Esta crónica fue publicada
en la revista Noticias & Protagonistas, de Mar del Plata, Argentina,
en junio de 2004. Fue una especie de reencuentro con la crónica, género que
como lector nunca he abandonado y que como escritor/periodista practiqué mucho
de joven gracias al impulso de Función de medianoche, libro clave, al
menos para mí y para Saúl Rosales, de la crónica setentera mexicana.
A pedido de Prometeo Murillo, esta crónica salió luego en Artefacto,
revista de la Comarca Lagunera; hoy, ocho años después, sube a este blog.
El espacio de Borges
Jaime Muñoz Vargas
¿Cómo aprovechar la cancha de ocho mil caracteres que Juan Pablo
Neyret me ha convidado con el fin de celebrar el día del escritor en Argentina
y el aniversario de la muerte de Borges? Fácil: escribiendo, ya instalado en
México, mi reciente y breve y profunda experiencia argentina, mi paso por
algunas librerías de Buenos Aires, mi permanente sensación de que esas calles
del centro eran las mismas que había escrito Borges, mi certeza de que tal vez
anduve cerca del sótano donde el enorme ciego vislumbró el aleph. Porque salí
de mi natal Torreón, Coahuila, en el árido centro-norte mexicano, con la terca
idea de que, por fin, Buenos Aires y Borges estaban en mi itinerario. Fue un
viaje largamente acariciado, una espera de años. Y por fin, por fin.
Soy, lo digo cada vez que se atraviesa la oportunidad, un
sedentario empedernido. Como los koalas, con un árbol me he conformado y hasta
puedo pedir menos, pues sé que viviría feliz en cualquier rama. Por eso resultó
una verdadera aventura aceptar la generosa invitación del doctor David
Lagmanovich, estimadísimo amigo e internético tutor, quien con algunos correos
electrónicos logró persuadirme de que bajara de mi árbol y viajara a la
Argentina para participar en el VII Congreso
de Hispanistas celebrado en San Miguel de Tucumán, en el noroeste argentino,
del 19 al 22 de mayo.
Miles de personas han emprendido el viaje de Norte a Sudamérica.
Como quiera que sea, este viaje fue mi viaje, y con asombro todavía me
impresiono con lo que a otros tal vez ya les parece demasiado ordinario: pensar
que en quince horas de vuelo pasé de Torreón a Buenos Aires, eso con escalas
breves en el Distrito Federal y en Santiago de Chile. Llegué al aeropuerto
internacional de Ezeiza en la medianoche del sábado 15. En un microbús de la
línea Tienda León pasé de la aeropista al Gran Hotel España, en Tacuarí 80,
precisamente en el ombligo de la capital federal. Esa primera impresión de
Buenos Aires fue nocturna; amplias carreteras, edificios de todos los tamaños,
innumerables anuncios espectaculares, nada que se diferenciara demasiado de mis
visitas al DF. Tal vez, y esto
podría ser cuestionable, noté más orden y menos pobreza en esta megalópolis que
en la capital de México. De inmediato, los señalamientos de tránsito comenzaron
a traerme las palabras que gracias a la literatura ya guardaba en mi
desordenada memoria: Liniers, Villa Crespo, Boedo, Lanús, Avellaneda,
Recoleta... Como siempre me ocurre, por las palabras entro al mundo, y Buenos
Aires me obsequió de golpe un montón de gestos hasta entonces conocidos sólo
por medio de los libros.
El sábado 15 desperté con la curiosidad de palpar la atmósfera de
la capital argentina. Advertido por David, cargué al menos un suéter que me
protegió del gélido otoño sudamericano, en estas fechas el polo opuesto al
perol chicharronero llamado La Laguna, lugar donde (sobre)vivo. La ciudad lucía
gris, húmeda, con nublazones y mucho viento helado. La primera zona que recorrí
fue la Avenida de Mayo. No entendí por qué había tantos negocios cerrados, con
la cortina metálica corrida hasta el suelo. Era sábado, sí, pero en mi remoto
norte, pensé, los sábados tienen mucho movimiento, y en aquel sabatino Buenos
Aires noté la vida comercial muy apagada. Las cortinas como párpados cerrados
me permitieron leer los agresivos graffitis que cunden por toda la ciudad,
pintas políticas que grupos radicales dejan plasmadas en los establecimientos
comerciales como decorado de la crisis, las crisis. La violencia sesentera de
aquellas palabras también me impresionó, y no titubeo al afirmar que aquella
fue mi primera y nada turística y muy despierta visión de Buenos Aires.
Sin advertirlo, mientras leía los grafitis antimperialistas que en
México ya casi desaparecieron, llegué a la legendaria Plaza de Mayo. De frente
me encontré con la Casa Rosada, con su obelisco, con una discreta cuota de
turistas y con un plantón, el que tenían asentado algunos veteranos de las
Malvinas para exigir mejoras a sus pensiones de ex combatientes. En ese primer
vagabundeo me abordó un joven vendedor de banderitas albicelestes. Pese a su
pobreza evidente (un suéter raído, un pantalón seboso, los ojos estrábicos), me
distrajo con buena retórica, con frases bien construidas, con habilidad verbal,
rasgo que luego me parecería común en la Argentina, pues en el taxi o en
cualquier sitio la gente se emplea bien al momento de conversar. El joven no me
ofreció su mercancía, no me impuso su asedio comercial, simplemente me explicó
que la Argentina atravesaba por una etapa dura, pero que ellos ya estaban
acostumbrados y se iban a recuperar. Luego se apuntó para tomarme una foto, me
prestó una banderita y allí quedé, inmortalizado en una imagen con la Casa
Rosada al fondo y yo con la tímida banderita a media asta.
