martes, noviembre 13, 2012

El espacio de Borges




















Esta crónica fue publicada en la revista Noticias & Protagonistas, de Mar del Plata, Argentina, en junio de 2004. Fue una especie de reencuentro con la crónica, género que como lector nunca he abandonado y que como escritor/periodista practiqué mucho de joven gracias al impulso de Función de medianoche, libro clave, al menos para mí y para Saúl Rosales, de la crónica setentera mexicana.
A pedido de Prometeo Murillo, esta crónica salió luego en Artefacto, revista de la Comarca Lagunera; hoy, ocho años después, sube a este blog.

El espacio de Borges
Jaime Muñoz Vargas

¿Cómo aprovechar la cancha de ocho mil caracteres que Juan Pablo Neyret me ha convidado con el fin de celebrar el día del escritor en Argentina y el aniversario de la muerte de Borges? Fácil: escribiendo, ya instalado en México, mi reciente y breve y profunda experiencia argentina, mi paso por algunas librerías de Buenos Aires, mi permanente sensación de que esas calles del centro eran las mismas que había escrito Borges, mi certeza de que tal vez anduve cerca del sótano donde el enorme ciego vislumbró el aleph. Porque salí de mi natal Torreón, Coahuila, en el árido centro-norte mexicano, con la terca idea de que, por fin, Buenos Aires y Borges estaban en mi itinerario. Fue un viaje largamente acariciado, una espera de años. Y por fin, por fin.
Soy, lo digo cada vez que se atraviesa la oportunidad, un sedentario empedernido. Como los koalas, con un árbol me he conformado y hasta puedo pedir menos, pues sé que viviría feliz en cualquier rama. Por eso resultó una verdadera aventura aceptar la generosa invitación del doctor David Lagmanovich, estimadísimo amigo e internético tutor, quien con algunos correos electrónicos logró persuadirme de que bajara de mi árbol y viajara a la Argentina para participar en el VII Congreso de Hispanistas celebrado en San Miguel de Tucumán, en el noroeste argentino, del 19 al 22 de mayo.
Miles de personas han emprendido el viaje de Norte a Sudamérica. Como quiera que sea, este viaje fue mi viaje, y con asombro todavía me impresiono con lo que a otros tal vez ya les parece demasiado ordinario: pensar que en quince horas de vuelo pasé de Torreón a Buenos Aires, eso con escalas breves en el Distrito Federal y en Santiago de Chile. Llegué al aeropuerto internacional de Ezeiza en la medianoche del sábado 15. En un microbús de la línea Tienda León pasé de la aeropista al Gran Hotel España, en Tacuarí 80, precisamente en el ombligo de la capital federal. Esa primera impresión de Buenos Aires fue nocturna; amplias carreteras, edificios de todos los tamaños, innumerables anuncios espectaculares, nada que se diferenciara demasiado de mis visitas al DF. Tal vez, y esto podría ser cuestionable, noté más orden y menos pobreza en esta megalópolis que en la capital de México. De inmediato, los señalamientos de tránsito comenzaron a traerme las palabras que gracias a la literatura ya guardaba en mi desordenada memoria: Liniers, Villa Crespo, Boedo, Lanús, Avellaneda, Recoleta... Como siempre me ocurre, por las palabras entro al mundo, y Buenos Aires me obsequió de golpe un montón de gestos hasta entonces conocidos sólo por medio de los libros.
El sábado 15 desperté con la curiosidad de palpar la atmósfera de la capital argentina. Advertido por David, cargué al menos un suéter que me protegió del gélido otoño sudamericano, en estas fechas el polo opuesto al perol chicharronero llamado La Laguna, lugar donde (sobre)vivo. La ciudad lucía gris, húmeda, con nublazones y mucho viento helado. La primera zona que recorrí fue la Avenida de Mayo. No entendí por qué había tantos negocios cerrados, con la cortina metálica corrida hasta el suelo. Era sábado, sí, pero en mi remoto norte, pensé, los sábados tienen mucho movimiento, y en aquel sabatino Buenos Aires noté la vida comercial muy apagada. Las cortinas como párpados cerrados me permitieron leer los agresivos graffitis que cunden por toda la ciudad, pintas políticas que grupos radicales dejan plasmadas en los establecimientos comerciales como decorado de la crisis, las crisis. La violencia sesentera de aquellas palabras también me impresionó, y no titubeo al afirmar que aquella fue mi primera y nada turística y muy despierta visión de Buenos Aires.
Sin advertirlo, mientras leía los grafitis antimperialistas que en México ya casi desaparecieron, llegué a la legendaria Plaza de Mayo. De frente me encontré con la Casa Rosada, con su obelisco, con una discreta cuota de turistas y con un plantón, el que tenían asentado algunos veteranos de las Malvinas para exigir mejoras a sus pensiones de ex combatientes. En ese primer vagabundeo me abordó un joven vendedor de banderitas albicelestes. Pese a su pobreza evidente (un suéter raído, un pantalón seboso, los ojos estrábicos), me distrajo con buena retórica, con frases bien construidas, con habilidad verbal, rasgo que luego me parecería común en la Argentina, pues en el taxi o en cualquier sitio la gente se emplea bien al momento de conversar. El joven no me ofreció su mercancía, no me impuso su asedio comercial, simplemente me explicó que la Argentina atravesaba por una etapa dura, pero que ellos ya estaban acostumbrados y se iban a recuperar. Luego se apuntó para tomarme una foto, me prestó una banderita y allí quedé, inmortalizado en una imagen con la Casa Rosada al fondo y yo con la tímida banderita a media asta.
