Mi amigo no trae placas desde hace cuatro años. La lumbre le llegó al cuello y por su inevitable depauperación reflexionó hasta concluir que las placas y la tenencia eran esencialmente, sin rebuscarle demasiado, un robo. ¿Por qué pagar tanto por unas malditas láminas? ¿Qué no es suficiente pago el que ya le hacía al tiburónico banco en cada mensualidad hinchada de intereses? Si Carlos Slim compra un coche al contado y él, a esclavizante crédito, compra uno igual, ¿deben pagar lo mismo de placas y tenencia? El asunto hedía, pero ni modo, durante muchos años fue puntual en sus pagos. Así llegó el día en el que ya no tuvo dinero: era la comida de un mes o las cochinas láminas.
Por fortuna para los conductores que no llegan al precio, el nuestro es todavía un país laxo. Siempre traía, pues, un billete de cincuenta varos en el compartimiento del cenicero. Ese billete era la credencial para defenderse del atraco perpetrado por la autoridad. Cada semana, entonces, mi amigo era detenido al menos dos veces; en una de ellas, por fuerza, funcionaba el plan “A”: “Trabajo para la revista Ideas”; “soy corresponsal de Le Monde y ando tras las huellas de un funcionario”. Algo así, aparatoso y mamón. Si el plan “A” no funcionaba, venía el “B”: “Hombre, no hay lío, señor agente; ahi le va para el refresquito”; “tenga, écheme la mano, oficial” (ambas propuestas debían ser expresadas con el discreto billetuco ya a la mano). Eso vencía cualquier reticencia.
Pero ocurrió el milagro. En el crucero de Cuatro caminos, un azul en moto detuvo a mi cuate. El perro era discípulo de Jorge Zermeño, pues todo le valía madres: “¿Trabaja en una revista? Qué bueno, para que saquen que estamos haciendo nuestro trabajo”, dijo socarronamente e hizo polvo el plan “A”. “¿Cree que con míseros cincuenta pesos me voy a ir?”, respondió cuando el plan “B” se hizo presente. El sádico azul, dominador de la situación, torturó psicológicamente a mi amigo, le dijo que mandaría el coche al corralón y que la multa le iba a salir en un “güevo” (sin metáfora y con “g”). El tránsito era un duro, uno de esos elementos de la DMPT que no se van con la primera gambeta. Ya perdido, veinte minutos después de parlamentar, mi cuate quedó en la lona. Recordó entonces que su hijo había tenido una leve fiebre hacía dos noches, y suplicó: “Ándele, oficial, aliviánese. Mi hijo tiene fiebre y debo llevarle la medicina”; mientras decía eso, un suculento billete de cien emergía de su cartera; el agente lo arrebató y se despidió amenazante: “Órale pues, pero si pasa mañana por aquí, ya no lo perdono”.
Lo que hay que sufrir para sobreponerse al atraco de las placas.