Hace siete años, en 1999, presenté Arcángeles, un libro que, como algunos más de Paco Ignacio Taibo II (Gijón, España, 1949), apareció en medio de dos cumbres biográficas: la que escribió para el Che, publicada en el treinta aniversario de la muerte del guerrillero argentino, y ésta que hoy nos convoca, Pancho Villa, una biografía narrativa, asedio monstruo que intenta tomar de las solapas al revolucionario de Durango para ponerlo al alcance del interesado en materia de centaurismo norteño. El adjetivo monstruo no es en este caso un simple adorno retórico, pues desde su pura complexión física se trata de un libro fornido, de alta estatura y pelo en pecho, un libro como los que casi no se edifican en nuestro país, tierra no muy acostumbrada a los esfuerzos intelectuales de largo, de larguísimo aliento.
Tuve apremiantes cinco días para hincarle el ojo; lo hice entonces como Villa se pasó la vida: a salto de mata. Pese a ello, o quizá debo decir que debido a ello, sé que se trata de un relato que cumple honestamente con lo que promete en el subtítulo (“biografía narrativa”), pues el autor se ciñe otra vez, como en la expedición a Guevara de la Serna, al propósito cardinal que, sospecho, deben abrazar los libros de esta índole: contar lo más amena y documentadamente posible la existencia del personaje elegido. Por esta razón, y por muchas otras, Taibo II no es ahora sólo el escritor que rima con policialistas como Vázquez Montalbán o Rodolfo Walsh, por citar dos casos emblemáticos del género detectivesco trabajado en castellano, sino también el tenaz biógrafo que coloca su humilde y contemporáneo nombre al lado de los notables en la historia de la biografía mundial: en el pasado Diógenes Laercio y sus chismes de filósofos griegos, Plutarco y sus correlatos, Suetonio y sus césares; mucho después Vasari y sus genios renacentistas; más delante Stendhal y su Napoleón, luego Carlyle y sus héroes y Emerson y sus hombres representativos; más acá Madariaga y su Colón, Zweig y su descomunal Balzac, y en México Paz y su Sor Juana, José Luis Martínez y su Cortés o todavía más delante Taibo II y su Che (o sea que, con Villa, Taibo II se coloca al lado de Taibo II). En todos esos casos las biografías son, en efecto, escritura histórica, pero quizás también el gozne más visible entre literatura e historia. De ahí que, a diferencia de muchas historiografías académicas dedicadas a explorar un hecho colectivo (hay que decir al paso que la historia es la ciencia social encaminada a estudiar hechos socialmente compartidos en el pasado), la biografía, escrupulosa con un individuo y sus fantasmas, puede darse licencias narrativas que sin deformar al personaje lo conviertan casi en un sujeto corpóreo, redivivo, como ocurre ahora con este Pancho Villa a quien vemos muy de cerca y le podemos contar hasta los bigotes.
Este es pues un libro monumental, catedralicio, un libro donde el valor de la información se corresponde perfectamente con su amenazante envergadura. De hecho, cuando lo vi por primera ocasión, más que una biografía de Villa pensé que era la historia king size de toda la División del Norte. No es así; en estas páginas (884 a caja de gran formato y letra de 10 puntos e intelínea de 13, aproximadamente) el personaje que retiene dentro de su puño la luz de los reflectores es sólo Doroteo Arango. El esfuerzo de concentración autoral es titánico, de ahí que nos podamos hacer esta pregunta: ¿cómo pudo Taibo II sostener la atención en un sujeto durante tantas páginas tan apretadas de texto? La respuesta la da él mismo: por la pasión. Sin ambages, con sinceridad disparada a quemarropa confiesa un rasgo inocultable de su andanza investigativa: el cazador se ha enamorado de su presa. Y desprendo de eso más preguntas: ¿es prudente apasionarse por el personaje? ¿Le resta objetividad a su trabajo? ¿Le suma ficción? ¿Es posible levantar un mausoleo de tamaño calibre si antes no hay una pasión (amor, admiración, odio, respeto) por el personaje? Creo que el apasionamiento está autorizado en función de dos premisas: a) que el biógrafo confiese su afección (como lo hace Taibo II ) y que, al mismo tiempo, b) se comprometa a recaudar, examinar, cotejar y exhibir los pelos de la burra suficientes para probar lo que va afirmando. Si lo hace, cualquier desbordamiento de la pasión, es decir, cualquier recaída en la ficcionalización flagrante podrá ser descubierta por los lectores quisquillosos. Un ejemplo mínimo que puedo dar en este caso lo encuentra el lector cuando Taibo II habla, al principio de su océano panchovillista, del placer casi patológico que el guerrillero guardaba por los sombreros; eso podría ser tomado como hipérbole, como rasgo simpático diseñado por la pasión pintoresquista del narrador. Para demostrar su aserto, el autor encuentra un camino inmejorable: más que la prueba textual, la huella icónica: declara haber analizado más de 200 fotografías y en la apabullante mayoría de los casos el Centauro aparece con sombrero. He aquí la contundente prueba estadística de una aseveración que, sin documentos, parece chiste o simple exageración, embuste para acumular rasgos monos en el lomo del personaje, ya de por sí sobrecargado de leyendas.
