Vaya tema espinoso. Meterse a discutir qué es lo normal y qué es lo anormal no alcanza para cabezas normales, dicho esto con paradoja. Es necesario ser filósofo, buen filósofo, para desnublar un poco, aunque sea un poco, el complejo asunto de la normalidad. Esteban Arce, conductor de programas como El Calabozo y ahora el Matutino Express, ha puesto en escena una discusión que desató las simpatías y las antipatías de medio mundo en nuestro país. Por supuesto, sus posturas se ubican en un contexto mayor: el de la legalización de los matrimonios entre homosexuales y la posibilidad de que adopten, esto en el DF.
Arce no se ha distinguido, de entrada, por trabajar en programas serios, entendido esto de la seriedad en un sentido más o menos laxo. Dicho de otro modo mucho menos amable, lo suyo ha sido hacer gracejadas en emisiones cuya frivolidad raya en lo estúpido. Trato de no cargar los dados, simplemente describo: sus participaciones en la televisión mexicana no han requerido ni requieren un poco de información, digamos, ubicable en los predios de la inteligencia. Chistes, burlas, ironías, chismes, sueltos, carcajadas, eso es lo suyo. En otras palabras, los libros, la información, el análisis profundo de los fenómenos sociales, económicos y políticos han estado al margen de su agenda televisiva. Este bagaje, por supuesto, no sirve ni siquiera para suponer levemente que deba ser coartada su libertad de opinión. Como cualquiera, tenga información o no, Arce puede hablar, más si se trata de emitir lo que guste en un programa diseñado para divertir con chascarrillos y mafufadas misceláneos.
El problema viene cuando en esos programas, armados como comento para ejercer el jajajeo más chabacano, se quieren poner graves y abordar temas peliagudos. Cuando eso ocurre, saltan de inmediato los prejuicios, los argumentos de kínder, la “normalidad” ágrafa que no sería peligrosa si se quedara en casa o en la mesa del café, pero que resulta grotesca cuando dispone de cámaras y micrófonos útiles para aleccionar al amable público.
¿Cómo llegar, pues, a conclusiones medianamente respetables sobre un tema así de complicado si el que conduce la polémica es Arce? Si en verdad hay un deseo de aclarar un tópico al público desorientado, lo pertinente es desplazar el tiempo-aire hacia otra mesa, una que convoque psicólogos, teólogos, científicos, políticos, sociólogos y demás, no a un sujeto que arremete con sus prejuicios y pontifica sentado soberanamente en su ignorancia. Arce, en suma, no tiene ni los antecedentes ni las luces para hablar con argumentos creíbles sobre la “normalidad” o la “anormalidad” de la vida sexual humana. Lo suyo, como ya dije, fue la postura de un tipo prejuicioso que aprovechó el micrófono para imponerse con su medieval lección sobre normalidad.
Hay que ver ese programa, o el fragmento de, para darnos una idea clara sobre lo que enunció Arce. Es importante detenernos en el fondo, pero no menos revelador es apreciar la forma. Así estuvo. Arce y sus compañeros invitan a una sexóloga para que hable sobre la orientación y la preferencia sexuales. La pobre sexóloga apenas pudo abrir la boca. Se supone, sólo se supone, que, como invitada de Arce, al menos merecía ser escuchada. Todo fue que dijera unas cuantas palabras para que Arce, convertido de golpe en Sandoval Íñiguez, se le fuera encima. La sexóloga tenía que cambiar de tema cada vez que Arce le curveaba la pichada; y a cada variación de tema, Arce la interrumpía de nuevo para seguir con su retahíla de prejuicios, discutiendo como quien discute en el patio de la casa con los amigotes y la cheve, a puros empujones.
