Quise emprender la
escritura de una novela policiaca, pero el criminal que me brotó de la
imaginación no fue muy competente: en la primera escena lo rodean diez
patrullas y lo descubren con un cuchillo sangrante en la mano y en la
otra con la billetera, la gorda billetera, del fulano que yacía en el suelo atravesado por un tajo
escarlata. Ni de juicio hubo necesidad, y fue a parar directo al reclusorio.
Era, por así decirlo, inviable como personaje, un killer absolutamente nefasto para protagonizar novelas policiales.