Ayer me contaron esta anécdota. Aseguré al protagonista
cuidar su anonimato y ser fiel en la relatoría. Prometido: ni una letra de
ficción hay pues en este puñado de renglones. Todo ocurrió en los Estados
Unidos. Mi amigo es fanático del futbol americano. Hace unos días los Broncos
jugaron en su casa, el estadio Sports Authority Field at Mile High, y coincidió que mi amigo tuviera
un viaje de trabajo a Denver, la capital de Colorado. Aprovechó pues para apersonarse
en un partido que al final ganaron los de casa contra los Santos de Nueva
Orleans por 34 a 14. Todo viajero piensa que el clima de su rancho es el clima
que rige en todo el planeta, así que sólo llevó a Denver un suéter que
calentaba menos que una mentada de madre. Hacía frío, mucho, e incluso ya había
nevado, y eso lo obligaba a comprar una prenda ad hoc.
Por esos días también se atravesó el Halloween, y sus
contactos de allá, como todo mundo en aquel país dado a ejercer con disposición infantil cualquier
divertimento, lo convidaron a una fiesta de disfraz
obligatorio. Mi amigo aceptó y se dejó guiar por los cuates gringos que,
entusiastas, fueron a comprar las prendas apropiadas para la noche.
Mi amigo comenta que llegaron a la tienda elegida, un lugar
no muy populachero que digamos. Faltaba un rato para que comenzara la pachanga
y con tristeza vio que los precios de cada estúpido disfraz eran una ofensa a
la cordura. Ninguno bajaba de 300 dólares. Pensó rápido: no iba a gastar cinco
mil pesos en un traje de Drácula o algo por el estilacho, así que, como buen
mexicano, se fue por terracería, resolvió con el ingenio desarrollado en
nosotros a punta de penurias.
En la tienda buscó el área de ropa convencional. Como
requería un abrigo, una gabardina, algo para protegerse del frío, lo halló a
buen precio; sabía que esa prenda le sería útil más allá del Halloween. Luego fue
al departamento de sombreros y halló uno medio gangsteril (que daba el gatazo para
convertirlo en gorrito de Freddy Krueger) a quince dólares. Al final, sus
amigos vieron que había comprado un abrigo con el que salió bien arropado de la
tienda y una pequeña bolsa con el sombrero. Nadie le preguntó nada, lo dejaron
en el hotel para que se disfrazara y media hora después pasaron nuevamente por
él.
Mi amigo entró a su habitación, se tumbó la ropa y quedó
frente al espejo sólo con una blusita interior térmica y unos calzones tipo
bóxer. Había eliminado también los calcetines. Luego se puso la gabardina, el
sombrero y los zapatos de vestir sin calcetines. El disfraz de flasher o
exhibicionista estaba perfecto, y en mucho ayudó su cara de trabajador casado
por el ajetreo del viaje.
Al salir de su habitación, halló en los pasillos del hotel a
muchos sujetos disfrazados a la perfección, con prendas hechas específicamente
para ser percibidas como disfraz. Notó que el suyo, esa gabardina, ese
sombrero, esos zapatos sin calcetines y esas piernas blancas y desnudas,
atraían las miradas, las risas y los comentarios efusivos en inglés. Todavía no
salía del hotel y ya era la sensación del momento.
Cuando sus amigos lo vieron atravesar cínicamente el lobby no faltaron carcajadas, sobre todo
por el descaro de llevar las patas de gallina, pelonas y con ese frío. De
inmediato recibió palmadas en el hombro y felicitaciones por la excelencia del
atuendo. Pasó lo mismo en el antro al que lo llevaron. Dráculas, momias,
hombres lobo y demás iban y venían, pero cuando el flasher se ponía de pie para
ir al baño, todos emitían respetuosas carcajadas de reconocimiento a esas patas
imborrables.
Así avanzó la noche hasta la madrugada. Al final, como mi amigo decidió caminar las tres cuadras que lo separaban de su hotel, avanzó por la
acera y no faltaron los coches que se arrimaron a felicitarlo. En la última
cuadra, una patrulla de la policía de Denver lo detuvo. Mi amigo imaginó lo
peor, que lo arrestarían. Se equivocó: los policías se acercaron a verlo y a
celebrar aquel disfraz elaborado con ingenio y, nadie lo supo allá, quince pinchurrientos dólares.