Luego de visitar por accidente el ombligo histórico de Buenos Aires, me alejé unas cuadras. David Lagmanovich, en un mail que en realidad era una guía para que me orientara en aquel primer contacto con Buenos Aires, recomendó que no me perdiera un desayuno en el Café Tortoni, establecimiento de añeja tradición. Allá fui. Me atendió un mesero, o sea un mozo, con deficiente español, un tipo que parecía balcánico recién llegado a la Argentina. Pedí un sándwich, una gaseosa (o sea, nuestra “soda” o nuestro “refresco”) y un café que me sirvieron en una taza microscópica y cuyo sabor, como casi todo el café de este país, me supo demasiado amargo. Vi luego una vitrina que guardaba fotos del recuerdo en el Tortoni. Cantantes, políticos, escritores. Entre ellos, Borges conversando con amigos en animada mesa. “Aquí ando, viejo, por fin”, pensé.
Prácticamente no salí del centro. Era demasiado ambición llegar más lejos, y ni siquiera lo intenté. Yrigoyen, Suipacha, 9 de Julio, Avenida de Mayo, Florida, Corrientes, Chacabuco, Lavalle, Tucumán, ¿qué más podía pedir un hombre que sólo había leído esas calles? “Es el centro de Borges, el lugar donde más caminó, las aceras donde seguramente nacieron sus adjetivos, sus juegos con el tiempo, su noción del laberinto”, me dije muchas veces y la felicidad de quien visita a un gran amigo me cobijó en todo momento.
La bitácora se fue nutriendo de pormenores, de detalles importantes o al menos llamativos, en efecto, pero ajenos a mi búsqueda principal: el espacio de Borges. Anoté todo lo que pude, y éste no es el momento para vaciar la lista de lo que más me impresionó, que como digo no fue poco. No tardé ni un día en caer atrapado por la telaraña de las buenas librerías que cunden en Buenos Aires. De viejo, de nuevo, todas amenazaban con aniquilar mi flaco presupuesto de asalariado en trance de turistear. Resistí como macho mexicano, pero no pude no ceder a la tentación (¿debo entrecomillar “ceder a la tentación”?) de hacerme trampa y comprar lo inconseguible en México. Walsh, Feinmann, Macedonio, una buena cuota de Soriano, la tremenda revelación de Abelardo Castillo. Allí, entre esos autores, saltó un periodista llamado Alejandro Vaccaro, autor de El señor Borges, una largo diálogo con la señora Epifanía Uveda de Robledo, quien durante muchos años fue la “fiel servidora” de la familia Borges. El señor Borges no me pareció caro, y lo compré como curiosidad inhallable en las librerías de mi patria. A los amigos borgólatras de Torreón, creí, les iba a parecer interesante. Al salir de la Distal erré unas cuadras por Florida, contento con los espectáculos callejeros y con mi primera tanda de libros ahora agazapados en una bolsa de papel azul eléctrico. En Tucumán doblé a la izquierda y como el hambre ya era mucha me dejé querer por un pebete (algo parecido a nuestra torta o al lagunero lonche) en cualquiera de los muchos restaurantitos que salpican esa calle. Aproveché la coyuntura para sentarme y para hojear, todavía sin convicción, más bien distraídamente, los libros recién adquiridos. Abrí el de Vaccaro, al azar —supongo que al azar, aunque ya no estoy muy seguro— en la página 69. Leí: “Leonor Rita Acevedo nació en la ciudad de Buenos Aires en la calle Tucumán 840 —donde luego nacería su hijo Jorge Luis— el 22 de mayo 1876”. Allí me detuve, con el pebete a medio camino entre el plato y la boca abierta mucho menos por el afán de engullir que por la sorpresa. Tucumán 840. Tucumán 840. Apuré de dos tarascadas el pebete, le di veloz trámite a mi gaseosa, y salí a la vereda para ver la numeración de la calle. Estaba en los seiscientos. Aprisa, con el corazón a todo tren, avancé hacia donde crecían los guarismos. 805, 812, 820, 832... La Fundación Jorge Luis Borges apareció en el número 840, y entré a beberme un café, a tomarme una foto. Unas ancianas me vieron preparando el disparador automático, y sólo se me ocurrió decirles esta frase: “Soy mexicano, vengo a saludar al maestro”. Las ancianas sonrieron, y al menos ya no me juzgaron loco. Pasé allí media hora. En la mochila cargaba tres o cuatro cuentos de mi cosecha, inéditos, obra en proceso de corrección. Los coloqué sobre la mesa. Fue entonces inevitable recordar el prólogo de El hacedor, quizá una de las páginas más hermosas escritas por el Hombre; quise pues darle a Borges mis cuentos y, junto con ellos, las palabras que él anheló regalarle a Lugones: “... usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso [que en mi caso pudo ser algún parrafito], acaso porque en él ha reconocido su propia voz, acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría”.
Salí de allí admirando más a Borges, a Buenos Aires, a los muchos escritores notables de Argentina, el país que tiñe de albiceleste el otro lado de mi mexicano corazón.

Comarca Lagunera, 10, junio y 2004