miércoles, enero 29, 2025

Dádivas con cola

 







Al salir de la farmacia pensé en la generosa escena de la que fui protagonista. Estaba a punto de pagar unos medicamentos cuando a mi espalda una señora le dijo a la cajera que sólo deseaba consultar el precio de un antigripal. Mientras yo pasaba mi tarjeta, la cajera del área farmacéutica fue por el remedio y rápido comunicó el precio a la señora: la caja con 12, tanto; la caja con 24, tanto más. Mientras la cajera echaba mi compra a una bolsita junto con la nota, pregunté a la señora, a todas luces humilde, si le alcanzaba con su dinero. Me respondió que apenas traía treinta pesos y abrió la mano para que yo viera las tres monedas. Decidí rápido: le dije a la cajera que yo pagaba el antigripal. La señora eligió la cajita con 24. Salí de la escena con un sentimiento de tristeza, casi de horror al recordar la mano abierta con las monedas de diez pesos. Narrar este gesto me sirve para enfatizar en carne propia, y no sin vergüenza, el fariseísmo de contarlo. Funciona como ejemplo para comentar un tipo de videos muy llegadores, aquellos que muestran alguna situación en la que se socorre fugazmente a un menesteroso.

Las situaciones son planeadas como producción de “contenido”. Alguien aborda a un desvalido en la calle y le pregunta si ya cenó. Como la respuesta es obvia, de inmediato le extiende el mejor combo de Burger King. Otro más intercepta a una señora que sale con dos tomates del supermercado; le pregunta por qué compró sólo eso, y recibe también una respuesta obvia o casi obvia, para luego invitarla a entrar de nuevo y llenar el carrito con comida.

De entrada, resulta evidente que la generosidad, así sea fugaz, es bienvenida, pero no el hecho de convertir la dádiva en un espectáculo, en “contenido” para lograr visitas a una cuenta de red social, pues con eso se hace evidente el mezquino propósito de conseguir algo que está más allá del puro gesto. Hacerlo da por sentado que la realidad puede cambiar con dádivas grabadas cuyo efecto es desviar la atención, que no veamos lo esencial: el permanente imperativo de crear (o al menos de pensar, que por algo se empieza) un mundo en el que no haya personas sin lo básico, personas que sólo sirven para que otros demostremos nuestra solidaridad de cartón pintado.

sábado, enero 25, 2025

La deshumanización del meme


 








Es harto conocido el ejemplo que sale a flote cuando se desea describir la ambivalencia de las herramientas necesarias en los quehaceres del ser humano: el que aparece primero es el del cuchillo, objeto que lo mismo sirve para ayudarnos a confeccionar nuestros alimentos que para matar. Esta bipolaridad de uso ha sido trasladada con facilidad a las nuevas tecnologías: internet sirve para acercarnos y hacer más fluida nuestra comunicación, pero también para propalar las más inmundas bajezas del hombre.

Las redes sociales, como uno de los muchos subproductos de internet, han permitido la creación incontable de “contenido”, como se le llama ahora a cualquier mensaje, sea profundo, convencional o descaradamente estúpido. Las posibilidades son diversas: videos sin audio, videos con voz en off, video con texto y música de fondo, fotos, fotos con audio, fotos con texto, fotos con texto y audio, dibujos, composiciones de collage, etcétera. Los temas son infinitos, desde información y comentarios de tipo científico hasta chistes, caídas, memorabilia, sketches, bailes sensuales y un larguísimo etcétera, todo en vertiginosa e inasible producción.

Este cosmos de “contenidos” induce a reflexionar en la importancia que tiene hoy la imagen en dos sentidos: como vena en la que se puede tomar el pulso a la realidad y como formadora del imaginario colectivo. Sería inocente pensar que la “inflación semiótica” —como la llama Bifo Berardi— de imágenes es inocua y no tiene gravitación en el formateo de subjetividades, de allí que se torne necesario observar las tendencias de la comunicación, los usos que se van imponiendo entre los productores y consumidores de “contenido”.

El mismo Berardi ha expresado con pesar y alarma que nuestra atención vive asediada, es decir, que en la “economía de la atención” somos víctimas de una frenética disputa por captar nuestro interés. La superabundancia de mensajes y la disponibilidad inconsciente para engullirlos perturba el “pensamiento lógico secuencial”, es decir, que antes de digerir una idea de manera ordenada pasamos a otra, y a otra, y a otra, infinitamente, en un brinco irrefrenable hacia fragmentos de sentido que a la postre impiden pensar, detener la mente en algo. En este incesante tiktokismo, por llamarlo así, los “contenidos” tienden forzosamente a adquirir los rasgos de producto diseñado para el consumo rápido, lo menos denso posible, que ahora es el equivalente al cine de pastelazo que vieron nuestros abuelos.

