Hay palabras que de tan usadas ya perdieron su
sentido original. Lo perdieron o queda en ellas un significado vago, casi
invisible, de lo que fueron. Una de esas palabras es “exclusivo”. Es, como
sabemos, de uso habitual en el comercio, y cuando la vemos no pensamos en la
discriminación que implica. Sólo pensamos, si es que llegamos a racionalizar el
vistazo rápido del rótulo donde figura, que la palabra determina una especie de
zona o producto o servicio restringidos sobre todo por sus precios. Sé que no debo exagerar, que tanto quienes
la escriben como quienes la leen no la toman muy en serio, pero siempre que la
veo sonrío un poco: por la razón que sea, el lugar “excluye”, es decir, separa,
segrega: allí entran, o compran, o usan, quienes pueden pagar el bien o el
servicio. Quienes no puedan hacerlo, que mejor se hagan a un lado.
Lo gracioso del caso es que la palabrita fue
manejada en principio, quizá, por espacios o productos de veras amenazantes, inaccesibles por
lo caro. No sé, entrar a un club de yatismo o comprar un Rolls-Royce es, por sí
mismo, exclusivo, y si alguna vez lo advirtieron en un anuncio, hoy no necesitan
letreros de tal calaña para discriminar a la mayoría, para imponer su radicalismo
exclusivista.
El uso quedó pues confinado, es lo extraño, a
sitios no precisamente opulentos. No falta, pues, exclusividad aquí y allá, en
todos lados, como lo prueban las dos fotos que hoy envié por tuiter. Es, la
podemos denominar así, una manía pretenciosa de los negocios populares: el guiño
que todo cliente necesita para sentirse acá, en otro nivel.