Hay zonas sísmicas, lo sabemos. Cualquiera está expuesta al desastre, como ha ocurrido en México, Japón o recientemente en China. Ante los terremotos, la tragedia es inevitable, pues. La diferencia está entonces en la prevención, en la anticipada educación de la colectividad para encarar, en unos cuantos segundos que hipotéticamente están en el futuro, el peligro del zarandeo telúrico. Si bien no hay prevención completa ante los sismos, pues nunca se sabe a qué hora, dónde y de qué tamaño será el siniestro, mucho se puede hacer para mitigar sus potenciales estragos. En México sabemos lo que es eso; no los laguneros o los pobladores de otras áreas con nulas o pocas posibilidades de padecer terremotos, por supuesto, pero sí, y muy bien, los habitantes de la capital. Por eso ya están muy entrenados, hacen frecuentes simulacros de evacuación y hasta donde sé manejan un control más o menos estricto de las estructuras que pueden sufrir daños inmediatos en caso de desastre. Las experiencias padecidas, como en otros países, los han obligado a formar equipos y técnicas que socorran en esas contingencias, de suerte que cuentan con el personal y el equipo necesarios para afrontar los megadesaguisados que de vez en vez manda la naturaleza.
La ventaja de un terremoto, si se puede hablar, sin ironía, de una “ventaja” en medio de esos cataclismos, en países como México, Japón o China, es que, además de la prevención, hay recursos más o menos inmediatos para hacer frente al infortunio. Las vías y los medios de comunicación no quedan en la nada, los víveres fluyen, el servicio de hospitales no desaparece y en alguna parte cercana hay recursos económicos para aliviar en el cortísimo plazo las urgencias de rescate, atención médica y alimento. Luego viene la reconstrucción, pero eso es otra cosa, la cicatrización de la herida que suele demandar también extraordinaria cantidad de recursos.
El problema con el sismo en Haití es precisamente que el país no estaba ni siquiera mínimamente preparado para un sismo. De hecho, Haití no estaba mínimamente preparado para nada, ni siquiera para una epidemia algo benévola, si las hay. Un sismo de la magnitud que ha sufrido es casi como arremeter a puntapiés contra un ser agónico, y conste que no quiero usar metáforas terribles para dramatizar lo que pasó en aquella pequeña nación del Caribe. El drama haitiano no necesita metáforas apocalípticas ni sismos para parecer dramático: ya lo era antes de la reciente devastación, pero no la veíamos porque en general, como dije hace un par de días, los países son como las personas y Haití es una especie de vagabundo, un desarrapado al que nadie mira con atención, sino con indiferencia o repudio.
Algunos dirán, no sé, que esos países colocados en el cabús del progreso tienen la culpa de sus desgracias. En efecto, hay mucho de culpa interna, pues su historia muestra que nacieron y crecieron en el caos, sin una idea precisa de lo que deseaban ser. No tuvieron líderes (o “liderazgos”, como dicen ahora los que saben hablar y escribir bien) que ayudaran a cuadrar una idea de país con instituciones fuertes. Desde su origen, la rebatinga por el poder político y económico favoreció la desgracia de asentar los privilegios para un reducidísimo grupo de familias. Hasta antes del sismo, por ejemplo, un 70% de su población vivía no en la pobreza, sino en algo peor que eso: la extrema pobreza, ésa que ya no aspira a nada, salvo a un poco de comida diaria que, si llega, de todos modos lo hace en raciones magras y de una calidad que casi equivale a no comer nada. Pensar en educación, salud, comunicaciones, servicios, vivienda, cultura, deporte y demás (demás como medios adecuados de prevención de desastres y ayuda en casos de), es pensar en lujos que casi siete millones de haitianos no pueden darse. Su único lujo, pues, es la vida sin adjetivos, la vida en cueros, la supervivencia.