El fondo es, por supuesto, peor. Arce manejó su idea de la normalidad de manera unidireccional, como si hablara de la ley de la gravedad y de una piedra (o de una manzana, para seguir la leyenda newtoniana). Para él, la sexualidad no tiene que ver en lo absoluto con la historia ni con la cultura. Es objetiva, normal, siempre natural, ahistórica, esencial. Desde que dejamos de ser changos, e incluso antes, la sexualidad del homo sapiens sirve sólo para procrear, para reproducir a la especie. Es “lo natural”. Todo lo que se desvíe un milímetro de aquel biológico concepto es “anormal”, y así, con toda la carga moralista y discriminatoria que eso conlleva, debe ser entendida la homosexualidad: una irritable desviación a la que los normales, los benditos normales, no podemos hacerle concesiones de ninguna índole, salvo acaso la de la piedad (y eso si tenemos un gran corazón, porque si no, mejor opción para aquellos pobres adefesios del alma es su confinamiento en la crujía “J”).
La sexóloga que trató de hablar frente a Arce dejó por allí casi el balbuceo de la palabra cultura. Con eso quiso expresar, creo, que la sexualidad no es ya, como en los animales, una cuestión de mero impulso y reproducción. Como las otras necesidades básicas, la del sexo ha sido modificada por las civilizaciones, de suerte que su función meramente biológica ha sido enriquecida (o simplemente modificada, si se piensa que el erotismo no es una riqueza). Claro que hay dos sexos desde el punto de vista biológico (y no se necesita ser “un genio” para adivinarlo, como explica Arce), pero da la casualidad de que el hombre ya no es sólo eso, un muñeco de carne mitad tú, mitad yo. El ser humano es una entidad compleja, atravesada en su ser material por factores sociales, históricos, culturales, religiosos en permanente mutación. Si nos atuviéramos al solo criterio biológico para juzgar su condición, lo que es normal y lo que no, tendríamos que partir del campo al que le queremos aplicar ese criterio. ¿Qué es lo normal en materia biológica? Perfecto, que haya hombres y mujeres y que se reproduzcan. Luego entonces, sin más, los sacerdotes son anormales desde el punto de vista biológico. Pero, dada la cultura de los sacerdotes (o sea, el derecho canónico y demás) su anormalidad es una normalidad. Si nos ciñéramos al solo criterio biológico, un individuo asexuado sería anormal y un tipo que procrea quince hijos con una misma mujer sería un abuso de la normalidad.
Lo normal en biología, o eso que Arce llamó “lo normal”, es en resumen una categoría relativa, cultural, subjetiva, histórica. Varía como cualquier concepto. Si antes lo normal era morir antes de los cincuenta años (y vaya que morir es natural), ahora lo normal es no morir antes de los cincuenta años. Si la fecundación in vitro no sólo era antinatural, sino desconocida, ahora es posible y bienvenida, sobre todo para las parejas que no tienen la capacidad de hacerlo por medios “normales”.
Arce no se ha distinguido, de entrada, por trabajar en programas serios, entendido esto de la seriedad en un sentido más o menos laxo. Dicho de otro modo mucho menos amable, lo suyo ha sido hacer gracejadas en emisiones cuya frivolidad raya en lo estúpido. Trato de no cargar los dados, simplemente describo: sus participaciones en la televisión mexicana no han requerido ni requieren un poco de información, digamos, ubicable en los predios de la inteligencia. Chistes, burlas, ironías, chismes, sueltos, carcajadas, eso es lo suyo. En otras palabras, los libros, la información, el análisis profundo de los fenómenos sociales, económicos y políticos han estado al margen de su agenda televisiva. Este bagaje, por supuesto, no sirve ni siquiera para suponer levemente que deba ser coartada su libertad de opinión. Como cualquiera, tenga información o no, Arce puede hablar, más si se trata de emitir lo que guste en un programa diseñado para divertir con chascarrillos y mafufadas misceláneos.
El problema viene cuando en esos programas, armados como comento para ejercer el jajajeo más chabacano, se quieren poner graves y abordar temas peliagudos. Cuando eso ocurre, saltan de inmediato los prejuicios, los argumentos de kínder, la “normalidad” ágrafa que no sería peligrosa si se quedara en casa o en la mesa del café, pero que resulta grotesca cuando dispone de cámaras y micrófonos útiles para aleccionar al amable público.
