Mucho
se viene haciendo recientemente por el microrrelato latinoamericano.
Nacido a tientas, sin categoría precisa, en el seno del Modernismo, esta forma
breve es, como sabemos, el resultado literario de lo que otras artes como la
escultura y la pintura expresaron mediante el despojamiento de elementos,
restando más que sumando, como se puede apreciar en las esculturas de Brancusi
y Moore o los cuadros de Mondrian, Klee o Tàpies lo que de alguna manera terminó
siendo denominado “minimalismo”.
A
diferencia del exuberante barroco, de la novela del siglo XIX y de tantas
formas literarias en las que brilla el esplendor creativo pero también, a
veces, nos molesta la innecesaria retórica, el texto corto amaneció con timidez
en nuestras letras y poco a poco, siempre en la oscuridad, siempre como trabajo
lateral de los grandes escritores, fue adquiriendo carta de ciudadanía hasta
lograr lo que ahora es: un subgénero con innumerables cultores y ya buena
cantidad de historias (historias en tanto trabajos que describen su pasado) y teorizaciones
académicas.
Aunque
todavía hoy, empero, una cantidad grande de lectores, de escritores y de
críticos (como Javier Marías, por ejemplo) lo consideran nada, una mala broma, hay
un sector importante de nuestras repúblicas literarias que lo admite y lo
fomenta. En su asentamiento como forma legítima de la literatura tuvieron y
tienen mucho que ver escritores importantes como Reyes, Borges, Torri, Arreola,
Cortázar, Monterroso, Filisberto Hernández, Aub, Benedetti, Anderson Imbert, Samperio, Garrido, Galeano, José María Merino, Raúl Brasca, Ana María Shua, Mario Goloboff, Luisa
Valenzuela, Eduardo Berti, Diego Muñoz, Rogelio Guedea, entre otros, e historiadores,
compiladores y teóricos como David Lagmanovich, Lauro Zavala, Raúl Brasca,
Javier Perucho, Violeta Rojo, Juan Armando Epple, Graciela Tomassini, Miriam Di Gerónimo, Susana
Salim, Sandra Bianchi, Fernando Valls, también entre otros. Todos ellos, sin plan previo aunque
estimulados por el fenómeno de ese emergente minimalismo, aportaron por
variados medios microficciones o estudios sobre la microficción que han
permitido abrir cancha al género tanto en la prensa y el libro como en las
aulas y los congresos.
En
lo personal, debo mucho a tres de los mencionados: Arreola y Monterroso como
creadores y Lagmanovich como historiador y teórico. Gracias a ellos, puedo
decirlo así, me enganché en este género y hasta la fecha lo leo y trato de
practicarlo aunque sea sin disciplina, sin búsqueda deliberada, sólo cuando
llama a la puerta. En su libro Microrrelatos,
de 2004, que reseñé ese mismo año, comenté esto que quiero recordar:
El
argentino [me refiero a Lagmanovich] expone que los embriones de la brevedad
podemos encontrarlos en buena parte de la estética decimonónica. Aunque a la
literatura llega un tanto después, el deseo de evitar excesos y redundancias se
incorpora gradualmente a las artes; así en Debussy y su rechazo a la extensión
de los dramas líricos wagnerianos o, en el plano de la escultura, la belleza
conceptual y simbólica de Constantin Brancusi. De la torrencial búsqueda en la
forma se pasa poco a poco al despojamiento de todo aquello que empiece a
parecer desmesura, ripio.
En
fin, todo esto confluye [dice Lagmanovich] en uno de los más poderosos asertos teóricos del arte
del siglo XX: la maravillosamente adecuada aseveración, compartida por Walter
Gropius, Mies van der Rohe y otros teóricos del grupo de la Bauhaus (1919-1933)
que se expresa en estas tres palabras: “Menos es más”.
Aunque
no lo esperaba, la ficción mínima contó en los años recientes con el desarrollo
de las nuevas tecnologías de la comunicación. La superabundancia de soportes
posibilitó la superabundancia de emisores, receptores y mensajes. El tiempo de
vertiginosidad había cambiado un paradigma de la codificación: ya no funcionaría
igual un texto largo y complejo, y aunque no desapareció, convive ahora con
millones de textos que hoy caben cómodamente no sólo en libros, revistas y
periódicos sino también en blogs, cuentas de Twitter, Facebook y YouTube. El
relato corto, y en general todo lo que tienda a ser breve, a ahorrar tiempo en
el proceso de consumo, pasó a ocupar un sitio que ahora nos permite
considerarlo, si no apreciable, al menos no tan despreciable como ocurría hace algunas
décadas.
