Qué extraño, qué agobiante estado de ánimo. Desde que supe
de esa atrocidad, hace poco más de 24 horas, he sentido el alma en los pies,
derrumbada en el piso como sombra. ¿Cómo digerir una noticia de ese tamaño? No
hay estómago que pueda hacerlo, no hay alma sensata que
sea capaz de pasar ese trance sin sentir el estremecimiento del horror, el peso de la pena más profunda que arrastrarse pueda en el reino de
esta vida cercada ahora por la muerte. Él, mi amigo, me dijo: “Nadie lo merece,
Jaime, nadie”. No, nadie. Tan terrible fue que miren mi rodeo, mi prudencia
discursiva, mi decir hermético, mi miedo.
No supe qué más añadir, qué más decir para arrimar algún
consuelo. Cuando el espanto nos lleva a las orillas de la monstruosidad, uno
enmudece y así, en silencio, llora. Sí, llora como ya lloré, como seguiremos llorando.