En el aluvión de mensajes, y jalonado por la tendencia al humor (o la ligereza) que destacó Lipovetsky desde los ochenta, asistimos al éxito de lo cómico que se apoya en la crueldad. Si fuera esporádico, escaso, no sería problema, pues miserabilidad espiritual siempre ha habido y habrá; el problema es que ahora cunde y se ha naturalizado tanto que ya apela a temas totalmente ajenos a lo humorístico y no como gracejada de sobremesa, sino como “contenido” audiovisual cuyo fin es la viralización e incluso el usufructo económico. El camino fácil para remediar eso, si es que tiene remedio, no es gritar censura o cancelación, sino hacer consciencia de que la crueldad no puede ser dinamo de la risa.

Gordos, mancos, cojos, enanos, negros, feos, gangosos, chimuelos, locos, jorobados, locas (homosexuales), bizcos, todo el repertorio de tipos humanos que no encajen en el ideal de equilibrio helénico o al menos con el de “normalidad”, son carne de meme o reel, la delicia de algunos generadores de “contenido” (siempre entrecomillaré esta palabra cuando me refiera a ese contenido). Ahora bien, algunos personajes usan su peculiaridad porque el anzuelo de hacerse virales es muy poderoso, además de que seguramente hay casos en los obtienen retribución por generar risa o morbo, tal y como ocurría en otros tiempos con los circos o las ferias y su exhibición cobrada de rarezas (un caso del pasado, célebre y atroz, fue el de pagar para ver a los siameses Donnie y Ronnie).

La inclinación omnipresente a celebrar con carcajadas la crueldad es también visible en el llamado stand up; en este género de comedia no es infrecuente que se busque la risa, entre otros abordajes, a partir de la discapacidad, la raza, la apariencia, la clase social, y sus rutinas terminan por alimentar el mundo audiovisual. Todavía en 2012, un cómico de la capital hizo un chiste sobre las víctimas de la guardería ABC; aunque todavía anda allí, en su momento y casi por unanimidad fue vapuleado en las redes que apenas tenían un lustro de uso en el planeta.

Los tiempos han cambiado, como pude verlo sin tapujos en un meme que me escupió Facebook. Lo describo solamente, pues no lo reenviaré ni siquiera para exhibir la crueldad que de él escurre. Es la foto real de una excavación en la que se ven una tibia y un peroné rematados en el pie con un calcetín y un tenis. Es todo, pero quien la reprodujo añadió este comentario: “Ojalá que mi hijo pronto nos mande dólares”. Luego de ver el seudochiste, hice lo que casi no: asomarme a los comentarios. No miento si digo que leí como treinta y terminé asqueado: salvo dos o tres que pedían respeto por las familias con parientes desaparecidos, los demási celebraban y pedían a los inconformes que se largaran a otro lado si no les gustaba.

Podrá decirse que no encuesté ni usé el método científico para llegar a una conclusión al menos provisional, pero con todo y que la mía es sólo evidencia anecdótica, creo que, como señalé al principio, se puede percibir prima facie que la ruindad moral va ganando la batalla frente a la sensatez, la solidaridad y el respeto, palabras que ya suenan casi obsoletas y de un plumazo se les descalifica como “superioridad moral” en las “redes antisociales”, como bien las llama Horacio Verbitsky.

En síntesis, no debemos tener en poco la influencia de los mensajes humorísticos apuntalados en la crueldad, pues no son inocuos. Antes bien, su muchedumbre y su penetración en el alma es tan eficaz y profunda que termina por moldear al ciudadano y, entre otras aberraciones, convertirlo en dócil votante de sujetos a los que luego, cuando los neodéspotas alcanzan legitimidad democrática para ejercer el poder, se les debe suplicar un poco de misericordia.

miércoles, enero 22, 2025

Regreso indeseable

 







El regreso se Trump a la Casa Blanca confirma que la llamada “batalla cultural” ha sumado un nuevo triunfo para la ultraderecha del mundo. Casi no era necesario tal retorno para saber que cunde en todos lados una actitud de simpatía por las inercias colectivas del individualismo y la entrega acrítica a los patrones de consumo como única posibilidad de coexistencia. Es en este caldo de cultivo donde echan raíz personajes estrafalarios como el actual presidente norteamericano, tipos que operan con mentalidad de capataces, no de estadistas.

Muchos pensadores han destacado que a la ultraderecha ya no le apena mostrarse como lo que siempre ha sido y poco antes todavía disimulaba un poco. Es un signo claro de los tiempos. Estos sujetos y sus adherentes pueden ser hoy desembozadamente racistas, homofóbicos, clasistas, colonialistas, negacionistas y todo lo repugnante que podamos sumar. Lo curioso es que ahora, lejos de perder simpatías y concitar rechazo, enganchan bien con colectividades que coinciden con sus ideas, si es que podemos llamar ideas a toda esa viscosidad despojada de pudor, vomitiva por su cabal falta de humanismo, espesa de agresividad contra todo lo que se aparte un pelo de sus creencias.