No quiero entrar en anécdotas menudas contadas con salero por Taibo II , pues el lector las encontrará en cantidades ya no digo industriales, sino monopólicas en este vademécum villista. Mi vistazo prefiere reflexionar, sin poses sociologistas, sobre el hacer biográfico y sobre el sentido de un libro como éste en la coyuntura mexicana. En cuánto a lo primero, algunos sostienen que la vida de un sujeto no influye determinantemente en la sociedad que lo abarca; otros, como el mencionado Carlyle, creen que ciertos tipos son determinantes como brazos de palanca para mover a la multitud social; sea lo que fuere, hasta ahora ninguna sociedad ha podido prescindir del ser admirable, del héroe, del prócer, del tipo que parece condensar él solo todos los rasgos buenos y malos de la colectividad en la que se movió. De alguna forma, digamos, Las Casas es todos los misioneros al igual que Robespierre es todos los revolucionarios franceses. Villa es uno de estos tipos, y Taibo II lo ha percibido con tino; tanto es así que decir Villa es decir, sin más palabras, Revolución Mexicana y, sea cierto o no, el caso es que en el imaginario colectivo de nuestro país, y tal vez de más allá, sinonimizan el sujeto mortal con la gesta imperecedera. Habría que preguntarles, por ejemplo, a los gringos y a los alemanes en qué piensan primero cuando dicen Villa y/o Revolución Mexicana; probablemente una idea los lleve de inmediato a la otra.
Marcel Schwob ha destacado (él, que sin ser un maratonista de la biografía supo dar con claves hoy valiosas para entender al género) que el arte de quien narra vidas consiste en “en crear dentro de un caos de rasgos humanos”. Si alguien en nuestra tribu ha aprendido tal lección es, precisamente, Taibo II , y en su Che, y ahora quizá más en su Villa, deambula por el alma del personaje con olfato de perro y con mirada de cóndor.
La clave de la eficacia en Taibo II se localiza en el verbo narrar. Independientemente de las toneladas de información que puedan ser acumuladas, lo importante para él es no dejarlas caer sobre la cuartilla como gélida cronología, sino como relato, como relato amigable. La historia es, al fin, un relato, la narración de un hecho. La historia como tal, en puridad, no existe. Son tan irrecuperables los segundos que tardo en decir esto como lo son todos los segundos de todos los milenios que nos preceden; la historia, pues, no existe, o si existe es inasible, y lo único que el hombre ha podido hacer para recuperar retazos del pasado es obtener documentos, analizarlos y escribir luego relatos a los que por convención hemos dado en llamar historia. El documento por antonomasia es el texto, y para el historiador el texto es todo aquel testimonio del pasado que aún sobrevive, como fotos, películas, tradición oral, edificaciones, objetos varios. Incluso la historia de la prehistoria también necesita documentos, textos que en este caso son huesos, fósiles, pedernales que llevan escrito un código sólo traducible en palabras contemporáneas. Pues bien, ¿de qué le serviría a Taibo II la acumulación original del material villista si no lo socorriera la magia de la narratividad que él tan bien domina? El autor de Días de combate sigue el axioma de Marrou: la historia se hace con documentos y sin documentos no hay historia, ciertamente, pero también acata el axioma que alguna vez le oí a Pedro Brull: el escritor, o el biógrafo en este caso, tiene derecho a todo, menos a aburrir a sus lectores, y eso lo logra Taibo II con innumerables, con incontables guiños, como cuando señala que Villa tuvo 19 esposas y a todas “les cumplió”, donde el verbo cumplir no tiene una connotación burocrática, sino una muy humorística y mexicanamente venérea.
