De buena fuente supe que el keniano John Kiprotich, ganador de la pasada carrera 10K, recibió un kilómetro de ventaja sobre todos sus rivales; su más cercano perseguidor, Joseph Koech, felicitó efusivamente al triunfador y dijo que sin duda había sido una carrera limpia.
Esta secuencia es, por supuesto, mentirosa. Kiprotich ganó impecablemente, sin más favor que el de sus propias piernas, como el estupendo atleta que es. Planteo la escena ficticia para recordar que ningún competidor merecería aplauso si encuentra condiciones ventajosas, como lo hizo Felipe Usurpador en las elecciones.
Hasta hoy, que yo sepa, ningún periodista ha tenido la ocurrencia de señalar como inexistentes las ventajas del “ganador”; pero para ellos son, al parecer, pecata minuta, por eso ahora con toda tranquilidad, impúdicamente, hablan de “presidente electo”.
Por tal razón acepté “participar” el domingo en la carrera de los 10k Victoria. Recibí la invitación por mail de parte de la antropóloga Leticia González Arratia, a quien le dije que incluso llevaría a mis hijas. Y así lo hice: el domingo a las 8:30 am fui a la esquina de Colón y Bravo, ello para esperar el paso de los últimos corredores y entonces caminar junto al Movimiento Ciudadano Lagunero. Al final no sumamos más de cincuenta personas, pero con todo y lo exiguo del contingente avanzamos por la Colón, la Allende, la Cuauhtémoc, la Bravo y la 16. Dos de mis hijas cargaron una pequeña pancarta con la palabra “Mienten”, y, otra, un cartel individual que decía “Verdadera democracia, no simulación” (ver foto en el blog). No se trataba de apoyar a AMLO, sino de recordar, así fuera a escala microscópica, el fraude.
Andar de amarillo en el DF no desafía a nadie, pero creí que hacerlo en una ciudad empanizada como Torreón nos iba a doblegar. Mientras avanzábamos, sobre la marcha decidimos que sí entraríamos a la meta. En el camino hubo algunos gritos de apoyo y muchos de reprobación, pero nada comparado a lo que nos esperaba en la calle 16. Allí, frente a cientos de personas instaladas a nuestros costados, supuse que la silbatina y los abucheos iban a derrumbarnos la moral; pensé que mis hijas flaquearían. Fue maravilloso oír, por ejemplo, que un tipo me gritó “güevón ignorante” y que otros miles de pacíficos, con estrépito medieval, nos llamaban “locos”, “necios” y nos arrojaban botellas de Powerade; y mis hijas siguieron como si nada, levantando aún más sus carteles.
“¿Cómo te sientes?”, le pregunté a Renatita, mi hija mayor, de nueve años. “Bien, me gustó”, dijo sonriente. Eso me alegró mucho. Pese a ser un “güevón ignorante”, creo que no fui un mal padre esa mañana.