Apenas llegó, el exitoso empresario y redivivo presidente puso en marcha lo que hace poco se codificaba sólo como amenaza. Sin apego a las maneras habituales de la política y como el troglodita que es, puso en marcha iniciativas contra migrantes, nuevos aranceles, militarización en la frontera con México y repugnante agandalle geopolítico, entre otras barbaridades, engreído como Atila con corbata.

Ante tal sujeto —y otros que, como él aunque con mucho menos poder— no está de más preguntarnos hasta dónde ha llegado la “servidumbre voluntaria”, para decirlo con Étienne de La Boétie, de la ciudadanía que lo votó y apoya formas de actuar en las que siempre están implícitos el egoísmo y el odio, rasgos que pueden ser identificados con el neofascismo más sincero, como se pudo ver en el saludo ridículo y temible del Duce Musk.

Son malos tiempos pues para la solidaridad y el respeto. Lo que se avista con el flamante presidente es una amenaza para todos, incluso para quienes votaron por él y se creen salvados.

sábado, enero 18, 2025

A punta de suplementos











 

En el habla general de hoy la palabra “suplemento” remite de inmediato al mundillo de los gimnasios, a la escultura del cuerpo como requisito esencial para construir un yo atractivo, lo más lejano posible a la indeseable llegada de la vejez y la fealdad. Los suplementos son pues aquellos aditivos que acostumbra tomar quien se ejercita en un gym para ayudar a que su carrocería luzca mejor, más robusta o estilizada, según sea el objetivo que se quiera reflejar en las imprescindibles selfies.

Lamentablemente no me referiré aquí a ese tema apasionante, sino a uno de suyo aburrido y nada útil para mejorar la facha: los suplementos, aquellos tabloides o a veces revistas de papel encartados (“encartar” era el verbo que se usaba para el caso) semanalmente en algunos periódicos. Solían y suelen todavía hoy, aunque mucho menos, tratar temas específicos. Los había misceláneos, pero con frecuencia, también, abrazaban asuntos de “sociales” (hoy podríamos decir de socialités), de deportes, de ciencia, de espectáculos y a veces de cultura, fundamentalmente de cultura literaria.

Los cambios tecnológicos han dado cuenta de muchos suplementos, esto al grado de que ya son, los que quedan, excepcionales, vestigios de un pasado comunicacional agónico. Entre los más famosos supervivientes están La Jornada Semanal, Confabulario y Laberinto, de La Jornada, El Universal y Milenio, respectivamente. A ellos me asomo todavía tanto como puedo, pero es evidente que no con la misma fruición de los ochenta y noventa, mi época de oro como frecuentador de tales recipientes.

En efecto, durante las dos décadas susodichas fui lector infalible de suplementos, tanto que buena parte de mi formación en la juventud, si alguna tuve, se la debo a esos espacios añadidos a los periódicos. Comencé a leerlos y a archivarlos casi de casualidad. En 1982 yo había iniciado la carrera de Comunicación y casi al mismo tiempo el periódico habitual comprado por mi madre, La Opinión, dirigido entonces por Velia Margarita Guerrero, sumó a sus secciones dominicales el suplemento Opinión Cultural, un tabloide de ocho páginas impresas —como no podía ser de otra manera— en papel periódico. Además de la portada, contenía siete páginas con materiales sobre todo literarios, pero no notas informativas, sino artículos, ensayos, poemas, relatos, crónicas, entrevistas, reseñas y fragmentos de libros diversos. Lo encabezaron al principio Enrique Rioja del Olmo, Agustín Velarde y Saúl Rosales, y pasado un tiempo fue el último mencionado quien se encargó de coordinarlo. Durante los seis o siete años, no recuerdo con precisión, que duró, semana tras semana lo separé, lo leí y lo coleccioné, y todavía hoy conservo algunos ejemplares.

Ya picado por la adicción a esos papeles hebdomadarios y gracias a los comentarios que pescaba en las reuniones con amigos de literatura, comencé a comprar cinco o seis periódicos nacionales y uno español, sólo para extraer de ellos los suplementos culturales. Una parte de mi presupuesto como incipiente trabajador de la docencia y comunicación se iba en ese gasto que para mí era fijo e ineludible, pues me hice a la idea de formar un archivo perfecto de los suplementos que había elegido conseguir cada ocho días, sin omisión.

Así, establecí tratos con voceadores de estanquillos para que me separaran los sábados y los domingos el periódico que yo les indicaba. Cambié tres o cuatro veces de proveedor, todo con el fin de que no me fallara el apartado de Unomásuno, Excélsior, El Nacional, La Jornada, Novedades, Reforma y El País (de España), diarios a los cuales yo les extraje, al menos durante quince años seguidos (1985-2000), semana tras semana, los suplementos Sábado, El Búho, El Dominical, La Jornada Semanal, El Semanario, El Ángel y Babelia, otra vez respectivamente. Por unos dos o tres años a estas publicaciones se sumó, como regalo de Jaime Palacios Chapa, el suplemento Aquí vamos del periódico El Porvenir, de Monterrey.

