Torreón presume su centenaria fortaleza, pero a la menor provocación enseña una tremenda catadura de ranchote todavía alejado del primermundismo que supuestamente alcanzó gracias a uno que otro club social, a varias agencias de coches popof y a dos malls donde caminamos mucho y compramos nada. Esto no lo digo nomás por pitorrear, sino porque ya comienzan las actividades del festejo centenarista y no falta que las actividades de convocatoria popular sean una cruel vacilada. Va el ejemplo.
El viernes 20 vi la foto en portada de La Opinión: “Lecho seco del Nazas se llena de colores”. Luego, en las páginas 8 y 9, dos notas y una crónica, todas excelentemente escritas por Javier Casio, daban cuenta del hecho. Además, en la última página de La Afición, suplemento deportivo de Milenio, otra nota, ésta de Luis Saucedo, describía con detalle el acontecimiento inédito en la poderosa historia de nuestra ciudad.
“El viernes [dijo La Afición] es cuando arranca la fiesta, a partir de las 6:30 horas en el lecho seco estarán iniciando su elevación los 17 globos registrados que representarán a los países de Estados Unidos, Eslovenia, México, España e Inglaterra”. Fabuloso. No había duda pues de que, como buen nativo de esta comarca aburrida y caguamera, yo sería testigo de tan elevado acontecimiento.
Y allá voy, acompañado por mis tres pequeñas convertidas en un nudo de anhelo y emoción. Son las 6:15 de la tarde, y como todavía no veo ningún globo ni siquiera exangüe le transmito mi inquietud a un policía, quien responde más desinformado que un hongo: “No, pos nos dijeron que como a las seis, pero ya deben estar en camino, vienen desfilando. Nosotros estamos aquí desde la mañana, ya estamos tostaos por el solazo”. Comienzo a sospechar que la cosa viene gacha, pero no caigo en derrotismos y para evitar el rayo vivo del sol busco una mejor posición; la encuentro excelente, en la barda del lecho, exactamente frente a un negocio llamado Central de Cocheras, del lado de Gómez. Antes paso a un JV por agua para mis hijas y un chuchuluco que las entretenga mientras comienza el maravilloso espectáculo.
Son las 7:10 de la tarde y a lo lejos se levanta poco a poco la imponente figura de un aerostático en proceso de inflamiento. A las 7:20 ya son tres los globos que han sido alimentados con aire caliente; ninguno pierde su amarra, todos se mantienen en el suelo. Pasa media hora más, son casi las ocho y en la pardusca oscuridad se ven los fogonazos de los doce o trece globos que engordan delante de nosotros. Imagino que estamos a punto de ver lo increíble: que poco más de diez globos (no son 17, pero qué importa) suban simultáneamente al cielo. Ya es de noche, no lucirán como es debido, pero acepto la desesperante espera de dos horas para ver el ascenso de las coloridas botijas. En ese momento mis pequeñas comienzan a dar signos de fatiga, su humor empieza a descomponerse. Las tranquilizo, les digo falazmente que en unos minutos más los globos se elevarán. Mientras, paso el rato viendo a media luz la miseria del lecho seco, su asquerosa condición de basurero; a nuestros pies, entre el polvo y la piedra de río, siento que esa escoria de la civilización es nuestro mejor antihomenaje.
Son poco más de las nueve de la noche. No sin una mentada de madre eructada en voz baja, decido retirarme. Tres horas perdidas junto a la mugre y la pestilencia del Nazas seco. Todo para nada. Los globos nunca se elevaron; Torreón sigue siendo un ranchotote.