En mi ya larga y anónima carrera de reseñista bibliográfico me he impuesto la obligación de comentar todo tipo de libros. Locales y foráneos, buenos y malos, novelas y poesía, historia y política, cómic y biografía, todo lo que en su momento he creído digno de promoción. Otro tanto me ha ocurrido en las presentaciones públicas: como una labor social en la que me queda sólo el gusto de ayudar, he presentado libros de toda especie, en su mayoría escritos por autores de la localidad. Ese trabajo misceláneo lo he emprendido por la certeza que tengo de que en la región no abundan los reseñistas ni los presentadores, lo cual obliga a diversificarse en ocasiones más de la cuenta, a chambear como octópodo para despachar todo lo posible.
Entre los libros que alguna vez comenté, recuerdo, está El lenguaje de la pasión, del novelista peruano Mario Vargas Llosa. Se trata de un volumen editado por Aguilar cuyo interior ayunta una tanda numerosa de sus colaboraciones periodísticas, la columna quincenal Piedra de toque, al periódico El País, de España. Dije en aquel texto unas palabras que hoy me vuelven a servir: “El lenguaje... responde a ese género de títulos que desde hace muchos años, casi desde el surgimiento del periodismo como profesión, los editores arman sin dificultad alguna, y menos en esta época de escritura en Word y de fácil acumulación de documentos virtuales. Estos libros ordenan temática o cronológicamente los artículos que primero se distribuyeron en los kioscos, y convierten al desperdigado y efímero texto periodístico en un objeto menos perecedero. Por supuesto, lo que suele ser exhumado de esta forma es el producto de aquellos escribidores cuya capacidad de convocatoria garantiza un número gordo de lectores. Así podemos recordar varios libros de Gabo (Cuando era feliz e indocumentado, Textos costeños), de Manuel Buendía (La ultraderecha en México), de Elena Poniatowska (Todo México) o de José Joaquín Blanco (Función de medianoche), por no mencionar los incontables más que han sido organizados a partir del periodismo escrito, entre tantos otros, por Julio Scherer, Carlos Monsiváis, Salvador Novo, José Alvarado, Renato Leduc, Germán Dehesa y decenas más. Incluso intelectuales de calibre subido, como Umberto Eco, han condescendido a este tipo de libros (Diario mínimo I y II), acaso menos impulsados por su propia necesidad que por la voracidad de sus editores. El fenómeno, pues, no es nuevo: del periodismo, piénsese por caso en las novelas de folletón, han surgido incuantificables libros, y aunque es cierto que no son obras que transformaron ni transformarán al mundo, en muchos de ellos late la viveza característica del comentario a vuelapluma, el zarpazo veloz y espontáneo de quienes historian lo inmediato, como lo hace Vargas Llosa en su más reciente pieza bibliográfica”.
Si eso se permite en las alturas editoriales, entre los escritores y periodistas consagrados en el plano internacional, no veo la razón para no admitir, y en ciertos casos celebrar, que en el contexto regional se den emprendimientos similares, tal y como lo ha hecho el profesor Gabriel Castillo Domínguez en Tomar la palabra, obra que arracima muchas de sus colaboraciones periodísticas a medios como La Opinión y El Siglo de Torreón.
Con una prosa limpia y clara, Castillo Domínguez propone desde el subtítulo de Tomar la palabra los temas que vertebrarán su libro: política, sociedad, magisterio, educación y cultura. Tales son, es verdad, las preocupaciones que atraviesan todo el volumen, y lo hacen con las virtudes propias de la escritura periodística, esa escritura que examina la coyuntura acaso no con suma profundidad, pero sí con buen juicio y honestos pareceres. Se podrá estar en desacuerdo con algún artículo, pero es visible el deseo que todos muestran de examinar un tema con el mejor afán de externar una verdad personal ajena al dogmatismo, de tomar la palabra por los cuernos.
Castillo Domínguez parceló su libro en dos amplias secciones: la primera contiene sus opiniones sobre política y sociedad (45 textos), y, la segunda, las relacionadas con el magisterio, la educación y la cultura (39). Para darle mejor acomodo a las partes, tal vez hubiera sido mejor dividir en cinco partes el libro, de suerte que los bloques quedaran perfectamente delimitados de acuerdo al criterio establecido por las líneas trazadas en el subtítulo, pero eso es lo menos importante, pues Tomar la palabra posibilita, como muchos libros de su índole, ingresar un poco al azar en la página que más nos retenga, en aquel encabezado que por su sola enunciación nos enganche a la lectura del artículo.
Me ha pasado así. Al revisar un tanto distraídamente el índice casi he adivinando los momentos que de golpe, al primer vistazo, atraen mi curiosidad. No son escasos, debo decirlo. Uno de ellos me seduce de inmediato: “Don Heberto y la dignificación de la política”. Como conocí al ingeniero Castillo Martínez, como milité en el partido que él fundó, como estuve en la campaña política que luego cedería su apoyo a Cuauhtémoc en el 88, es casi imperativo que me instale en ese sitio de Tomar la palabra. ¿Y qué hallé? Sencillo: un espléndido retrato sobre aquel académico y luchador social veracruzano que en el arranque del sexenio pasado fue, para guiñarle el ojo a la izquierda, homenajeado por Fox. Pero viniera de donde viniera, Castillo Domínguez asegura, y tiene razón, que don Heberto merecía ese reconocimiento y todos los que se requieran, pues sin duda se trató de un mexicano ejemplar, acaso del político mexicano más recto en la segunda mitad del siglo XX. Traigo un parrafito donde se nota a las claras el agradecible aseo de la prosa y de la argumentación en Tomar la palabra:
Para quienes conocimos, aunque sea un poco, a Don Heberto Castillo, consideramos más que merecido el homenaje. Hombre de enorme congruencia entre pensamiento, palabra y acción, con un gran amor por México, expresado en su lucha por la defensa de los recursos naturales de nuestra Nación, especialmente del petróleo. ¿Quién no recuerda sus extraordinarios escritos y brillantes alegatos contra la política petrolera del presidente José López Portillo?
El pensamiento del profesor Castillo Domínguez permea cada renglón de su libro. Si se me exigiera colocarlo en algún sitio del espectro político, lo reconocería con una etiqueta ya en desuso, pero válida todavía para catalogar a quienes creen en la educación, el progreso, el estado laico y el nacionalismo: librepensador. Su identificación con la izquierda mexicana actual, su rechazo ostensible a los valores del oscurantismo que hoy predominan, me traen a la mente, mutatis mutandis, a los liberales de nuestro siglo XIX, al Nigomante, a Zarco. Sé que los figurones que menciono son demasiado grandes para compararlos con cualquier intelectual mexicano contemporáneo, pero los cito porque sé que son conocidos y con eso logro perfilar mejor los contornos de la reflexión enderezada por el autor de Tomar la palabra.
Editado por la Universidad Juárez del Estado de Durango, Tomar la palabra comprueba que el texto periodístico también puede encontrar en Laguna un destino último de libro. El mérito está en escribir para la coyuntura con la convicción de que, pasados los años, esos textos sean fiel testimonio de un momento y de una óptica precisos. Si a eso se le añade la honestidad intelectual que evidencia el profesor Castillo Domínguez, la lectura de páginas como éstas no será vana, sí enriquecedora, digna de permanencia.