Es una declaración que ilustra como pocas el cinismo al
que ha llegado buena parte del arte actual. Plagiarios han existido siempre,
malos artistas, también, y cínicos, pues no se diga. Pero bueno, a ninguno lo
premiaron con 150 mil dólares a domicilio y luego de un escándalo que ha sido
documentado como nunca gracias al tamaño del disparate y la fuerza de las
nuevas tecnologías. Decir así nomás, como dijo Bryce Echenique, “que se jodan”,
es una prueba de que hoy, como nunca, vale más dólar en mano que ver un ciento
de críticas volando a lo ancho y lo largo de la red.
Voy a pensar en una salida hipotética. Imagino que soy Bryce
Echenique, que a mis 73 años tengo más que resuelta mi situación económica y he
escrito algunos libros que muchos consideran notables. Hasta allí todo bien,
maravillosamente bien. Luego viene alguna acusación de plagio, hay escándalo, el
asunto se da en el ámbito del periodismo, donde quizá, por descuido o lo que
sea, se puede deslizar alguna cita sin nota de referencia y todo eso. Me
defiendo, pero al final se prueba que hubo algo. En fin. Lo primero que se me
ocurre luego de eso es proteger mi literatura, crearle la coraza más gruesa
posible. Bajo el perfil mediático, sigo haciendo, o tratando de hacer, buena literatura,
me alejo del periodismo que fue el espacio escritural de mi (supuesto o real) tropiezo.
Pasa un tiempo y un jurado objetivo y competente, es un decir, le concede un
premio a mi literatura. Lo acepto creyendo que nada pasará, pero los malditos
medios reaniman el viejo escándalo del plagio. La bronca alcanza dimensiones
mundiales. Estoy en una disyuntiva. Decido.
¿Qué decido? Si yo estuviera en el pellejo del galardonado
con el premio FIL 2012, volvería al renglón que escribí poquito antes: lo
primero que se me ocurre luego de eso es proteger mi literatura, crearle la
coraza más gruesa posible. Entonces, sin dudarlo más, escribo una carta serena,
sin exabruptos aunque por dentro piense “que se jodan”, y expongo allí que ni
el prestigio del premio ni el dinero (mucho menos el dinero) valen (para mí,
aunque sea sólo para mí) más que mi literatura, y para evitar suspicacias,
enojos, malentendidos y andanadas justas o gratuitas, declino el premio que en los
hechos ya no le añade nada a la obra que por tantos lectores ha sido estimada
como excelente.
Una salida de ese tipo, o parecida, puede alborotar otro
rato el avispero, pero el ruido se calmaría pronto y no faltaría que muchos, enemigos
incluso, valoraran la decisión como sensata y, sobre todo, honrada al grado de sofocar el
incendio.
No fue lo que pasó. En el extremo de la insensatez y casi
con el deseo de que la luz de los reflectores incremente el desprecio por su persona
y, lamentablemente, por su obra, Bryce Echenique acepta el premio en lo oscurito,
lejos de Guadalajara, y termina declarando “que se jodan” quienes lo han
criticado, y añade que “Es un grupo
de extrema derecha”, y que “Hay gente que quiere todos los premios para ellos. (sic) Son unos frustrados”.
Fernando del Paso, José Emilio
Pacheco, Juan Villoro, entre otros que han cuestionado el galardón para el
peruano, no pueden ser ubicados en la extrema derecha y menos en el amplísimo
espectro de los escritores frustrados. Es una aberración enjuiciar así, a lo
loco, y no escuchar a nadie, a nadie, salvo a los que aplauden.
Siento en suma que Alfredo
Bryce Echenique ha cometido el peor de los pecados que un escritor puede
cometer: creer que los lectores no existen, y, peor entre lo peor, creer que
entre esos lectores no hay también excelentes escritores que sin duda hubieran
apagado la polémica con una simple y elegante y digna carta de renuncia al
premio. Así de fácil.