Sé
que es fallida, pero la idea del título encierra, miren pues, la palabra
“contrabajo”, instrumento musical cuya ejecución y mero transporte se da,
indefectiblemente, con-trabajo. En la
nouvelle El contrabajo (Seix Barral, México, 1987, 92 pp.), de Patrick
Süskind (Ambach, Alemania, 1949), asistimos a un monólogo que toma como
pretexto aquel incómodo instrumento para contarnos algunas calamidades que son
moneda común en la realidad humana. La principal, creo, es ésta: que ciertos
oficios son terribles y al mismo tiempo fundamentales.
Dice
más, por supuesto, todo con erudición musical, pero puedo suponer que la ya
mencionada es una de sus intenciones medulares. En términos de forma, El contrabajo es una novela corta, como ya
lo observé, con pedante galicismo, al llamarla nouvelle (en su origen se planteó como obra teatral, pero no
representada se deja abordar como relato). La narración fluye entonces de dos
maneras: una, mediante el monólogo del músico, y dos, con las acotaciones de
índole teatral que de manera intermitente precisan la acción,
como pespunte en cursivas, del tipo convencional en la dramaturgia: “Interrumpe la música y bebe”.
Es
de notar que su tiempo objetivo no pasa de un corto rato. El subjetivo va más
allá, pues toca momentos del pasado vivido por el contrabajista. Todo lo que
dice es, como ya señalé, un monólogo, pero bien puede ser un soliloquio, ya que
el interlocutor, si lo hay, jamás aparece ni expresa una palabra. Un detalle
que mueve a pensar en la hipótesis de que el hablante está loco o al menos algo
obnubilado por la ingesta de alcohol, es que bebe cerveza durante todo el rato
y permanece casi fijo en su departamento insonorizado.
La
cerveza y el monólogo recuerdan “Luvina”, el cuento de Juan Rulfo en el que una
sola voz explica, inmóvil, cómo es aquel pueblo afantasmado y refractario a
toda forma de alegría. La voz que habla en la historia de Süskind opera de modo
análogo: parece que alguien llegó a su buhardilla y le preguntó qué es un
contrabajo. La respuesta del músico es el monólogo por el que se resbalan
nuestros ojos, una descripción que desborda las características, la historia y
el uso del instrumento —panegírico y diatriba a la vez—, pues termina enumerando
las heterogéneas miserias económicas, sexuales y sociales padecidas por el
relator debido a su vínculo con al absurdo mastodonte de madera y cuatro
cuerdas. Al final de la obra podemos acusar una suerte de abatimiento: si
trabajar con el contrabajo condena a ese infierno, ¿qué podemos esperar quienes
nos ganamos el pan en algo nada sublime?
Trato de no buscar flecos simbólicos en lo que leo, pero aquí atreveré una pálida excepción: el contrabajo de la historia es un símbolo de lo que pesa la existencia, cualquier existencia, cuando lo que hacemos es invisible, marginal, de octava categoría y a la vez estresante. Aprender a sobrellevar tal destino, tragarse a diario el sapo de la existencia gris que (también a diario) nos demuele, es un desafío que quizá, como lo hace el personaje de Süskind, demanda una buena y justificada y frecuente dosis de cerveza o de cualquier otro analgésico.