Es un poco suicida ser artista, dejarse ir, hacer lo que uno quiere como si no hubiera público. Frente a la sociedad cuadriculada y numérica, el arte y el deporte responden, o deben responder, con su esencial ludismo por más que las leyes del mercado también quieran cosificar a los creadores y a los deportistas, que a su manera son la misma vaina. Leo por estos días al maestro argentino Ángel Cappa, ex jugador de futbol, brillante entrenador y (aunque suene extraño) filósofo graduado. El libro es ¿Y el futbol, dónde está?, una aseada edición peruana inconseguible en México. Armado en fragmentos que parecen artículos de prensa, los apuntes de Cappa son un placer crítico, pues el analista piensa en el futbol sin descuidar sus tristes vinculaciones actuales con el mercado, con la rapiña periodística, con el inmediatismo que ha convertido a este deporte en un cínico negocio y al jugador en un producto deshumanizado.
Dejo hablar a Cappa, y cómo me gustaría que los muchachos del Santos y Daniel leyeran estas líneas. No para que aprendan, sino para que, en las actuales circunstancias, cuando la guerra parece ya perdida, jueguen como si nada, como lo hacían en el barrio, con el importamadrismo de un adolescente apestoso que es feliz con la pelota en los pies. Pido un imposible, lo sé, pero no se me ocurre nada mejor. En lugar de presionarlos, yo los dejaría jugar como si sólo estuvieran en apuesta las cerbatanas y los cigarritos que se echarán en la esquina. Dice Cappa (“El fútbol no es una cosa de locos”):
“Tenemos que admitir que, es cierto, un equipo de fútbol es en gran medida un estado de ánimo. También es verdad que los intereses en juego y las presiones de distinta índole que existen en el fútbol alteran negativamente el estado de ánimo ideal de los futbolistas.
La apremiante necesidad de éxito en una sociedad histérica a causa de esa compulsión también afecta a los jugadores de fútbol que viven el oficio con ansiedades y urgencias inapropiadas. Amenazado por la angustia, despojado de la ilusión y sin alegría, el futbolista es presa fácil de los miedos más comunes de los deportistas de élite: el miedo al fracaso y el miedo al éxito.
Reducir esos miedos a niveles normales, hacerle recuperar la ilusión con la que empezó a jugar fútbol y devolverle la alegría que le arrancaron, es una de las tareas más importantes del entrenador, cuyo papel no puede limitarse a cuestiones estrictamente técnicas (…) El entrenador es —tendría que ser— el depositario natural de la confianza del jugador, porque es el que mejor lo conoce, el que lo guía y con quien comparte la suerte de la empresa”.