Conservo todavía ejemplares de aquella brega archivística, pero es obvio que a la larga había acumulado tantos que fue inevitable regalarlos por pequeños tantos a jóvenes alumnos que me iba topando en el camino magisterial. Cuando ya no hubo nadie a quien obsequiarlos, muchos los tiré tratando de no sentir dolor, para que la acción eliminatoria no fuera a tener marcha atrás.

¿Sirvió de algo toda aquella lectura de reseñas, de ensayos, de artículos desparramados en decenas de suplementos? ¿Valió la pena ir y venir cada semana al centro de Torreón para comprar al voceador los periódicos que me apartaba? ¿Tuvo algún sentido acumular tantos papeles durante tantos años? Más allá de responder estas preguntas, voy a concluir con una afirmación que doy, que me doy, cuando me preguntan o me pregunto lo mismo en relación con los demasiados libros. Quizá el fruto que a la larga me dieron los suplementos sea pobre, no materializado ahora en nada verdaderamente destacado o valioso para nadie, ni siquiera para mí, pero me pasó, e igual me pasa con los libros, que ir por ellos, leerlos, buscar algunas firmas y envidiar ciertas capacidades analíticas le dio sentido a mi juventud, la tiñó de una grata ansiedad, ya que dicha ansiedad estaba segura de que el domingo, cualquier domingo de aquellos años formativos, iba a ser anulada a punta de suplementos cuando en casa hojeara cada página de cada publicación, todo al ritmo lento que poco después aceleró la aparición del internet. El fruto o beneficio de aquella búsqueda silenciosa no estaba pues en el futuro: era en sí aquel presente de goce intelectual y estético basado en papel corriente, en papel periódico, en papel de suplemento cultural.

Nota. La imagen que ilustra el post es de uno de los suplementos que conservo, este de tipo revista con Kafka joven en su portada. Se trata de La Jornada Semanal número 185, del 27 de diciembre de 1992. 


miércoles, enero 15, 2025

De los fines


 






Ciertas palabras se despliegan como papel doblado para crear otras en las que se reacomodan de manera evidente o sutil. Una de ellas es “fin”, palabra proveniente del latín “finis” cuyo significado es “término”, “borde”, “conclusión”. Enumero, sin llegar asimismo a ninguna conclusión, sólo por el hecho de tenerlas a la vista, algunas voces que incluyen en su cuerpo la palabra “fin”. Ya veremos que unas son obvias y otras no tanto.

Afín. Parecido en el sentido de que algo se aproxima mucho a otra cosa, a su borde, de manera que entre ambas se da una especie de contigüidad o identidad. “Ambos tienen talentos afines”.

Afinar. Llevar algo al fin de su perfección. “Afina la guitarra antes de tocarla”. “Afinaron los acabados de la casa”.

Confín. Orilla, punto limítrofe de un espacio. “Vive en el confín de México”.

Confinar. Encerrar a alguien en un límite determinado. “La pandemia nos confinó en nuestras casas”. “Confinaron a los presos en una nueva cárcel”.

Definir. Poner límite, fin, a una palabra o idea, establecer su borde semántico. “Debemos definir qué entendemos por hermenéutica”. “La definición de ‘definición’ es ‘Proposición que expone con claridad y exactitud los caracteres genéricos y diferenciales de algo material e inmaterial’”.

Finiquitar. Dar término a un trato o negocio. “Finiquité el pago de las mensualidades”.

Finisterre. Nombre de una ciudad gallega que literalmente significa “fin de la tierra”. “Finisterre es un municipio ubicado en el extremo oeste de España, frente al océano Atlántico”.

Finito. Lo que carece de término, aunque a veces se usa como diminutivo de “fino”. “El plazo que le dieron es finito”, “Es finita la vida que tenemos”. O: “Es un muchacho muy finito”, “Hay que picar finito ese cilantro”.

Infinito. Que no es finito, por el prefijo de negación “in”. “Al infinito y más allá” (frase  hiperbólica, dado que en teoría no hay más allá de lo infinito).

Sinfín. Usada como sustantivo asimismo hiperbólico para designar lo que no tiene término, lo que en teoría es inacabable (digo hiperbólico porque si nos atenemos a la realidad pura, todo tendrá fin, hasta el sol). “Tiene un sinfín de problemas”. No confundir con la locución “sin fin”. “Es una historia sin fin”. “Salí a caminar sin fin preciso”.

sábado, enero 11, 2025

Ser Abelardo Castillo

 
















El nombre Abelardo Castillo dirá poco en México, casi nada. Es uno más de los numerosos escritores latinoamericanos cuya obra quedó circunscrita a una patria, la suya. Nació en la ciudad de San Pedro, provincia de Buenos Aires, Argentina, en 1935, aunque, como tantos allá, desarrolló su trabajo literario en la capital. Decir que es un escritor de repercusión sólo argentina no es agraviarlo, pues ya se sabe que, salvo muy pocas excepciones, los escritores latinoamericanos a lo mucho alcanzan una fama endogámica, de fuste nacional, lo que por otro lado no es poco.

