El actual poder económico y político es detentado en México por los empresarios. Si la económica y la política antes eran dos esferas distintas de la vida pública, desde hace algunos años fueron conciliadas por una casta que inspirada en la divinidad del dinero operó en busca de un doble propósito: acceder al poder y, ya allí, acabar con todo vestigio de estatización socializante. No es gratuito, por ello, que un empresario guanajuatense, mocho e ignorante, en 2000 haya devenido presidente luego de que su estructura tomó por asalto al panismo tradicional.
Si bien De la Madrid y Salinas sentaron las bases del pensamiento tecnocrático afectísimo a las privatizaciones, fue con la llegada de Fox a la presidencia cuando se consumó el triunfo de los empresarios dentro de la política. Lograrlo les costó décadas de organización, lucha dentro del clero católico, control en cámaras industriales, infiltración en el PAN, pleito sin cuartel contra la izquierda atea. El resultado de esos apetitos fue el asentamiento de un modelo obsesionado por la utilidad, por el éxito macroeconómico, muy católico, sí, pero (así lo exige el mercado) ajeno por completo a cualquier sentimentalismo social.
Pasado el tiempo, la insensibilidad de los empresarios casados a ultranza con su amado paraíso neoliberal provocó que hiciera agua y perdiera las elecciones de 2006. Tan difícil fue sacar adelante el “triunfo” que apenas arañaron medio punto mañoso y conservaron la batuta durante un sexenio más. Pero las expresiones de descontento social no se detienen luego de unas elecciones o por decreto, dado que la lucha de clases no es una categoría abstracta, manejable con discursos emitidos desde la televisión.
En la vida concreta de los ciudadanos, los 25 años de neoliberalismo contumaz han dado como resultado no sólo un deterioro gradual y sostenido de la calidad de vida de la clase media, sino un incremento despiadado de la pobreza extrema, un desastre sin precedentes en el campo, un rezago educativo peligroso y una permanente agresión a las luchas políticas que contradicen, aunque sea en poco, a las omnímodas leyes del mercado.
Por ello, concentraciones como la de ayer en el Zócalo reiteran el fracaso de un modelo hecho sólo a la medida de las naciones ya poderosas y de sus personeros ubicados en países como el nuestro. En otros lugares se han dado cambios que apuntan no a la abolición del neoliberalismo, pero sí a la moderación de su salvajismo extremo; contra esa corriente, la casta ultraconservadora mexicana se ha negado a perder privilegios y ha preferido acuchillar a la gente antes de ver en peligro sus intereses. Y así seguirán.