Con sorpresa leo y oigo comentarios de nostálgicos que han rehidratado sus recuerdos con este repaso arbitrario de los míos sobre las salas de cine laguneras. Ha llovido, pienso cuando leo, por ejemplo, esta carta de Jesús Aviña (cantante, locutor, actor y ahora doblador al español, en el DF, de series extranjeras de televisión y cine): “Mi querido Jaime: se levanta la polvareda de los recuerdos con Cinema Cacarizo: conseguir una cartilla de alguien que se pareciera a ti, o, más osadía, conseguir una cartilla y hacer la falsificación fotostática y luego la reducción, y entre todas estas maniobras seguramente de sobra conocidas por ti viene un dato nebuloso, impreciso que ojalá hubiera modo de comprobar en las hemerotecas o el archivo municipal pues, supongo, constituye un récord de permanencia en cartelera: la multicitada Natalie estuvo en cartelera desde esa experiencia que narras (a tus 15 o 16) hasta el incendio el Modelo (estimo que fueron de 6 a 8 años en cartelera); entre sus ruinas se podía ver la marquesina humeante: “HOY NATALIE HOY”; seguro rompió un récord. Además, ¿nunca luchaste bajo la pantalla del Palacio? La del Roma era más paique porque estaba de bajadita; el ritual dominguero era que todos los niños nos íbamos a misa de 8 a Guadalupe ya armados del infaltable lonche de huevo, o el misto de huevo con frijoles, dejábamos al más güey haciendo fila desde las 8 y a las 9 que salíamos de misa nos íbamos a la fila de los boletos, que a esa hora ya llegaba casi hasta la esquina de Centenario y Mina, hasta la tienda de los güeros que se llamaba “El sur de Jalisco”; si íbamos a gayopa, salía la provisión de hormigas en un frasquito y empezaba el concurso de a ver quién llegaba más lejos los gargajos; si íbamos abajo, la onda era entrar tempra para ponernos lejos de los infamantes proyectiles y además empezar las luchitas bajo la pantalla. A la salida nos echábamos un raspado de Mangas Mochas y un luchador de plástico; el domingo alcanzaba para eso si íbamos al Palacio (el Roma era de los cherris); a la comadre Celia le comprábamos los dulces antes de entrar”.
Jorge Rodríguez, otro nostálgico, comenta igual, vía mail: “Jaime: Te llevo cinco años, y en la infancia esa es una diferencia muy grande entre un chamaco y otro. Te digo esto porque es muy probable que no recuerdes que en el Elba se pasó, en el 71, Teorema, de Pier Paolo Pasolini, en una sola función nocturna muy anunciada y muy concurrida por la gente más pomadosa de La Laguna. Fuimos mi hermano y yo (de 13 años), y estoy seguro que nunca antes el Elba había juntado tanta lana en una noche, pues los boletos estuvieron a ocho maracas. Por último te comento que lo que para ti fue el Elba para mí lo fue el Unión (Centenario, entre Allende y Madero), donde muchísimos viernes, en el 2x1, para desquitar la entrada había que reventarse las tres películas de la función (no pocas de las cuales recuerdo con un inmenso agrado)”.
En charla personal, el ingeniero Jorge Ramírez, lector asiduo de este espacio, observa que en el desfile de divas no he recordado a dos que para él no han sucumbido, en la memoria, a la hostilidad del tiempo: Rosa Carmina y Silvana Mangano. Con la metáfora de rigor, el ingeniero añade, mostrando la palma derecha abierta y orgullosa: “Esta mano las recuerda con inmenso cariño”. Luego me regala con una fervorosa descripción de las funciones en el Salón Javier, local situado todavía en la esquina de Bravo y 11: “En una de esas películas la Mangano llevaba un vestido ligero que con el aire se le pegaba al cuerpo; no era necesario el desnudo, pues con sólo ver su figura debajo de ese vestido untado a la piel se detenía la respiración del cine, quedábamos todos como hipnotizados, boquiabiertos ante la belleza de esa mujer. Por supuesto, del cine corríamos al baño”.
Casualmente, en la misma semana, ésta que termina, Julián Mejía, al hablar también sobre los cines laguneros de endenantes, me platicó la anécdota de un amigo de su padre que en la sobremesa de una cena dedicó nutridos elogios a la italianazazaza Mangano. Lo único extraño es que, apunta Julián, el confundido amigo no decía Silvana, sino “Manuela” Mangano, quién sabe por qué.
A menos que haya petición popular para seguir con esto, concluyo que la felicidad del cine es una ola que arrastra todos los recuerdos: a partir de una película, de una sala, vienen a la mente los mejores momentos de nuestra educación sentimental y el despertar a los mejores asombros de la juventud ya ida. (El martes a las 8 pm charla de este servidor en el Icocult Laguna; el tema es la reseña de libros y sus flecos; están todos invitados. Allá nos vemos).
Jorge Rodríguez, otro nostálgico, comenta igual, vía mail: “Jaime: Te llevo cinco años, y en la infancia esa es una diferencia muy grande entre un chamaco y otro. Te digo esto porque es muy probable que no recuerdes que en el Elba se pasó, en el 71, Teorema, de Pier Paolo Pasolini, en una sola función nocturna muy anunciada y muy concurrida por la gente más pomadosa de La Laguna. Fuimos mi hermano y yo (de 13 años), y estoy seguro que nunca antes el Elba había juntado tanta lana en una noche, pues los boletos estuvieron a ocho maracas. Por último te comento que lo que para ti fue el Elba para mí lo fue el Unión (Centenario, entre Allende y Madero), donde muchísimos viernes, en el 2x1, para desquitar la entrada había que reventarse las tres películas de la función (no pocas de las cuales recuerdo con un inmenso agrado)”.
En charla personal, el ingeniero Jorge Ramírez, lector asiduo de este espacio, observa que en el desfile de divas no he recordado a dos que para él no han sucumbido, en la memoria, a la hostilidad del tiempo: Rosa Carmina y Silvana Mangano. Con la metáfora de rigor, el ingeniero añade, mostrando la palma derecha abierta y orgullosa: “Esta mano las recuerda con inmenso cariño”. Luego me regala con una fervorosa descripción de las funciones en el Salón Javier, local situado todavía en la esquina de Bravo y 11: “En una de esas películas la Mangano llevaba un vestido ligero que con el aire se le pegaba al cuerpo; no era necesario el desnudo, pues con sólo ver su figura debajo de ese vestido untado a la piel se detenía la respiración del cine, quedábamos todos como hipnotizados, boquiabiertos ante la belleza de esa mujer. Por supuesto, del cine corríamos al baño”.
Casualmente, en la misma semana, ésta que termina, Julián Mejía, al hablar también sobre los cines laguneros de endenantes, me platicó la anécdota de un amigo de su padre que en la sobremesa de una cena dedicó nutridos elogios a la italianazazaza Mangano. Lo único extraño es que, apunta Julián, el confundido amigo no decía Silvana, sino “Manuela” Mangano, quién sabe por qué.
A menos que haya petición popular para seguir con esto, concluyo que la felicidad del cine es una ola que arrastra todos los recuerdos: a partir de una película, de una sala, vienen a la mente los mejores momentos de nuestra educación sentimental y el despertar a los mejores asombros de la juventud ya ida. (El martes a las 8 pm charla de este servidor en el Icocult Laguna; el tema es la reseña de libros y sus flecos; están todos invitados. Allá nos vemos).