Lo leí por primera vez en 2005 gracias a un regalo de Juan Pablo Neyret, quien desde Mar del Plata me envió a Torreón los Cuentos completos de Castillo publicados por Alfaguara. Las palabras que acompañaban el obsequio fueron muy generosas: Neyret escribió que me acercaba un escritor en el que yo encontraría ecos de mi trabajo, rasgos que seguramente me harían fraterno el tono de sus narraciones. Fue una hipérbole amistosa, claro, pero tras leerlo confirmé que se trataba de un notable cuentista, un autor de microcosmos densos de desgarramiento humano, de almas abrumadas por el látigo de la existencia. Por aquellos años yo seguía trajinando como profesor volante, y era una época en la que los alumnos aún ponían más atención a la clase que al celular. Por ello no fueron pocas las aulas en las que, entre otros textos, introduje como parte del material de lectura algunos cuentos de Castillo, sobre todo dos que siempre funcionaron bien: “El candelabro de plata” y “La madre de Ernesto”, relatos en los que se advierte claramente una tesitura destoyevskiana, vidriosa, entre brutal y conmovedora, valga el oxímoron.

Autor de novelas, obras de teatro, ensayos, diarios, antologías, artículos e incluso algo de poesía, sospecho que el cuento fue (es) lo más apreciable de su producción. Un abordaje sumario de su carrera sintetiza lo anterior con esta semblanza disponible en internet: narrador y dramaturgo argentino cuya obra narrativa se caracteriza por su prosa cortante y muchas veces reveladora de la sordidez de la realidad. Animador de la difusión y el debate literario-político, fundó con Arnoldo Liberman El Grillo de Papel, que luego se llamó El Escarabajo de Oro, una de las revistas literarias de más larga vida (1959-1974) en la Argentina. Posteriormente dirigió El Ornitorrinco (1977-1987). Compaginó su actividad literaria con las colaboraciones periodísticas y la dirección de talleres de creación literaria. En 1961 obtuvo el premio Casa de las Américas por los cuentos de Las otras puertas, género que continuó con Cuentos crueles (1966), Los mundos reales (1972), Las panteras y el templo (1976), El cruce del Aqueronte (1982) y Las maquinarias de la noche (1992), luego reunidos en Cuentos completos (1998). La narrativa de Abelardo Castillo evolucionó de un realismo de signo existencial y comprometido social y políticamente (en la línea de Sartre) a una mayor estilización que lo acerca al expresionismo; sus argumentos colocan a menudo a los personajes en situaciones límite envueltas en un denso fatalismo. 

Hasta aquí la referencia biográfica retocada levemente. Con tal lona recorrida, en 2005, a los setenta de su edad, publicó Ser escritor (Seis Barral, Buenos Aires, 219 pp.), libro de aproximaciones al oficio de leer y de escribir. No es un manual o, como los denominaban hace dos siglos, una “preceptiva”, sino una serie de breves apuntes en los que comparte, destilada y asistemática, su experiencia literaria. Así pues, es un libro de suyo interesante para quienes han elegido dedicarse, con o sin talento, a engarzar palabras cuyo fin es llegar a ser arte.

Ser escritor es abarcado por diez capítulos, algunos con título elocuente: “El oficio de escribir”, “Literatura nacional”, “Los talleres del escritor”, “Crítica y críticos”, “Escritores en persona”, “Ética y compromiso”, “Filosofía y letras”, “Irreverencias”, “Baúl” y “Mínimas”. En todos late una prosa severa y el modo entre taxativo y socarrón de quien ya sabe que sabe mucho del asunto o al menos lo suficiente como para que no le vengan con que cambie o matice sus pareceres. El impulso pues es de aforismo, de sentencia, de idea planteada así, contundentemente, porque lo escrito ha sido pensado y repensado en años, los muchos años de lectura y escritura que sumaba ya Castillo cuando acuñó las aseveraciones.

Para quienes escriben, las observaciones de Castillo pueden servir como semáforo: ayudarán a seguir rutas de trabajo, advertirán sobre problemas inherentes al oficio y frenarán a quienes asuman con candidez algunos malentendidos sobre esta labor y sobre varios escritores. Como es un libro armado con pedacería, con textos cortos y muchos hasta brevísimos, es fácil trasegar ejemplos. Esto dice sobre “El culto del coraje”: “El culto del coraje en el tango y en nuestra literatura no es más que el subproducto de la reverencia natural, humana, que se tiene por lo heroico; que lo llevemos al plano del coraje gratuito, sólo significa que andamos escasos de épica en el sentido homérico”. Dicho sea de paso, lo citado podría valer para explicar el culto actual a los héroes deportivos.

En “La historia subterránea” destaca un rasgo esencial de la buena narrativa: “Ninguna historia cuenta una sola historia, ni en los libros ni en la vida. Pero, sobre todo en la literatura, si la historia subterránea no es en cierto modo la esencial no hay obra de ficción”.

