Un
tuit de Édgar Salinas me dejó pensando desde el miércoles. Lo envió para tres
de sus contactos: Chava Perales, Jesús Haro y el que aquí comenta. Contenía un enlace hacia la web La Ciudad Deportiva, que yo no conocía. De esa página, nos convidó
el artículo “Navegando por el Atlántico: Una pasión
nunca se extingue (I)”, firmado por Alan Sunderland. El primer párrafo establece
claramente el planteamiento: “Y usted… ¿recuerda,
sabe o reconoce de dónde nació el amor por su equipo? ¿Le fue heredado, se lo
impusieron, no tenía de otra, adquirió una moda, le gustó algún jugador, le
agradaban los colores de la entidad, los uniformes que vestían los futbolistas,
la marca que los patrocinaba, el estadio que defendían, el sufrimiento que le
provocaban, las alegrías que le brindaban, los motes que tenían, las
rivalidades que se fomentaban? ¿Cuál fue la razón por la que usted, aficionado,
pasivo o apasionado, le va, hoy en día, a su equipo?”.
Respondí con un tuit que más o menos decía esto, muy en la
generalidad obligada por el corsé de los 140 caracteres: “Para mí es fácil
saberlo: el fut llegó a mi vida cuando la Máquina era la Máquina”. Es, reitero, un comentario general, sometido a la
falta de espacio. Al ampliarlo gracias a la hospitalidad del blog, puedo decir
que, en efecto, mi primer enamoramiento futbolero fue el de Cruz Azul, y pese a
los quince años en ayunas que todos conocemos, esa querencia sigue vigente,
aunque entibiada por mi alejamiento del futbol en casi todos los sentidos,
salvo en el de escribir de vez en cuando algún relato con aspiraciones literarias
o, como aquí, algún artículo a vuelatecla.
Mi
respuesta en tuit no hace pues la precisión que doy ahora: la Máquina era la
Máquina, ciertamente, pero en realidad yo me enganché con Cruz Azul gracias a
la admiración que sentí por su portero del tri y bicampeonato, el argentino José
Miguel Marín Acotto (Río Tercero, Córdoba, Argentina 1945-Querétaro, México,
1991). En 1974, cuando los Cementeros obtuvieron otra corona de las muchas que
ganaron en los setenta, yo tenía exactos los diez años. Dado que nací en un
hogar con mucha influencia beisbolera —por mi padre, que siempre jugó buena
pelota amateur—, el fut me importaba poco. Pero fui por primera vez con unos amigos
al estadio San Isidro, el cubil del Laguna, para ver a la Ola Verde contra Cruz
Azul.
Sentí
la obligación de apoyar a los de mi tierra, y así lo hice en aquel partido.
Pero allí estaba la Máquina celeste con todas sus estrellas, con ese portero
que era un ídolo entre ídolos. Fue el primer partido que vi en un estadio, y
quedé impresionado con el encanto del futbol y alelado sobre todo por una
jugada, un instante que cambió mi vida. Describo.
Laguna
ataca por el extremo izquierdo. Hay un desborde y un centro en diagonal, a la
olla. El rematador adelanta al defensa, cabecea con fuerza y colocación, la
pelota va al ángulo, la gente se levanta ya con el grito de gol vibrando en la
garganta, y cuando parece que el balón lamerá las redes de los Cementeros, un
tipo de cuerpo robusto, de presencia imponente y traje negro con vivos blancos
en los hombros, el portero Miguel Marín, pega un brinco descomunal, se tiende
hacia su izquierda por el aire, vuela como cuatro metros y en lugar de tirar un
manotazo a la pelota para echarla fuera por la raya del fondo, la toma en las
alturas con las dos manos, cae con elegancia, se levanta, despeja de lado,
tendidito, y así comienza el contrataque de su equipo.
Vista
así, casi a ras de campo, esa jugada cambió mi vida. Vi volar un ser humano, vi
cómo se colgó del balón y vi como aterrizó, sin despeinarse, en el césped de
San Isidro. El partido quedó empatado 1-1, y pocos meses después Laguna,
nuestro equipo, desapareció de la primera división.
Al
quedar en la orfandad de aficionado, fue fácil encariñarme con Cruz Azul,
equipo al que secretamente ya seguía. Supongo que vi decenas de partidos,
jugaba los sábados en el Azteca, el "Coloso de Santa Úrsula", y lo pasaba el canal 5. Bien
entrado en la adolescencia, gocé con sus triunfos y llegué a llorar, lo
confieso, ante alguna de sus derrotas, sobre todo cuando las padecía contra el
América.
En
los segundos tiempos de los partidos cruzazulinos siempre narraba Ángel
Fernández, el mejor en ese oficio. Él admiraba a Marín tanto como muchos, tanto
como yo. Le decía con elegancia de locutor experto El Gato, o ¡Supermán Marín!
Bueno,
por aquel gran portero cordobés, ex jugador y campeón con Vélez Sarsfield,
multicampeón en México y Supermán de carne y hueso, soy fanático de Cruz Azul
desde hace más de 35 años. Así de fácil.