López Obrador no fue un buen estudiante universitario. En su pasado está la mancha de una militancia priísta que incomodaría a cualquiera. Con el paso de los años, ya desde la oposición, encabezó tercas protestas en su estado natal, Tabasco, para denunciar abusos electorales perpetrados por su archirrival Robero Madrazo. Instalado en el Distrito Federal, López Obrador hizo alianzas cuestionables (por ejemplo, con René Bejarano) para controlar la estructura perredista, y a la postre lo consiguió. Con tal logro en la faltriquera, López Obrador llegó fácil a la jefatura de gobierno en la capital y allí reforzó, con cuantiosos recursos a su merced y con toda la cobertura de la prensa nacional, su aspiración por convertirse en candidato del PRD a la presidencia de la república, ello sin juego democrático interno. Por eso el ingeniero Cárdenas pronto lo vio como un enemigo y sin hacer alharaca, pero con toda claridad, bajó el perfil, se retiró de la escena y renunció, sin decirlo, a su cuarta candidatura presidencial. Poco antes, López Obrador había violado la ley con la expropiación de un predio ínfimo y eso fue pretexto para buscar su desafuero, lo que de hecho se consumó gracias al voto coordinado de los diputados panistas, priístas y verdes, aunque luego la decisión se fue atrás cuando el principal promotor del desafuero, el presidente Fox, vio las muestras de repudio a su propósito. López Obrador consiguió entonces, sin más precandidatos, la candidatura “de unidad” y emprendió su aventura hacia palacio nacional. Recorrió el país casi a ras de tierra, llenó plazas y auditorios, habló pestes de algunos empresarios, dijo que sus enemigos —Fox, el Innombrable, muchos medios, el PAN yunquetizado— complotaban en su contra. Cometió el disparate de callar al presidente de la república y de llamarlo “chachalaca”, lo cual es una pifia que, magnificada, le restó copiosos simpatizantes. López Obrador nunca se declaró abiertamente de izquierda, nadó de muertito en lo ideológico, y el CCE y Letras Libres señalaron que a lo mucho sus discursos lo emparentaban con lo peorcito del populismo que tiene en Hugo Chávez a su máximo exponente latinoamericano. López Obrador cometió el yerro de no ir al primer debate, y en el segundo no lució una retórica apabullante. Habló en todo momento de que llevaba un alto porcentaje de ventaja en las encuestas, pero los números (como los de Geo Isa, como los de Mitofsky) comenzaron a mostrar simultáneamente lo contrario. López Obrador gastó mucho en propaganda, muchísimo. López Obrador seleccionó entrevistadores y se negó a tener trato con ciertos medios palmariamente “hostiles” a su causa. Durante la jornada electoral, se adelantó y dijo que llevaba 500 mil votos de ventaja. Cuando se anunció el anómalo triunfo del candidato oficial, López Obrador expuso que hubo fraude cibernético, luego se contradijo y declaró que fue “a la antigüita”. Después vino la toma del Zócalo, el conato de grito de independencia alternativo, los campamentos, su investidura como presidente “legítimo”, su obstinado recorrido por el país e incluso su inaudito apoyo a una señorita yucateca con brazalete ultra Y.
La suma de tropiezos, errores, disparates, aberraciones y medias verdades (enfatizadas con sospechosa saña por sus detractores) no termina por anular, sin embargo, una realidad, la que sin vergüenza exponen las recientes declaraciones de Vicente Fox sobre su depravada venganza personal, es decir, sobre su ruin desempeño como mandatario. López Obrador no perdió pues las elecciones. Es por ello un insulto a la inteligencia pensar que el presidente es el hombre al que hoy llamamos así, engañados. El presidente, dicho esto sin rodeos y por enésima, sea o no avalado por Televisa, se llama AMLO. Ni modo.