Hago un punto y aparte. Más allá de las aventuras, desasosiegos, peripecias, balazos, barbaries y amoríos del personaje, más allá del Villa anecdótico, ¿qué más hay? Tal vez interpreto con demasiada ligereza e impongo al autor un propósito que no tuvo, pero creo que este nuevo libro de Taibo II resalta, independientemente del protagonista que es suma y espejo de todos los incorporados a la bola, la importancia de la lucha de masas, del trabajo colectivo, de la emergencia popular y el liderazgo simbólico necesario en comunidades con larga tradición caudillista y en trance de aprendizaje político. Entiende el biógrafo que la llamada Revolución no fue un plan metodológicamene trazado desde el pensamiento, sino un efervescente choque de intereses entre grupos acaudalados y multitudes sin nada. Muchos de los líderes refolufios, acaso Villa el que más, intuyó lo necesario que era la lucha colectiva y compacta . Por eso creo que, así sea sutil, hay en este libro una moral, un sentido edificante en el sentido más laico y político de la palabra.
Michel de Certeau ha escrito que los discursos no son cuerpos que flotan en un ambiente que llamaríamos historia, sino que son históricos porque están ligados a operaciones y definidos por funcionamientos sociales. En otras palabras, toda la circunstancia humana es atravesada por una determinada historicidad, esto es, por un amplio conjunto de saberes, creencias, prejuicios y demás que resuenan en la voz y en la acción de cada sujeto social. Luego entonces, para entender a un personaje tan complejo y contradictorio como Villa nada mejor que reconstruir el ámbito social que lo hizo posible, la colectividad que en un movimiento de flujo y de reflujo, de marea, lo moldeó pero que también fue moldeada por la mano (debo decir quizá por la pistola) de este santón bárbaro.
No sé si México necesite villistas en este momento; lo que sí sé es que el anhelo democrático, no sólo electoral, de Madero, inspirador de Villa, sigue hoy tan vigente como hace casi cien años. Lo que ocurre es que ahora no nos agradan las incomodidades ni los sobresaltos como para luchar más allá del simple voto o de la indignación de sobremesa, y en eso confía el poder cuando defrauda y espera que la oposición se desgaste en luchas que ahora, para evitar harakiris, no son violentas y por lo mismo deben ser muy prolongadas. Villa jamás hubiera podido pensar lo que Guillermo O’Donnell (citado por el doctor Alberto J. Olvera), quien “plantea que sólo una ciudadanía integral (es decir, el acceso pleno a los derechos civiles, políticos y sociales) puede garantizar la existencia de una verdadera democracia. Mientras el acceso o disfrute de los derechos sea parcial o no exista para sectores amplios de la población, la democracia electoral será precaria y manipulable”.
Hoy, de lo que no me cabe duda es de que Villa estaría al menos inquieto con lo ocurrido recientemente en México, coyuntura que es resultado de la descomposición de un modelo en el que la equidad es lo menos visible. Los nucleamientos populares son una respuesta a la descomposición, no el motor de una posible descomposición, como muchos medios quieren hacernos creer cuando hablan de los seguidores coaligados en torno a lo que queda de nuestra izquierda. Ante la indiferencia pura que dice Lipovetsky en La era del vacío, la participación como único mecanismo de rechazo a las iniquidades del poder o, como ha declarado Taibo II , la lucha “para resistir el embate del neoliberalismo”.
En fin. Hoy no podría ser aplicada la penalidad que Villa propuso para abatir el fraude electoral, pues nos quedaríamos sin buena parte del ife y a tanto no llega nuestra polarización, pero es evidente que a su modo bronco, a su manera iletrada y con su garra de feroz tigre adulto se sumó a proyectos políticos y sociales que no sin utopismo harían de México un país mejor. Avanzamos, a tumbos avanzamos, en efecto, pero falta mucho ladrillo por colocar en este país atestado de pobreza. Libros como el de Taibo II , además de entretener, nos recuerdan de dónde venimos y por qué es necesario seguir remando. Son dos méritos que otra vez debemos agradecerle, además de las miles de horas nalga/espalda que se tomó al escribir esta biografía para principiantes, avanzados y remisos en lucha revolucionaria.