Luego de visitar por accidente el ombligo histórico de Buenos Aires,
me alejé unas cuadras. David Lagmanovich, en un mail que en realidad era una
guía para que me orientara en aquel primer contacto con Buenos Aires, recomendó
que no me perdiera un desayuno en el Café Tortoni, establecimiento de añeja
tradición. Allá fui. Me atendió un mesero, o sea un mozo, con deficiente
español, un tipo que parecía balcánico recién llegado a la Argentina. Pedí un
sándwich, una gaseosa (o sea, nuestra “soda” o nuestro “refresco”) y un café
que me sirvieron en una taza microscópica y cuyo sabor, como casi todo el café
de este país, me supo demasiado amargo. Vi luego una vitrina que guardaba fotos
del recuerdo en el Tortoni. Cantantes, políticos, escritores. Entre ellos,
Borges conversando con amigos en animada mesa. “Aquí ando, viejo, por fin”, pensé.
Prácticamente no salí del centro. Era demasiado ambición llegar
más lejos, y ni siquiera lo intenté. Yrigoyen, Suipacha, 9 de Julio, Avenida de
Mayo, Florida, Corrientes, Chacabuco, Lavalle, Tucumán, ¿qué más podía pedir un
hombre que sólo había leído esas calles? “Es el centro de Borges, el lugar
donde más caminó, las aceras donde seguramente nacieron sus adjetivos, sus
juegos con el tiempo, su noción del laberinto”, me dije muchas veces y la
felicidad de quien visita a un gran amigo me cobijó en todo momento.
La bitácora se fue nutriendo de pormenores, de detalles
importantes o al menos llamativos, en efecto, pero ajenos a mi búsqueda
principal: el espacio de Borges. Anoté todo lo que pude, y éste no es el
momento para vaciar la lista de lo que más me impresionó, que como digo no fue
poco. No tardé ni un día en caer atrapado por la telaraña de las buenas
librerías que cunden en Buenos Aires. De viejo, de nuevo, todas amenazaban con
aniquilar mi flaco presupuesto de asalariado en trance de turistear. Resistí
como macho mexicano, pero no pude no ceder a la tentación (¿debo entrecomillar
“ceder a la tentación”?) de hacerme trampa y comprar lo inconseguible en
México. Walsh, Feinmann, Macedonio, una buena cuota de Soriano, la tremenda
revelación de Abelardo Castillo. Allí, entre esos autores, saltó un periodista
llamado Alejandro Vaccaro, autor de El señor Borges, una largo diálogo
con la señora Epifanía Uveda de Robledo, quien durante muchos años fue la “fiel
servidora” de la familia Borges. El señor Borges no me pareció caro, y
lo compré como curiosidad inhallable en las librerías de mi patria. A los
amigos borgólatras de Torreón, creí, les iba a parecer interesante. Al salir de
la Distal erré unas cuadras por Florida, contento con los espectáculos
callejeros y con mi primera tanda de libros ahora agazapados en una bolsa de
papel azul eléctrico. En Tucumán doblé a la izquierda y como el hambre ya era
mucha me dejé querer por un pebete (algo parecido a nuestra torta o al lagunero
lonche) en cualquiera de los muchos restaurantitos que salpican esa calle.
Aproveché la coyuntura para sentarme y para hojear, todavía sin convicción, más
bien distraídamente, los libros recién adquiridos. Abrí el de Vaccaro, al azar
—supongo que al azar, aunque ya no estoy muy seguro— en la página 69. Leí:
“Leonor Rita Acevedo nació en la ciudad de Buenos Aires en la calle Tucumán 840
—donde luego nacería su hijo Jorge Luis— el 22 de mayo 1876”. Allí me detuve,
con el pebete a medio camino entre el plato y la boca abierta mucho menos por
el afán de engullir que por la sorpresa. Tucumán 840. Tucumán 840. Apuré de dos
tarascadas el pebete, le di veloz trámite a mi gaseosa, y salí a la vereda para
ver la numeración de la calle. Estaba en los seiscientos. Aprisa, con el
corazón a todo tren, avancé hacia donde crecían los guarismos. 805, 812, 820,
832... La Fundación Jorge Luis Borges apareció en el número 840, y entré a
beberme un café, a tomarme una foto. Unas ancianas me vieron preparando el
disparador automático, y sólo se me ocurrió decirles esta frase: “Soy mexicano,
vengo a saludar al maestro”. Las ancianas sonrieron, y al menos ya no me
juzgaron loco. Pasé allí media hora. En la mochila cargaba tres o cuatro
cuentos de mi cosecha, inéditos, obra en proceso de corrección. Los coloqué
sobre la mesa. Fue entonces inevitable recordar el prólogo de El hacedor,
quizá una de las páginas más hermosas escritas por el Hombre; quise pues darle
a Borges mis cuentos y, junto con ellos, las palabras que él anheló regalarle a
Lugones: “... usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso [que en
mi caso pudo ser algún parrafito], acaso porque en él ha reconocido su propia
voz, acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría”.
Salí de allí admirando más a Borges, a Buenos Aires, a los muchos
escritores notables de Argentina, el país que tiñe de albiceleste el otro lado
de mi mexicano corazón.
Comarca Lagunera, 10, junio y 2004