Estuve ayer sábado en la cuarta edición de la Noche de las
Estrellas celebrada en la Plaza Mayor de Torreón y me dio gusto ver que fue exitosa. Pese
al seminublado del cielo, lo que obstruyó la observación desde los numerosos
telescopios instalados para el público, entre cinco o seis mil laguneros
trabajaron con sus hijos en los talleres y disfrutaron espectáculos de baile,
luz y sonido. Fue una noche grata, en suma.
Uno de los pabellones propuso la elaboración de cohetes
armados con botellas de plástico y papel. Fue quizá el más concurrido, pues los
niños oyen la palabra “cohete” y no hay poder humano que les anule la
curiosidad, más si está de por medio el ofrecimiento para que fabriquen uno. Lo
importante de este taller es que al final de su elaboración, el cohete casero
podía ser lanzado con un sistema de agua y aire comprimidos. Todo se veía muy
manual, muy casero, incluida la bomba de aire para inflar llantas de bicicleta
que servía como instrumento inyector del aire con el cual se lograba la
propulsión del cohete. No me pregunten los detalles técnicos, pero vi que, en
efecto, cada cohete volaba entre cinco y seis metros en línea recta, así que en
los hechos eso funcionó de maravilla.
Al ver el despegue de los cohetes me cayó de golpe un
pasaje de mi infancia, cuando me convertí en experto fabricante de un objeto parecido, aunque
con otra técnica de propulsión, no con agua y aire comprimidos. Explico.
Ubiquémonos en 1974 más o menos, en los alrededores de una casa antigua de la
calle Madero, en Gómez Palacio. Yo tenía diez, casi once años, y los juegos
inmediatos para la palomilla eran el fut y beis callejeros, las canicas, el
trompo, los papalotes, el bélit (que describí hace un par de años en estos dos
artículos: 1
y 2)
y quizá algún otro con menor intensidad, como el coleccionismo de barajitas de
luchadores, el yoyo, los pocitos, el brinca tu burro, el chinchilagua y, más
esporádicamente, el balero. Recuerdo que todos esos juegos tenían sus
temporadas, que, por ejemplo, en febrero y marzo aprovechábamos
el ventoso ambiente lagunero para armar papalotes de papel de china o de periódico
que luego volábamos en terrenos baldíos o semibaldíos.
Entre los juegos que jamás supe de dónde salieron ni qué tan
populares fueron en mi entorno gomezpalatino está uno que practiqué con dedicación
casi japonesa: la fabricación de cohetes con cerillos y papel plata o dorado de
caja de cigarros. Les decíamos “cohetitos”, o más exactamente, “cuetitos”. Su
fabricación era totalmente manual, económica y, a simple vista, sencilla. Con
una cajita de cerillos Clásicos o Talismán y papel reciclado de caja de cigarros
se podían armar unas verdaderas joyas de la aeronáutica en miniatura.
Debo decir que para surtir los insumos era necesario
conseguir unas pocas monedas, salir a la miscelánea y comprar al menos una
cajita de cerrillos. Es importante aclarar que se requerían cerillos (los
españoles les dicen “cerillas”, y “fósforos” los argentinos) con palito
encerado, no de madera. En cuanto al papel, lo fundamental era andar
permanentemente a la caza de cajas de cigarros vacías, de ésas que tira cualquier
fumador en cualquier parte; de allí obteníamos el papel metálico.
No ignoro que era peligroso, pero en aquellos tiempos la
calle era nuestra y aunque el peligro estaba en todos lados, asombrosamente la
mayor parte de los niños salía incólume. Sé asimismo que al describir esto puedo despertar
al pequeño Eróstrato que todos llevamos dentro, pero confío en: 1. Que este
blog sólo es leído por verijones que ya no jugarán a los cuetitos, y 2) Que este blog más bien no tiene lectores,
así que no hay peligro si al narrar este recuerdo doy de paso las instrucciones para hacer
cuetitos.
Decía pues que ya conseguidos los cerillos y el papel, mis
hermanos y los amigos de la cuadra nos reuníamos en algún sitio que podemos
denominar, no sin grandilocuencia, “zona de lanzamiento”. Debíamos tener en cuenta
una condición meteorológica determinada: que no hubiera viento, para lo cual
servía aislarse en un patio chico, al aire libre pero con paredes que
prácticamente generaran una condición cero de factor viento.
Luego de localizar el lugar, comenzábamos el armado de los
cuetitos. El procedimiento era, es, elemental, como se puede notar en la imagen que encabeza este post: sobre un pedacito de papel
metálico (debía ser de los cigarros, insisto, metálico por un lado, con papel
blanco por el otro) de unos 4x3 centímetros colocábamos los cerillos en el
lado opaco; luego lo hacíamos taquito, con los tres cerillos a la
mitad, para que al hacer el taco le salieran las patas; después hacíamos
una especie de piquito o churro en la cresta del cohete y apretábamos un poco
en la parte baja del papel metálico. Al final, abríamos las patas de los
cerrillos con un pequeño doblez, para que formaran una especie de trípode y la micronave pudiera pararse.
Ya listo el cuetito, cada fabricante procedía a encenderlo,
y aquí es donde importaba mucho que no hubiera aire, pues necesitábamos que la
llama no se moviera, que fuera perfectamente vertical. El encendido de las
patas provocaba una lumbre recta, que poco a poco calentaba la cabeza de los
cerrillos abrazados por el papel hasta que las tres bolitas de fósforo
encendían y se lograba una propulsión inmediata, con todo y línea de humo.
Da la impresión de que fabricar cuetitos es hacer
enchiladas, pero fui testigo del fracaso padecido por muchos practicantes de este tipo de ingeniería. Si
tienen defectos de fabricación, los cuetitos pueden encender antes de tiempo, o
si se les queman las patas antes de que la lumbre llegue al fósforo, se caen y
no encienden o encienden tarde y sólo logran propulsión a ras de suelo.
Modestia al margen, fui —puedo decir soy— un cuetista
consumado. Llegué a fabricar cuetitos de esa índole que volaban hacia arriba,
en línea recta, tres o cuatro metros, lo que no es poco si consideramos que su “motor”
eran tres miserables cerillos.
Recuerdo, para terminar con este apunte de aeronáutica rupestre,
que en mi obsesión por perfeccionar la técnica una vez compré un paquete entero
de cerillos Clásicos (como veinte cajitas) y salí a buscar en la calle paquetes
vacíos de cigarrillos, para extraer el papel metálico y contar con mucha materia prima. Hice cientos de
cuetitos y por una época me consideré el mejor de la cuadra en ese estúpido divertimento.
Ustedes habrán de perdonar lo que hacíamos en aquellos
tiempos. No teníamos internet, cable, Xbox, nada. Nosotros jugábamos con lo que
costaba un tostón o hallábamos tirado en cualquier lado.