En
esta lógica del texto (ensayo, relato) breve se inscribe el Libro de oraciones, de Jaime Palacios
Chapa (Monterrey, 1962), quien estudió Comunicación y Psicología, y dos
maestrías, una en Letras y otra en Estudios Humanísticos. Su Libro de oraciones puede ser clasificado
genéricamente en el casillero del microrrelato, dado que ésta es la forma
predominante en sus páginas, pero en realidad se trata de una obra de difícil
clasificación. Creo que es, más bien, una miscelánea de piezas cortas en las
que se bordea ora el microrrelato, ora la estampa biográfica, ora el ensayo
breve poemático, ora el cuento convencional. Su común denominador, por tanto, debemos hallarlo menos en la forma que en
el tono: todas sus páginas asumen un propósito claramente irónico a la manera
de uno de los fundadores, o el fundador, de esta tesitura: Marcel Schwob.
¿Qué
significa esto? Que si no directamente, por algún camino llegó a Palacios Chapa
el modo schwobeano de observar la realidad: con un humor que opera como si hablara
muy en serio, solemne, a veces hasta campanudo en su decir. El diseño del libro
ayuda a reforzar la contradicción paródica: su aspecto es sobrio, de un rojo
casi místico, y tanto sus grecas como sus estampas nos remiten a un mundo de
gravedades teológicas. Lo que encontramos en los textos, en contraste, son microrrelatos
caricaturales, comentarios burlones y hagiografías donde se narran santidades
colindantes con el disparate, todo vestido con una prosa que parece brotar de
un hombre sereno sobre el púlpito.
No
es el humor, por cierto, nada ajeno a las formas breves. De hecho, es
característica casi inherente a ellas, tanto que en ocasiones cae
estrepitosamente en el chiste o la mera y vana boutade. Pero el Libro de oraciones
no incurre en ese desliz. Hay, creo, un bello equilibrio entre el ingenio de
las ocurrencias con la belleza de la prosa y el cuidado del efecto final. Lo
compruebo con una sola de sus piezas, tan breve como eficaz, basada toda en la
hiperbolización de una conducta:
Fray
Ludovico, una vez superado el accidente contemplativo que lo condujo a ser el
mismo un receptor de televisión de paga, abandonó su celda para buscar en el
mundo la excesivamente pavimentada huella del pobrecito de Asís.
Al poco tiempo, Fray Ludovico hablaba
con perros y gatos de la calle, comía las sobras que ellos dejaban y visitaba
zoológicos como quien visita hospitales.
Al poco tiempo, empezó a cantar para que
las aves no gastaran sus gargantas en el aire corrupto, y a vaciar garrafones
de agua purificada en ríos y estanques para compensar a los peses por el
líquido que insistentemente hacemos irrespirable a sus branquias.
Al poco tiempo, Fray Ludovico tuvo un
personalísimo discernimiento de la Teología de la Liberación y se unió a Greenpeace.
Según los noticieros, ya es buscado por atentados violentos contra muchas
carnicerías, algunas tiendas de mascotas y varios laboratorios de Biología en
escuelas secundarias.
Nótese
lo que señalo: el tono que aparenta seriedad, la intencional pobreza de
recursos en la entrada de los tres párrafos que empiezan con la fórmula “Al
poco tiempo”, el disparate —dicho con mentirosa indiferencia— de los garrafones,
la juguetona malicia del agua que “respiran” las branquias, el discernimiento
de una teología que transforma al personaje en terrorista al servicio de una
organización mundial, y las risibles sedes donde perpetra su acción justiciera.
El
microrrelato, o la forma breve en general, debe acatar casi irremediablemente
la forma del iceberg: vemos un texto,
sí, pero eso debe ser la punta visible de muchas malicias escondidas. El Libro de oraciones cumple este
principio: debajo de sus renglones —aparentemente inocentes— late un mundo lúdico
y literariamente valioso: el mundo, escamoteado adrede por el autor, de las formas súbitas.
Libro de oraciones,
Jaime Palacios Chapa, UANL, 2012, 114 pp. Cuidado de la edición: Francisco
Larios Osuna. Texto leído en la presentación de este libro celebrada en la
Alianza Francesa de La Laguna. Participaron Jaime Palacios, Ángel Reyna y Jaime
Muñoz. Torreón, Coahuila, a 21 de noviembre de 2012.