Al hablar de algunos escritores totémicos, apunta detalles que incluso mueven a sonrisa: “Cortázar ha dicho que no corregía, o que improvisaba sus cuentos sin saber cómo ni por qué. Es falso, es una pose inocente o una broma para señoritas que venden arpas usadas. Yo recuerdo cartas que acompañaban algún cuento para la revista: ‘Por favor los puntos, las comas; revísemelo usted mismo, lo he corregido tanto’. Cortázar coqueteaba un poco al decir que escribía sus historias sin saber adónde iba. Él a lo mejor no lo sabía; pero su inconsciente sí. Esa poética del éxtasis, que profesan los jóvenes tontos, sólo es útil si ya se es Cortázar, si ya se tiene una ciega confianza en que las palabras hablan por nosotros”.

Sobre Macedonio Fernández, esta boutade curiosamente macedónica: “Un malentendido nacional, de orden benévolo. No fue novelista ni poeta ni mucho menos metafísico. En algún sentido, apenas si fue escritor. Bien leído, era amanerado, caótico y plúmbeo, a fuerza de querer ser siempre ingenioso. Como sería absurdo no admirarlo, yo también lo admiro”.

Por último, notas de reivindicación como esta sobre José Ingenieros, autor que a México llegó sólo con El hombre mediocre (colección  Sepan cuantos… mediante): “Si yo fuera pedagogo, recomendaría a los jóvenes que dejen de leer estupideces, se olviden de los dictámenes académicos, y le peguen un ojeadita a los libros de Ingenieros. Muy pocos hombres pensaron bien y, al mismo tiempo, escribieron bien en nuestro país. Ingenieros fue uno de esos raros”.

Libros como Ser escritor —de notas sueltas, de apuntes rápidos y algo malhumorados— son gratos cuando provienen de alguien que ya es Castillo, un escritor formado en la lectura permanentemente crítica, aquella que constituye la base del extraño, del traumático oficio de escribir.

Abelardo Castillo murió en Buenos Aires en 2017.

miércoles, enero 08, 2025

Con trabajo


 











Sé que es fallida, pero la idea del título encierra, miren pues, la palabra “contrabajo”, instrumento musical cuya ejecución y mero transporte se da, indefectiblemente, con-trabajo. En la nouvelle El contrabajo (Seix Barral, México, 1987, 92 pp.), de Patrick Süskind (Ambach, Alemania, 1949), asistimos a un monólogo que toma como pretexto aquel incómodo instrumento para contarnos algunas calamidades que son moneda común en la realidad humana. La principal, creo, es ésta: que ciertos oficios son terribles y al mismo tiempo fundamentales.

Dice más, por supuesto, todo con erudición musical, pero puedo suponer que la ya mencionada es una de sus intenciones medulares. En términos de forma, El contrabajo es una novela corta, como ya lo observé, con pedante galicismo, al llamarla nouvelle (en su origen se planteó como obra teatral, pero no representada se deja abordar como relato). La narración fluye entonces de dos maneras: una, mediante el monólogo del músico, y dos, con las acotaciones de índole teatral que de manera intermitente precisan la acción, como pespunte en cursivas, del tipo convencional en la dramaturgia: “Interrumpe la música y bebe”.

Es de notar que su tiempo objetivo no pasa de un corto rato. El subjetivo va más allá, pues toca momentos del pasado vivido por el contrabajista. Todo lo que dice es, como ya señalé, un monólogo, pero bien puede ser un soliloquio, ya que el interlocutor, si lo hay, jamás aparece ni expresa una palabra. Un detalle que mueve a pensar en la hipótesis de que el hablante está loco o al menos algo obnubilado por la ingesta de alcohol, es que bebe cerveza durante todo el rato y permanece casi fijo en su departamento insonorizado.

La cerveza y el monólogo recuerdan “Luvina”, el cuento de Juan Rulfo en el que una sola voz explica, inmóvil, cómo es aquel pueblo afantasmado y refractario a toda forma de alegría. La voz que habla en la historia de Süskind opera de modo análogo: parece que alguien llegó a su buhardilla y le preguntó qué es un contrabajo. La respuesta del músico es el monólogo por el que se resbalan nuestros ojos, una descripción que desborda las características, la historia y el uso del instrumento —panegírico y diatriba a la vez—, pues termina enumerando las heterogéneas miserias económicas, sexuales y sociales padecidas por el relator debido a su vínculo con al absurdo mastodonte de madera y cuatro cuerdas. Al final de la obra podemos acusar una suerte de abatimiento: si trabajar con el contrabajo condena a ese infierno, ¿qué podemos esperar quienes nos ganamos el pan en algo nada sublime?

