domingo, enero 17, 2010

Cinema cacarizo II



No fue una muchedumbre, pero sí dos o tres lectores los que me arrimaron comentarios a propósito de la remembranza cinera que publiqué el domingo pasado. Añaden, aclaran, apuntan su experiencia en el antiguo trote de visitar salas de cine cuando no había de otra si uno quería echarse la película deseada. Continúo pues lo que quedó pendiente el domingo pasado. ¿Y qué quedó pendiente el domingo pasado? No sé qué quedó pendiente el domingo pasado, pero es lo de menos, dado que cualquier recuerdo de nuestras salas puede ser chispa que detone la nostalgia de los otros. Noto por eso que la experiencia fue común: todos tuvimos un cine cerca para ver las matinés ingenuas de rigor, luego las de aventuras y violencia y después, en ese imborrable gran después, las de pasión y sexo, dicho esto con algo de risa dado que la pasión y el sexo que vimos en pantalla no pasaban del conato. Pese a lo light que era eso en tiempos en que todavía no existía lo light, un amigo me confesó una vez que debido a tal cine él corrió el peligro de morir como las planchas: a puras calentadas.
En la adolescencia y ya con el bigote a medio brotar, los jóvenes de más antes (esta expresión ranchera es sabia: significa obviamente que algo está antes de lo que ya de por sí está antes) nos hacíamos ilusiones junto a la palomilla de la cuadra. Tal vez a otros les pasó lo que a mí: los amigos un poco más verijones (me refiero a la edad) solían narrar con lujo de peladez sus accesos al cine para “adultos”. Esa palabra, “adultos” (o la “clasificación C”), eran el reto más tentador para un principiante de chaquetero. Colarse a una función de ese tipo era entrar a la dimensión de los meros machos, la prueba de fuego para ciertos espinilludos que por lo difícil del reto aceptaban confundidos los mitos de esa liturgia iniciática: te van a pedir la cartilla en la entrada; ve a gayopa (¿gallopa?), allá no te revisan nada; si los de prevención social te agarran dentro, te llevarán al baño para que te bajes los pantalones y demuestres que ya tienes pelos; ni lo intentes, te pueden detener y hablarle a tus papás para quemarte. En fin, qué paparruchas no escuchamos de los aviesos amigos que en vez de pintarnos un panorama tranquilizante nos arredraban con panchos nacidos con fórceps en el guaraguara del barrio.
En el pozo de la memoria se pierden, creo, las escenas un tanto ridículas y nerviosas del joven que fuimos en su lucha por entrar al cine para ver lo nunca visto. Platicaré dos breves anécdotas para dar idea de lo que debíamos hacer para embarcarnos en aquella odisea. Recuerdo que la primera vez que fui a ver una película de ésas (como a las amantes, a esas películas las llamamos así, con un pronombre demostrativo-peyorativo: ésas) lo hice con tres amigos de la cuadra que al menos me llevaban unos tres años en promedio. Tendrían 18 o 19 años, yo 15 o 16, y un domingo se organizaron para ir al Modelo, cine que terminó incendiado años después y no precisamente porque pasaban filmes candentes. Recuerdo hasta el título de la cinta, pues aquella sesión propedéutica me resulta inolvidable: se llamaba Natalie, y la estelarizaba una desconocida de excelentes hechuras. Creo que no pude disfrutar de la historia (bueno, de las escenas, pues supongo que no contaba ninguna historia) por el nerviosismo que me abrumó desde la entrada. Mis amigos, muy confiados, me dijeron que en las funciones del domingo en la noche no pedían la cartilla, y que no me preocupara. En efecto, el señor de la entrada tomó los boletitos y nos dejó pasar: tres adultos jóvenes y un preadulto: yo. La única escena que recuerdo, eso sí, dibuja en mi mente a la sensual Natalie, de pie, recargada en un árbol, desnuda, mientras un musculoso negrazo supuestamente hace de las suyas. No se veía gran cosa, pero eso fue suficiente para acreditarme como parte de la cofradía de amigos que veía películas de ésas.
La segunda anécdota es más corta: junto con un compañero de la carrera ingresé a la primera función de Emmanuelle, aquella película que protagonizó la tentadora holandesita Sylvia Kristel. Cuando salimos, el público de la primera función se agolpaba en la entrada con la fila de la segunda función. Yo iba en la fila de salida, pues, y de frente a mí, en la fila que entraba, venía uno de mis hermanos menores. Recuerdo que, con pena, sólo alcanzamos a cruzar dos palabras culpígenas: “Quihubo”, dije. “Quihubo”, dijo mi hermano (tristemente, continuará el próximo domingo).