Hace año y medio, poco más o poco menos, me topé en el Paseo
de la Reforma, la principal avenida del país, con los ángeles de Jorge
Marín. Andaba, como siempre que voy al DF, de prisa, no recuerdo con qué
pendientes en la cabeza y con qué apuro en los pies. Caminé el tramo de los
ángeles y recuerdo bien lo que pensé en aquel momento. Ocurrió lo que paso a
describir.
En general, si aceptamos que el arte es el arte de producir
asombro por medio de la belleza, la obra de Marín, sin duda, lo logra. Basta
ver las fotos de sus esculturas para advertir que su mano y su imaginación
están, sin regateo, al servicio del arte.
Ahora bien, no quiero reflexionar aquí sobre la creación sino
sobre la recepción del objeto artístico tal y como lo noté en mi acelerada
observación sobre el Paseo de la Reforma. En varias disciplinas artísticas el
usuario dialoga a solas con la obra, la interroga, sonríe, discrepa o muestra
su indiferencia en un entorno íntimo, de suerte que el creador no puede ver su
reacción, el efecto que la obra produce en el decodificador último.
Al pasear por Reforma y ver los ángeles de Marín, comprobé lo
que podía comprobar el propio autor: que no hay arte más cercano al receptor
que la escultura pública de mediana dimensión, esa que está cerca del tamaño
humano y permite acercamientos similares a los que establecen los hombres con sus
congéneres.
Y hay algo más. A diferencia de la escultura monumental o la
concebida para habitar en el museo, la escultura pública de dimensiones
medianas permite la interacción con el ciudadano al grado del toqueteo, de la
palpación, una especie de venturosa promiscuidad que termina por integrar la
obra con la gente.
Esto, precisamente, fue lo que pensé cuando tuve la suerte de
conocer la procesión de ángeles: aquí no hay distancia entre obra y público, y
qué suertudo es el artista que puede ver las reacciones de la gente a medida
que ésta descubre las diferentes piezas de la reunión seráfica denominada
"Alas de la ciudad".
Pasaron los meses y, por las carambolas que da la vida, la maestra
Lourdes Bernal me convidó a presentar el libro sobre las esculturas angélicas
de Marín. ¿Y qué encontré al deambular por las páginas de este registro
fotográfico? Las imágenes más recurrentes del libro muestran al diverso
ciudadano en cerrada convivencia con las esculturas, muestran sus sonrisas, sus
poses, los misceláneos gestos que acusa la gente de a pie al toparse con un
conglomerado de férreos y paradójicamente etéreos ángeles.
En efecto, el registro fotográfico deja claro que es
indisociable esta obra para el espacio público de la recepción que la gente
hace de botepronto a cada ángel, casi como si el objeto artístico tuviera el
mismo peso fotográfico que el sujeto receptor.
El libro, bellísimamente editado y prologado con maestría por
Carlos Fuentes, expone lo que ya estamos viendo en Coahuila: que una de las más
altas aspiraciones del arte es su capacidad para convertirse en propiedad de
todos, sin distingo de clases, edades, sexos, nada. Y lo más importante: los
ángeles de Marín admiten una lectura válida desde cualquier angulación
cultural, es decir, que abren la puerta a la democrática perplejidad del
ciudadano sin importar qué sea o no ilustrado.
Concluyo entonces: este libro es una prueba fehaciente del
asombro retenido en fotos: asombro por las figuras de Marín y asombro por la
gente que las mira, que las palpa y de golpe siente el relámpago de la
felicidad estética.
*Texto leído en Saltillo y Torreón para sendas presentaciones
de Alas de la ciudad, registro
fotográfico de la exposición homónima del maestro Jorge Marín. Prólogo de
Carlos Fuentes; texto de Jorge F. Hernández; fotografías: Jorge Lépez Vela y
Adam Wiseman. Grupo Romo, s/f, México, 99 pp. Dos exposiciones de Jorge Marín se
encuentran ahora en Torreón: Alas de la ciudad, en la Plaza Mayor, y El cuerpo
como paisaje, en el Museo Arocena (inaugurada hoy 22 de noviembre de 2012). La
primera permanecerá hasta el 4 de diciembre de este año; la segunda, hasta el 31 de marzo
de 2013.