Tuve apremiantes cinco días para hincarle el ojo; lo hice entonces como Villa se pasó la vida: a salto de mata. Pese a ello, o quizá debo decir que debido a ello, sé que se trata de un relato que cumple honestamente con lo que promete en el subtítulo (“biografía narrativa”), pues el autor se ciñe otra vez, como en la expedición a Guevara de la Serna, al propósito cardinal que, sospecho, deben abrazar los libros de esta índole: contar lo más amena y documentadamente posible la existencia del personaje elegido. Por esta razón, y por muchas otras, Taibo II no es ahora sólo el escritor que rima con policialistas como Vázquez Montalbán o Rodolfo Walsh, por citar dos casos emblemáticos del género detectivesco trabajado en castellano, sino también el tenaz biógrafo que coloca su humilde y contemporáneo nombre al lado de los notables en la historia de la biografía mundial: en el pasado Diógenes Laercio y sus chismes de filósofos griegos, Plutarco y sus correlatos, Suetonio y sus césares; mucho después Vasari y sus genios renacentistas; más delante Stendhal y su Napoleón, luego Carlyle y sus héroes y Emerson y sus hombres representativos; más acá Madariaga y su Colón, Zweig y su descomunal Balzac, y en México Paz y su Sor Juana, José Luis Martínez y su Cortés o todavía más delante Taibo II y su Che (o sea que, con Villa, Taibo II se coloca al lado de Taibo II). En todos esos casos las biografías son, en efecto, escritura histórica, pero quizás también el gozne más visible entre literatura e historia. De ahí que, a diferencia de muchas historiografías académicas dedicadas a explorar un hecho colectivo (hay que decir al paso que la historia es la ciencia social encaminada a estudiar hechos socialmente compartidos en el pasado), la biografía, escrupulosa con un individuo y sus fantasmas, puede darse licencias narrativas que sin deformar al personaje lo conviertan casi en un sujeto corpóreo, redivivo, como ocurre ahora con este Pancho Villa a quien vemos muy de cerca y le podemos contar hasta los bigotes.
Este es pues un libro monumental, catedralicio, un libro donde el valor de la información se corresponde perfectamente con su amenazante envergadura. De hecho, cuando lo vi por primera ocasión, más que una biografía de Villa pensé que era la historia king size de toda la División del Norte. No es así; en estas páginas (884 a caja de gran formato y letra de 10 puntos e intelínea de 13, aproximadamente) el personaje que retiene dentro de su puño la luz de los reflectores es sólo Doroteo Arango. El esfuerzo de concentración autoral es titánico, de ahí que nos podamos hacer esta pregunta: ¿cómo pudo Taibo II sostener la atención en un sujeto durante tantas páginas tan apretadas de texto? La respuesta la da él mismo: por la pasión. Sin ambages, con sinceridad disparada a quemarropa confiesa un rasgo inocultable de su andanza investigativa: el cazador se ha enamorado de su presa. Y desprendo de eso más preguntas: ¿es prudente apasionarse por el personaje? ¿Le resta objetividad a su trabajo? ¿Le suma ficción? ¿Es posible levantar un mausoleo de tamaño calibre si antes no hay una pasión (amor, admiración, odio, respeto) por el personaje? Creo que el apasionamiento está autorizado en función de dos premisas: a) que el biógrafo confiese su afección (como lo hace Taibo II ) y que, al mismo tiempo, b) se comprometa a recaudar, examinar, cotejar y exhibir los pelos de la burra suficientes para probar lo que va afirmando. Si lo hace, cualquier desbordamiento de la pasión, es decir, cualquier recaída en la ficcionalización flagrante podrá ser descubierta por los lectores quisquillosos. Un ejemplo mínimo que puedo dar en este caso lo encuentra el lector cuando Taibo II habla, al principio de su océano panchovillista, del placer casi patológico que el guerrillero guardaba por los sombreros; eso podría ser tomado como hipérbole, como rasgo simpático diseñado por la pasión pintoresquista del narrador. Para demostrar su aserto, el autor encuentra un camino inmejorable: más que la prueba textual, la huella icónica: declara haber analizado más de 200 fotografías y en la apabullante mayoría de los casos el Centauro aparece con sombrero. He aquí la contundente prueba estadística de una aseveración que, sin documentos, parece chiste o simple exageración, embuste para acumular rasgos monos en el lomo del personaje, ya de por sí sobrecargado de leyendas.
