A varios jóvenes laguneros aprecio, frecuento y admiro. Sus nombres son, para mí, sinónimo de empuje creador y buena sangre, tanto que siempre he procurado mantener con ellos un diálogo cordial. Son Fernando Fabio Sánchez, Miguel Báez, Daniel Lomas, Daniel Herrera, Carlos Castañón, Édgar Valencia, Vicente y Toño Rodríguez y otros nacidos, todos, en los setenta. Entre esos jóvenes intelectuales queridos y admirados se encuentra, sin duda, José Jiménez Ortiz, sociólogo que por esas carambolas de la vocación se ha convertido en nuestro más constante y agudo crítico de arte y, por si eso no fuera suficiente, creador él mismo de propuestas tan atrevidas como originales. Jiménez Ortiz (1,90 de estatura, compañero de Tania, orondo padre de Praxedis y autor de la columna “Contemporánea” publicada los jueves en este diario) es en realidad un niño adelantado: nació en Torreón casi ayer, en 1980.
Si me obligaran a definirlo en pocas palabras, diría que es un descubridor de insólitos. Preparado con los rudimentos teóricos necesarios para asimilar/explicar los movimientos socioestéticos que captan sus sentidos, José Jiménez siempre está dos o tres pasos adelante de la percepción mayoritaria. Sabe como pocos (y está acostumbrado a edificar hipótesis sobre ello) que la efervescente realidad social genera productos de toda índole, muchos de los cuales permean al arte y hacen imposible pensar en una estética fija, inamovible. Ante esta verdad, Jiménez Ortiz permanece atento a los cruces que establecen arte y sociedad y trata de extraer una explicación o proponer un derrotero artístico inusitado, tanto que muchas de sus creaciones apenas si podemos comprenderlas.
He conversado con él y sabe que, en contraste, soy un degustador artístico más bien atornillado a la tradición, diríase que “conservador” si no fuera porque esa palabra me provoca urticaria. Eso no es obstáculo, también eso se lo he dicho a Jiménez Ortiz, para entender o tratar de entender las nuevas apuestas, pues con toda claridad entiendo que en el arte son tan importantes los buscadores como los, por llamarlos de algún modo, “asentadores” o impulsores de lo ya encontrado.
Hace algunos meses, José Jiménez Ortiz diseñó un proyecto de los suyos: insólito. Todavía es hora en que no sé si lo he comprendido a cabalidad o estoy a medias, pero algo me dice que es estupendo, un maravilloso cruce de comportamiento social contemporáneo y (posible) nuevo camino estético: rastreó y almacenó imágenes albergadas (perdidas, olvidadas) en la carpeta “Mis documentos” de numerosas computadoras de cafés Internet; tras esa ardua pesquisa seleccionó imágenes y, luego de la criba, mandó un ejemplar de cada icono a un artista amigo suyo, quien la modificó o reinterpretó por medio de herramientas virtuales. El resultado de ese emprendimiento fue la exposición y el libro My received files, dos propuestas que por su explosivo contenido innovador no fueron entendidas del todo por la institucionalidad y, antes bien, provocaron las fricciones habituales del arte emergente.
Vi el martes pasado a José, me dio por fin un ejemplar del largamente esperado (por mí) My received files y pese a las tachaduras con bolígrafo Bic negro de las instituciones que lo patrocinaron y luego recularon, no me tiembla el teclado de la PC al calificarlo de excepcional. Es increíble que un jovencito de 26 años y radicado en Lerdo tenga la cabeza ocupada en ideas tan osadas, es increíble que contemos con un explorador de nuevos territorios en el arte. Le asista o no la razón, se equivoque o acierte, José Jiménez Ortiz es un ejemplo de frescura y atrevimiento para todos. No me canso de celebrar sus aventuras.