Una de las etapas más penumbrosas del pasado haitiano se dio entre 1957 y 1986. Durante esas tres décadas gobernó (es un decir) la familia Duvalier, primero Françoise y luego Jean-Claude. Mis primeros recuerdos noticiosos sobre Haití tienen ese apellido: Duvalier. Sin excluir a los otros, ese periodo hizo más profundas las desigualdades de ese país, y a nadie se le oculta que los Duvalier recibieron apoyo militar y económico del exterior. No es buen momento para meter el tema histórico-político en Haití, pero es un hecho que en su desgarrado pretérito las intromisiones han servido sólo para macerarlo más, nunca para alentar su desarrollo. El sismo, pese a lo infernal que ha sido, puede servir, sin embargo, para algo: para comenzar de nuevo, para propiciar la cooperación que salva, no ya la mano que golpea.
La ventaja de un terremoto, si se puede hablar, sin ironía, de una “ventaja” en medio de esos cataclismos, en países como México, Japón o China, es que, además de la prevención, hay recursos más o menos inmediatos para hacer frente al infortunio. Las vías y los medios de comunicación no quedan en la nada, los víveres fluyen, el servicio de hospitales no desaparece y en alguna parte cercana hay recursos económicos para aliviar en el cortísimo plazo las urgencias de rescate, atención médica y alimento. Luego viene la reconstrucción, pero eso es otra cosa, la cicatrización de la herida que suele demandar también extraordinaria cantidad de recursos.
El problema con el sismo en Haití es precisamente que el país no estaba ni siquiera mínimamente preparado para un sismo. De hecho, Haití no estaba mínimamente preparado para nada, ni siquiera para una epidemia algo benévola, si las hay. Un sismo de la magnitud que ha sufrido es casi como arremeter a puntapiés contra un ser agónico, y conste que no quiero usar metáforas terribles para dramatizar lo que pasó en aquella pequeña nación del Caribe. El drama haitiano no necesita metáforas apocalípticas ni sismos para parecer dramático: ya lo era antes de la reciente devastación, pero no la veíamos porque en general, como dije hace un par de días, los países son como las personas y Haití es una especie de vagabundo, un desarrapado al que nadie mira con atención, sino con indiferencia o repudio.
Algunos dirán, no sé, que esos países colocados en el cabús del progreso tienen la culpa de sus desgracias. En efecto, hay mucho de culpa interna, pues su historia muestra que nacieron y crecieron en el caos, sin una idea precisa de lo que deseaban ser. No tuvieron líderes (o “liderazgos”, como dicen ahora los que saben hablar y escribir bien) que ayudaran a cuadrar una idea de país con instituciones fuertes. Desde su origen, la rebatinga por el poder político y económico favoreció la desgracia de asentar los privilegios para un reducidísimo grupo de familias. Hasta antes del sismo, por ejemplo, un 70% de su población vivía no en la pobreza, sino en algo peor que eso: la extrema pobreza, ésa que ya no aspira a nada, salvo a un poco de comida diaria que, si llega, de todos modos lo hace en raciones magras y de una calidad que casi equivale a no comer nada. Pensar en educación, salud, comunicaciones, servicios, vivienda, cultura, deporte y demás (demás como medios adecuados de prevención de desastres y ayuda en casos de), es pensar en lujos que casi siete millones de haitianos no pueden darse. Su único lujo, pues, es la vida sin adjetivos, la vida en cueros, la supervivencia.
Una de las etapas más penumbrosas del pasado haitiano se dio entre 1957 y 1986. Durante esas tres décadas gobernó (es un decir) la familia Duvalier, primero Françoise y luego Jean-Claude. Mis primeros recuerdos noticiosos sobre Haití tienen ese apellido: Duvalier. Sin excluir a los otros, ese periodo hizo más profundas las desigualdades de ese país, y a nadie se le oculta que los Duvalier recibieron apoyo militar y económico del exterior. No es buen momento para meter el tema histórico-político en Haití, pero es un hecho que en su desgarrado pretérito las intromisiones han servido sólo para macerarlo más, nunca para alentar su desarrollo. El sismo, pese a lo infernal que ha sido, puede servir, sin embargo, para algo: para comenzar de nuevo, para propiciar la cooperación que salva, no ya la mano que golpea.