Ante la peligrosidad de improvisar unas palabras en medio de
un trance como éste, he decidido escribir algunas líneas. Primero que nada,
quiero dar gracias a todos los familiares y amigos que nos han comunicado su
solidaridad ante la pérdida de mi padre. Desde el abrazo físico hasta el
mensajito de Facebook, todo sirve como asidero afectivo ante la desaparición de
cualquier querencia cercana. Gracias pues a todos. Lo valoramos mucho.
Mi padre, Rogelio Muñoz Macías, nació en San Felipe, ejido de Gómez Palacio, Durango,
el 5 de abril de 1937, así que tenía 80 años recién cumplidos. Durante esas
ocho décadas, poco más de seis las pasó en la orfandad, dado que perdió a su
padre cuando apenas salía de la adolescencia. No tuvo, por ello, y aunque fue un
niño despierto, oportunidades de estudio formal, salvo la escuela primaria.
Desde muy joven, casi desde niño, salió a trabajar y por dos razones logró abrirse puertas en modestos espacios laborales: su exquisita caligrafía
palmer sumada a su habilidad para la
aritmética, y su noción espartana de la responsabilidad. Jamás, ni sano ni
enfermo, faltó a su trabajo, jamás inventó algo para no asistir a su espacio
laboral. Como mis hermanos, cientos, miles de veces lo vi salir de casa rumbo a
su chamba, y cientos, miles de veces, lo vi regresar con su familia. Nada había
que pudiera desbaratar esa rutina, pues en materia de trabajo mi padre era un
estoico. En este sentido, pudo afirmar que jamás consiguió un bien sin
habérselo ganado honradamente.
Era un hombre sencillo, austero, cordial, educado en la
urbanidad casi instintiva de otras épocas. Al mismo tiempo era pícaro,
ocurrente, lleno de chispa para las bromas repentinas y a veces hasta, como
decimos, carrillento, de risa media,
jamás de carcajada. Tenía sus maldiciones, sus groserías, pero eran light, bajas en calorías. Sus pasiones
eran igual de sencillas: la comida, el beisbol y la cerveza, aunque no sé si acomodarlas
en este orden. En cuanto a la comida, no debemos imaginar a mi padre en
convivencia con platillos sofisticados. Su paladar de niño humilde lo
acostumbró desde pequeño a los bocados populares de La Laguna, a la cocina de
la cocina, no de los restaurantes. Mi padre podía probar un plato gourmet, pero
lo que en realidad le gustaba era el sazón que conoció en su infancia y en su
madurez, el sazón de mi madre, la comida lagunera que se consume a ras de
suelo: las gorditas, los tamales, el menudo, el picadillo, los frijoles con
queso y ya no le sigo porque en una de ésas se levanta a pedir que le sirvan su
carnita con chile.
En cuanto al beis, él lo jugó de niño, adolescente y joven adulto
con verdadera devoción. En mis recuerdos más remotos todavía lo veo preparar
sus arreos de combate dominical desde el sábado en la noche. Era tanta su ansia
por jugar, por batear, por atrapar, por barrerse, que desde el sábado acomodaba
las medias sanitarias, la franela, la gorra, los picos como un samurái que al
amanecer va a combatir. Nunca le gustó usar el uniforme sucio, manchado. Para
él, el beisbol era un rito dominical, una liturgia que debía asumirse con
respeto religioso. Luego, pasados los años, cuando su cuerpo ya no pudo dar los
batazos que le vi pegar, pues era jonronero, se dedicó a seguir los partidos en
la tele. El beisbol de este tiempo, por cierto, le parecía algo soso, muy
contaminado por el interés económico, por eso se quejaba y decía una que otra
grosería contra los jugadores “pasivos”, desapasionados, ustedes ya saben sin qué.
Mi padre no tuvo lo que denominamos “vicios”. Quizá le
hubiera gustado tenerlos, pero lo jalaba más la responsabilidad y ese sentido
muy suyo de la (voy a inventar una palabra) “catrinidad”, es decir, el hecho de
no perder figura. Todavía el jueves llegó Rogelio, mi hermano más chico, a
casa, lo vio enfermo, tendido en la cama, pero vestido, fajado, peinadito y con
zapatos. Mi hermano lo regañó por no ponerse cómodo, por no embutirse una
pantalonera y usar pantuflas. Pues no, mi padre jamás quiso dar una imagen de
desarrapado, era muy celoso de su pinta de señor formal. Dije que no tuvo
vicios, pero eso no quiere decir que fuera un santurrón. Le entraba a la
cerveza con deleite, y sus hijos hombres le heredamos eso muy bien, tanto como
la responsabilidad en el trabajo y con la familia. Su marca favorita de cerveza
era cualquier marca. La única condición que se imponía para beberla era no
hacerlo solo, y por eso una de sus máximas alegrías consistió siempre en tener
cerca amigos, o de preferencia a sus hijos, abriendo botes y cantando las que a
él le gustaban: rancheras, norteñas y de tríos.
Mi padre se fue, pero nos queda en el recuerdo que no tuvo
agonía, que el dolor no lo acechó durante mucho tiempo, como él lo deseaba, ya
que muy difícilmente hubiera permitido las minuciosas vejaciones de los
hospitales. Fue un hombre bueno, y no es necesario retacarlo de adjetivos hermosos
para describirlo; cuando los hombre buenos se van luego de haber dado tanto a
los demás, debemos despedirlos con orgullo y con alegría por habernos convidado el
privilegio de compartir con ellos una parte de nuestras vidas. Adiós, don Roy, y
nuestra infinita gratitud por todo lo que nos regaló. Luis, Ana, Oswaldo, Humberto,
Idalia, Rogelio, mi madre, sus 18 nietos, sus tres bisnietos, sus muchos parientes, sus muchos amigos y yo, lo mantendremos con
vida en nuestros corazones.
*Texto leído en la misa celebrada para despedir a mi padre. Gómez Palacio, Durango, 27 de noviembre de 2017.