No quiero entrar en anécdotas menudas contadas con salero por Taibo II , pues el lector las encontrará en cantidades ya no digo industriales, sino monopólicas en este vademécum villista. Mi vistazo prefiere reflexionar, sin poses sociologistas, sobre el hacer biográfico y sobre el sentido de un libro como éste en la coyuntura mexicana. En cuánto a lo primero, algunos sostienen que la vida de un sujeto no influye determinantemente en la sociedad que lo abarca; otros, como el mencionado Carlyle, creen que ciertos tipos son determinantes como brazos de palanca para mover a la multitud social; sea lo que fuere, hasta ahora ninguna sociedad ha podido prescindir del ser admirable, del héroe, del prócer, del tipo que parece condensar él solo todos los rasgos buenos y malos de la colectividad en la que se movió. De alguna forma, digamos, Las Casas es todos los misioneros al igual que Robespierre es todos los revolucionarios franceses. Villa es uno de estos tipos, y Taibo II lo ha percibido con tino; tanto es así que decir Villa es decir, sin más palabras, Revolución Mexicana y, sea cierto o no, el caso es que en el imaginario colectivo de nuestro país, y tal vez de más allá, sinonimizan el sujeto mortal con la gesta imperecedera. Habría que preguntarles, por ejemplo, a los gringos y a los alemanes en qué piensan primero cuando dicen Villa y/o Revolución Mexicana; probablemente una idea los lleve de inmediato a la otra.
Marcel Schwob ha destacado (él, que sin ser un maratonista de la biografía supo dar con claves hoy valiosas para entender al género) que el arte de quien narra vidas consiste en “en crear dentro de un caos de rasgos humanos”. Si alguien en nuestra tribu ha aprendido tal lección es, precisamente, Taibo II , y en su Che, y ahora quizá más en su Villa, deambula por el alma del personaje con olfato de perro y con mirada de cóndor.
La clave de la eficacia en Taibo II se localiza en el verbo narrar. Independientemente de las toneladas de información que puedan ser acumuladas, lo importante para él es no dejarlas caer sobre la cuartilla como gélida cronología, sino como relato, como relato amigable. La historia es, al fin, un relato, la narración de un hecho. La historia como tal, en puridad, no existe. Son tan irrecuperables los segundos que tardo en decir esto como lo son todos los segundos de todos los milenios que nos preceden; la historia, pues, no existe, o si existe es inasible, y lo único que el hombre ha podido hacer para recuperar retazos del pasado es obtener documentos, analizarlos y escribir luego relatos a los que por convención hemos dado en llamar historia. El documento por antonomasia es el texto, y para el historiador el texto es todo aquel testimonio del pasado que aún sobrevive, como fotos, películas, tradición oral, edificaciones, objetos varios. Incluso la historia de la prehistoria también necesita documentos, textos que en este caso son huesos, fósiles, pedernales que llevan escrito un código sólo traducible en palabras contemporáneas. Pues bien, ¿de qué le serviría a Taibo II la acumulación original del material villista si no lo socorriera la magia de la narratividad que él tan bien domina? El autor de Días de combate sigue el axioma de Marrou: la historia se hace con documentos y sin documentos no hay historia, ciertamente, pero también acata el axioma que alguna vez le oí a Pedro Brull: el escritor, o el biógrafo en este caso, tiene derecho a todo, menos a aburrir a sus lectores, y eso lo logra Taibo II con innumerables, con incontables guiños, como cuando señala que Villa tuvo 19 esposas y a todas “les cumplió”, donde el verbo cumplir no tiene una connotación burocrática, sino una muy humorística y mexicanamente venérea.
