En
el habla general de hoy la palabra “suplemento” remite de inmediato al
mundillo de los gimnasios, a la escultura del cuerpo como requisito esencial
para construir un yo atractivo, lo más lejano posible a la indeseable llegada
de la vejez y la fealdad. Los suplementos son pues aquellos aditivos que acostumbra
tomar quien se ejercita en un gym
para ayudar a que su carrocería luzca mejor, más robusta o estilizada, según
sea el objetivo que se quiera reflejar en las imprescindibles selfies.
Lamentablemente
no me referiré aquí a ese tema apasionante, sino a uno de suyo aburrido y nada
útil para mejorar la facha: los suplementos, aquellos tabloides o a veces
revistas de papel encartados (“encartar” era el verbo que se usaba para el caso)
semanalmente en algunos periódicos. Solían y suelen todavía hoy, aunque mucho
menos, tratar temas específicos. Los había misceláneos, pero con frecuencia,
también, abrazaban asuntos de “sociales” (hoy podríamos decir de socialités), de deportes, de ciencia, de
espectáculos y a veces de cultura, fundamentalmente de cultura literaria.
Los
cambios tecnológicos han dado cuenta de muchos suplementos, esto al grado de
que ya son, los que quedan, excepcionales, vestigios de un pasado
comunicacional agónico. Entre los más famosos supervivientes están La Jornada Semanal, Confabulario y Laberinto, de La Jornada, El Universal y
Milenio, respectivamente. A ellos me asomo todavía tanto como puedo, pero
es evidente que no con la misma fruición de los ochenta y noventa, mi época de
oro como frecuentador de tales recipientes.
En
efecto, durante las dos décadas susodichas fui lector infalible de suplementos,
tanto que buena parte de mi formación en la juventud, si alguna tuve, se la
debo a esos espacios añadidos a los periódicos. Comencé a leerlos y a
archivarlos casi de casualidad. En 1982 yo había iniciado la carrera de
Comunicación y casi al mismo tiempo el periódico habitual comprado por mi
madre, La Opinión, dirigido entonces
por Velia Margarita Guerrero, sumó a sus secciones dominicales el suplemento Opinión Cultural, un tabloide de ocho
páginas impresas —como no podía ser de otra manera— en papel periódico. Además
de la portada, contenía siete páginas con materiales sobre todo literarios,
pero no notas informativas, sino artículos, ensayos, poemas, relatos, crónicas,
entrevistas, reseñas y fragmentos de libros diversos. Lo encabezaron al
principio Enrique Rioja del Olmo, Agustín Velarde y Saúl Rosales, y pasado un
tiempo fue el último mencionado quien se encargó de coordinarlo. Durante los
seis o siete años, no recuerdo con precisión, que duró, semana tras semana lo
separé, lo leí y lo coleccioné, y todavía hoy conservo algunos ejemplares.
Ya
picado por la adicción a esos papeles hebdomadarios y gracias a los comentarios
que pescaba en las reuniones con amigos de literatura, comencé a comprar cinco
o seis periódicos nacionales y uno español, sólo para extraer de ellos los
suplementos culturales. Una parte de mi presupuesto como incipiente trabajador
de la docencia y comunicación se iba en ese gasto que para mí era fijo e ineludible, pues
me hice a la idea de formar un archivo perfecto de los suplementos que había
elegido conseguir cada ocho días, sin omisión.
Así,
establecí tratos con voceadores de estanquillos para que me separaran los
sábados y los domingos el periódico que yo les indicaba. Cambié tres o cuatro
veces de proveedor, todo con el fin de que no me fallara el apartado de Unomásuno, Excélsior, El Nacional, La
Jornada, Novedades, Reforma y El País
(de España), diarios a los cuales yo les extraje, al menos durante quince años
seguidos (1985-2000), semana tras semana, los suplementos Sábado, El Búho, El Dominical, La Jornada Semanal, El Semanario, El
Ángel y Babelia, otra vez
respectivamente. Por unos dos o tres años a estas publicaciones se sumó, como
regalo de Jaime Palacios Chapa, el suplemento Aquí vamos del periódico El
Porvenir, de Monterrey.
Conservo
todavía ejemplares de aquella brega archivística, pero es obvio que a la larga
había acumulado tantos que fue inevitable regalarlos por pequeños tantos a
jóvenes alumnos que me iba topando en el camino magisterial. Cuando ya no hubo
nadie a quien obsequiarlos, muchos los tiré tratando de no sentir dolor, para
que la acción eliminatoria no fuera a tener marcha atrás.
¿Sirvió de algo toda aquella lectura de reseñas, de ensayos, de artículos desparramados en decenas de suplementos? ¿Valió la pena ir y venir cada semana al centro de Torreón para comprar al voceador los periódicos que me apartaba? ¿Tuvo algún sentido acumular tantos papeles durante tantos años? Más allá de responder estas preguntas, voy a concluir con una afirmación que doy, que me doy, cuando me preguntan o me pregunto lo mismo en relación con los demasiados libros. Quizá el fruto que a la larga me dieron los suplementos sea pobre, no materializado ahora en nada verdaderamente destacado o valioso para nadie, ni siquiera para mí, pero me pasó, e igual me pasa con los libros, que ir por ellos, leerlos, buscar algunas firmas y envidiar ciertas capacidades analíticas le dio sentido a mi juventud, la tiñó de una grata ansiedad, ya que dicha ansiedad estaba segura de que el domingo, cualquier domingo de aquellos años formativos, iba a ser anulada a punta de suplementos cuando en casa hojeara cada página de cada publicación, todo al ritmo lento que poco después aceleró la aparición del internet. El fruto o beneficio de aquella búsqueda silenciosa no estaba pues en el futuro: era en sí aquel presente de goce intelectual y estético basado en papel corriente, en papel periódico, en papel de suplemento cultural.
Nota. La imagen que ilustra el post es de uno de los suplementos que conservo, este de tipo revista con Kafka joven en su portada. Se trata de La Jornada Semanal número 185, del 27 de diciembre de 1992.