. No
es pues un negocio, sino un negociazo, una mina de diamantes si la comparamos
con otros productos asociados a la ingesta del ser humano.
Baste
un último ejemplo. Hace poco pasé por uno de esos establecimientos que venden
agua purificada en las colonias y en los barrios, aquellos en los que debemos
llevar el envase previamente lavado. Si a uno le surten el garrafón a
domicilio, el precio de una marca confiable anda entre los 25 y los 30 pesos,
pero si uno va y lo rellena en una maquinita, puede hallar una oferta brutal
como la que vi: 5 pesos por veinte litros, es decir, a 25 centavos el litro, y aun
así es rentable.
Luego
de tanta explicación, mi hija entendió que una botellita de medio litro a 10
pesos no es cara, sino un lujo de multimillonario.
*Texto publicado en la revista Nomádica más reciente.