Hago un punto y aparte. Más allá de las aventuras, desasosiegos, peripecias, balazos, barbaries y amoríos del personaje, más allá del Villa anecdótico, ¿qué más hay? Tal vez interpreto con demasiada ligereza e impongo al autor un propósito que no tuvo, pero creo que este nuevo libro de Taibo II resalta, independientemente del protagonista que es suma y espejo de todos los incorporados a la bola, la importancia de la lucha de masas, del trabajo colectivo, de la emergencia popular y el liderazgo simbólico necesario en comunidades con larga tradición caudillista y en trance de aprendizaje político. Entiende el biógrafo que la llamada Revolución no fue un plan metodológicamene trazado desde el pensamiento, sino un efervescente choque de intereses entre grupos acaudalados y multitudes sin nada. Muchos de los líderes refolufios, acaso Villa el que más, intuyó lo necesario que era la lucha colectiva y compacta . Por eso creo que, así sea sutil, hay en este libro una moral, un sentido edificante en el sentido más laico y político de la palabra.
Michel de Certeau ha escrito que los discursos no son cuerpos que flotan en un ambiente que llamaríamos historia, sino que son históricos porque están ligados a operaciones y definidos por funcionamientos sociales. En otras palabras, toda la circunstancia humana es atravesada por una determinada historicidad, esto es, por un amplio conjunto de saberes, creencias, prejuicios y demás que resuenan en la voz y en la acción de cada sujeto social. Luego entonces, para entender a un personaje tan complejo y contradictorio como Villa nada mejor que reconstruir el ámbito social que lo hizo posible, la colectividad que en un movimiento de flujo y de reflujo, de marea, lo moldeó pero que también fue moldeada por la mano (debo decir quizá por la pistola) de este santón bárbaro.
No sé si México necesite villistas en este momento; lo que sí sé es que el anhelo democrático, no sólo electoral, de Madero, inspirador de Villa, sigue hoy tan vigente como hace casi cien años. Lo que ocurre es que ahora no nos agradan las incomodidades ni los sobresaltos como para luchar más allá del simple voto o de la indignación de sobremesa, y en eso confía el poder cuando defrauda y espera que la oposición se desgaste en luchas que ahora, para evitar harakiris, no son violentas y por lo mismo deben ser muy prolongadas. Villa jamás hubiera podido pensar lo que Guillermo O’Donnell (citado por el doctor Alberto J. Olvera), quien “plantea que sólo una ciudadanía integral (es decir, el acceso pleno a los derechos civiles, políticos y sociales) puede garantizar la existencia de una verdadera democracia. Mientras el acceso o disfrute de los derechos sea parcial o no exista para sectores amplios de la población, la democracia electoral será precaria y manipulable”.
Hoy, de lo que no me cabe duda es de que Villa estaría al menos inquieto con lo ocurrido recientemente en México, coyuntura que es resultado de la descomposición de un modelo en el que la equidad es lo menos visible. Los nucleamientos populares son una respuesta a la descomposición, no el motor de una posible descomposición, como muchos medios quieren hacernos creer cuando hablan de los seguidores coaligados en torno a lo que queda de nuestra izquierda. Ante la indiferencia pura que dice Lipovetsky en La era del vacío, la participación como único mecanismo de rechazo a las iniquidades del poder o, como ha declarado Taibo II , la lucha “para resistir el embate del neoliberalismo”.
En fin. Hoy no podría ser aplicada la penalidad que Villa propuso para abatir el fraude electoral, pues nos quedaríamos sin buena parte del ife y a tanto no llega nuestra polarización, pero es evidente que a su modo bronco, a su manera iletrada y con su garra de feroz tigre adulto se sumó a proyectos políticos y sociales que no sin utopismo harían de México un país mejor. Avanzamos, a tumbos avanzamos, en efecto, pero falta mucho ladrillo por colocar en este país atestado de pobreza. Libros como el de Taibo II , además de entretener, nos recuerdan de dónde venimos y por qué es necesario seguir remando. Son dos méritos que otra vez debemos agradecerle, además de las miles de horas nalga/espalda que se tomó al escribir esta biografía para principiantes, avanzados y remisos en lucha revolucionaria.
Comarca Lagunera, 1, octubre y 2006
Pancho Villa, una biografía narrativa, Paco Ignacio Taibo II, Planeta, México, 2006, 884 pp.
*Reseña leída en la presentación de este libro celebrada en el Teatro Nazas el 1 de octubre de 2006.