Trato de no buscar flecos simbólicos en lo que leo, pero aquí atreveré una pálida excepción: el contrabajo de la historia es un símbolo de lo que pesa la existencia, cualquier existencia, cuando lo que hacemos es invisible, marginal, de octava categoría y a la vez estresante. Aprender a sobrellevar tal destino, tragarse a diario el sapo de la existencia gris que (también a diario) nos demuele, es un desafío que quizá, como lo hace el personaje de Süskind, demanda una buena y justificada y frecuente dosis de cerveza o de cualquier otro analgésico.

sábado, enero 04, 2025

El cine de Ismael












 

Casi no hay mexicano mayor de cincuenta años que no haya sido tocado, o al menos rozado, por el cine de Ismael Rodríguez (Ciudad de México, 1917-Ídem, 2004). Obviamente me cuento entre ellos, ya que gracias sobre todo a la televisión, no tanto a la sala cinematográfica, vi Nosotros los pobres, Ustedes los ricos, A toda máquina y varias cintas más que llegaron a convertirse en parte de la cultura popular mexicana.

Es muy probable que nuestros abuelos y nuestros padres las vieron cuando fueron estrenos, éxitos de taquilla que encumbraron sobre todo a Pedro Infante como ídolo del país. Mi generación llegó a ese viejo cine mediante la televisión, aparato que al extender sus horarios requirió de las películas para mantener al público atado a la pantalla. Fue, como digo, mi caso, de modo que parte de la educación sentimental que recibí fue similar a la de mis padres, una educación llena de “Amorcito corazón”, “Parece que va a llover” y “Te quero más que a mis ojos”, canciones que no podemos escuchar sin las imágenes ya conocidas dentro de la cabeza.

Memorias (Conaculta, México, 2014, 107 pp.) de Ismael Rodríguez es por ello un libro importante para conocer de cerca al más influyente cineasta mexicano. No lo escribió directamente, sino por medio del crítico Gustavo García, quien entrevistó al realizador y extrajo sus vivencias bien abultadas de guiones, actores, cámaras, luces y acción, el universo de la cinematografía que le cupo en suerte sobre todo durante la llamada —con chovinista hipérbole— “época de oro del cine mexicano”.

El libro es un largo relato en primera persona sólo entrecortado con “cabecitas de descanso” que fungen como capítulos, 25 en total. Aunque no explícitamente marcado con fechas, el desarrollo de la memoria es cronológico, y por ello abarca de la niñez del realizador hasta el fin de siglo, cuando él ya estaba en el ocaso de su vida. Es evidente que Rodríguez fue hiperactivo, una especie de workaholic, como denominan los gringos a quienes tienen el feo vicio de trabajar sin medida ni clemencia. Otra adicción tuvo, la del cigarro, a la que jamás pudo renunciar. La incapacidad del cineasta para permanecer quieto se deja apreciar en lo apretado de la actividad que desarrolló desde su niñez, relacionada en un principio con el negocio familiar, una panadería. Por un problema de sus padres en el contexto de la persecución religiosa emprendida en el callismo, los Rodríguez fueron a radicar en California, lugar en donde el jovencito Ismael tuvo acceso a una mejor tecnología de sonido, que fue lo primero en lo que se vinculó con el arte fílmico. Al volver a la capital de nuestro país, muchas salas habían sido abiertas y el cine se había convertido en un fenómeno de masas, en el entretenimiento público más popular. Los Rodríguez, no sólo Ismael, se relacionaron con esa incipiente industria, y fue así como, entre obstáculos y negativas, a codazos, el joven cineasta se abrió camino hasta la oportunidad de dirigir.

En las páginas de estas Memorias casi no hay nombre de la cinematografía nacional que no aparezca. Entre los ausentes conté muy pocos (Clavillazo, Silvia Piñal, el Santo…), pero uno puede pensar casi en cualquier actor, productor, director, fotógrafo, editor y demás, hasta en la maquillista Fraustita, y aquí aparecen. Algunos nombres son los más recurrentes, esto por la cercanía afectiva y profesional que Rodríguez tuvo con ellos. Es el caso de Frank Capra (el gran director ítalo-norteamericano), Pedro Infante (su principal creación) y Ricardo Garibay (autor de varios de sus guiones). Destaco estos tres nombres, pero un índice onomástico del libro podría arrojar sin duda más de 300 que el lector recordará haber leído ya en los muchos créditos de películas mexicanas rodadas entre 1940 y 1995, que fue la ancha etapa en la que el cineasta que nos ocupa trabajó sus filmes.

Como es de esperar en este tipo de libros, las Memorias de Ismael Rodríguez abundan en anécdotas, en la mención de quienes lo ayudaron y de quienes lo obstruyeron, en sus numerosos viajes, en sus líos con la absurda censura, en incontables chismes de la farándula y en la descripción de sus malicias para resolver asuntos técnicos. Sobre esto último destaca el logro no menor de Los tres huastecos, película en la que hizo figurar tres veces a cuadro, simultáneamente, como ya sabemos, al mismo actor, Pedro Infante. Y ya que menciono al actor sinaloense, queda claro que su principal “inventor” fue Rodríguez, quien lo llevó al estrellato que jamás, hasta la fecha, ha perdido y fue magnificado por el avionazo que segó su vida el 15 de abril de 1957.

