Cualquier ser humano tiene derecho a todo lo que tienen derecho todos sus congéneres. Así, casarse por segunda vez, independientemente de la extracción social y de la edad de la pareja, es tan legal como comprar una cama; el problema no va por ahí. El asegún se da cuando el que ejerce ese derecho ha construido una trayectoria política de buen nivel y en la actualidad desempeña uno de los más altos cargos legislativos del país. El problema es de forma, de simple forma.
Para entender bien a bien este detalle hay que poner en contexto el asunto, por frívolo que parezca. Pocos profesionales padecen una imagen más devaluada que los políticos. Por culpa de esa imagen, lo sabemos, mucha gente ha renunciado a toda participación en política, a toda inquietud de militancia, incluso a depositar su voto en tiempo de elecciones. Decimos, pues, “político”, y en cascada se nos viene a la cabeza todo el repertorio de epítetos sedimentados ya en el imaginario colectivo: corrupto, gandalla, abusón, vividor, oportunista y muchos otros ubicables en el mismo campo semántico. Por una extraña razón, cuando pienso en ellos me llega a la mente el líder caricaturizado en tv por el cómico Héctor Suárez, quien declaraba puras cantinflescas vaguedades en entrevistas de banqueta. He ahí la imagen del político ante el populamen que, agraviado, no tiene más defensa que la risa y el insulto, dos mecanismos, por lo demás, inofensivos para el político de cepa, corrupto o no.
En ese espacio mental se mueven entonces quienes se dedican a la polaca, de suerte que cuidar las formas sea un imperativo de su comportamiento en sociedad. Sé que es pedir mucho, pues si algo está arraigado en nuestro país es la ostentosidad, la faraónica vidita que se gasta desde un alcaldillo rascuache hasta el mismísimo presidente de república, pasando por secretarios, ministros, gobernadores preciosos, legisladores y toda la jauría de asesores y subs que tejen una inmensa (e indestructible) red de presupuestívoros, los hijos (de su) paridos por la madre partidocracia.
Digo, en suma, que si se mueven delante de un telón que los considera excrecencias, no está de más que gocen todos sus derechos con mesura, es decir, que no hagan alardes de dispendio y sean personas públicas sólo en función de sus ocupaciones profesionales, no de su vida privada. Ver, por ello, a un connotado animal político en revistas del corazón, leer sus declaraciones rosas e imaginar la lista de gastos que generará la boda de sus sueños no favorece su imagen ni la de sus homólogos. Antes bien, refuerza la noción que de ellos tiene el ciudadano estándar.