Sólo por destacar tres pasajes de estas Memorias, menciono el caso de Buñuel y Los olvidados. El cineasta español recibió un guion muy parecido a Nosotros los pobres, de la urbe proletaria chilanga, y lo despojó de canciones y melodrama hasta dejarlo casi crudo, de una severidad colindante con lo cruel. Para Ismael Rodríguez fue verdad que se trató de una gran película: “Tiene un enorme mérito, pero es para un público reducido. Para hacerla taquillera le hizo falta todo lo que le quitó”.

Otra anécdota se relaciona con Ánimas Trujano, película mexicana cuyo protagonista fue el actor japonés Toshiro Mifune. Luego de los enredos para contratarlo, se rodó en Oaxaca y al final tuvo un gran reconocimiento de la crítica, tanto que fue nominada al Oscar. La voz del nipón fue doblada al español por Narciso Busquets, y cuando Rodríguez fue a ver su exhibición en Japón le pidieron que no mencionara el doblaje, pues allá la gente admiraba que Mifune la hubiera filmado con su voz en español. Esta cinta fue realizada por Rodríguez gracias a una recomendación de Juan Rulfo.

La última anécdota que cito no tiene gran relevancia, pero atañe a uno de los recuerdos más tercos de mi memoria como espectador de esas películas. Al rodar la tragedia del Camellito, aquella escena atroz en la que el tranvía cercena ambas piernas del jorobado con el mote apenas eufemístico, Rodríguez explica que hicieron un pozo al lado de la vía; allí metió sus piernas el Camellito para luego poner unas piernas falsas al otro lado del riel. El ingenio al servicio de la truculencia.

Para los amantes de nuestro viejo cine, las Memorias de Ismael Rodríguez son un viaje a su pasado, un pasado que gracias a los filmes también nos pertenece.

jueves, enero 02, 2025

Tesis sobre Juegos de amor y malquerencia

 












Liga para descargar gratuitamente el PDF que contiene una investigación sobre el uso de mexicanismos en mi novela Juegos de amor y malquerencia (2001), trabajo realizado por Jette Iris Veenstra, de la Universidad de Utrecht, en Países Bajos. Pulse en la palabra libro.

miércoles, enero 01, 2025

El gallo de oro otra vez


 








Un vagabundeo en la plataforma Prime me deparó el encuentro inesperado de El gallo de oro, película basada en un relato de Juan Rulfo. El texto, un cuento o novela corta, como queramos verlo, fue adaptado a guion por Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, y contaron para esto con la colaboración de Roberto Gavaldón, quien a su vez dirigió la cinta. De la historia hubo un remake, como le llaman, titulado El imperio de la fortuna, y recientemente una serie con la cantante Lucerito como protagonista, que por supuesto tengo toda la intención de no ver.

Para mí, El gallo de oro es y será siempre el primero que salió a la luz, el de 1964, con Narciso Busquets como Lorenzo Benavides, Lucha Villa como La Caponera e Ignacio López Tarso como Dionisio Pinzón (ver foto). En este triángulo de buenos actores baso mi querencia a la historia concebida por Rulfo sobre el mundo de las ferias y los galleros.

El argumento es sencillo, pero está lleno de interés. Pinzón es un pobre diablo que se dedica al hoy extinto oficio de pregonero, una especie de publicista antiguo. Vive con su madre, quien muere al principio de la historia mientras su hijo sueña con la feria próxima que le dará la oportunidad de ganar buen dinero como gritón de palenque. Tras el fallecimiento de su madre, Pinzón desea comprar una caja digna para enterrarla, pero como no tiene plata se conforma con envolverla en un petate, como taco.

Así llegan las peleas de gallos, y en una de ellas rescata de la muerte a un gallo perdedor, que queda lisiado. Lo reanima, lo cura y lo entrena hasta que lo presenta a una pelea. Para entonces, el don nadie Pinzón ya se ha enamorado secreta e imposiblemente de La Caponera, una cantante de feria y compañera del gallero y tahúr Lorenzo Benavides. La suerte de Pinzón es grande: su gallo gana varias peleas a Benavides, y atribuye los triunfos a su talismán, La Caponera. Con la intercesión de la cantadora, Pinzón se asocia entonces con Benavides, y ganan, se hacen incluso de una hacienda, lo que precipita el final, pues La Caponera es mujer de ferias, no una esposa convencional.

Cierto que la película exhibe todavía el lastre de cargar demasiadas canciones dentro del argumento (aunque en algo justificadas por el oficio de La Caponera), pero no deja de abordar dos temas que siempre han estimulado la imaginación de la humanidad: el de la fortuna y sus vaivenes, por un lado, y los flecos de la ambición y el triunfo, por otro.

Ha sido un grato accidente reencontrarla.

Que tengan un espléndido 2025.