¿Cómo llegar, pues, a conclusiones medianamente respetables sobre un tema así de complicado si el que conduce la polémica es Arce? Si en verdad hay un deseo de aclarar un tópico al público desorientado, lo pertinente es desplazar el tiempo-aire hacia otra mesa, una que convoque psicólogos, teólogos, científicos, políticos, sociólogos y demás, no a un sujeto que arremete con sus prejuicios y pontifica sentado soberanamente en su ignorancia. Arce, en suma, no tiene ni los antecedentes ni las luces para hablar con argumentos creíbles sobre la “normalidad” o la “anormalidad” de la vida sexual humana. Lo suyo, como ya dije, fue la postura de un tipo prejuicioso que aprovechó el micrófono para imponerse con su medieval lección sobre normalidad.
Hay que ver ese programa, o el fragmento de, para darnos una idea clara sobre lo que enunció Arce. Es importante detenernos en el fondo, pero no menos revelador es apreciar la forma. Así estuvo. Arce y sus compañeros invitan a una sexóloga para que hable sobre la orientación y la preferencia sexuales. La pobre sexóloga apenas pudo abrir la boca. Se supone, sólo se supone, que, como invitada de Arce, al menos merecía ser escuchada. Todo fue que dijera unas cuantas palabras para que Arce, convertido de golpe en Sandoval Íñiguez, se le fuera encima. La sexóloga tenía que cambiar de tema cada vez que Arce le curveaba la pichada; y a cada variación de tema, Arce la interrumpía de nuevo para seguir con su retahíla de prejuicios, discutiendo como quien discute en el patio de la casa con los amigotes y la cheve, a puros empujones.
El fondo es, por supuesto, peor. Arce manejó su idea de la normalidad de manera unidireccional, como si hablara de la ley de la gravedad y de una piedra (o de una manzana, para seguir la leyenda newtoniana). Para él, la sexualidad no tiene que ver en lo absoluto con la historia ni con la cultura. Es objetiva, normal, siempre natural, ahistórica, esencial. Desde que dejamos de ser changos, e incluso antes, la sexualidad del homo sapiens sirve sólo para procrear, para reproducir a la especie. Es “lo natural”. Todo lo que se desvíe un milímetro de aquel biológico concepto es “anormal”, y así, con toda la carga moralista y discriminatoria que eso conlleva, debe ser entendida la homosexualidad: una irritable desviación a la que los normales, los benditos normales, no podemos hacerle concesiones de ninguna índole, salvo acaso la de la piedad (y eso si tenemos un gran corazón, porque si no, mejor opción para aquellos pobres adefesios del alma es su confinamiento en la crujía “J”).
La sexóloga que trató de hablar frente a Arce dejó por allí casi el balbuceo de la palabra cultura. Con eso quiso expresar, creo, que la sexualidad no es ya, como en los animales, una cuestión de mero impulso y reproducción. Como las otras necesidades básicas, la del sexo ha sido modificada por las civilizaciones, de suerte que su función meramente biológica ha sido enriquecida (o simplemente modificada, si se piensa que el erotismo no es una riqueza). Claro que hay dos sexos desde el punto de vista biológico (y no se necesita ser “un genio” para adivinarlo, como explica Arce), pero da la casualidad de que el hombre ya no es sólo eso, un muñeco de carne mitad tú, mitad yo. El ser humano es una entidad compleja, atravesada en su ser material por factores sociales, históricos, culturales, religiosos en permanente mutación. Si nos atuviéramos al solo criterio biológico para juzgar su condición, lo que es normal y lo que no, tendríamos que partir del campo al que le queremos aplicar ese criterio. ¿Qué es lo normal en materia biológica? Perfecto, que haya hombres y mujeres y que se reproduzcan. Luego entonces, sin más, los sacerdotes son anormales desde el punto de vista biológico. Pero, dada la cultura de los sacerdotes (o sea, el derecho canónico y demás) su anormalidad es una normalidad. Si nos ciñéramos al solo criterio biológico, un individuo asexuado sería anormal y un tipo que procrea quince hijos con una misma mujer sería un abuso de la normalidad.
Lo normal en biología, o eso que Arce llamó “lo normal”, es en resumen una categoría relativa, cultural, subjetiva, histórica. Varía como cualquier concepto. Si antes lo normal era morir antes de los cincuenta años (y vaya que morir es natural), ahora lo normal es no morir antes de los cincuenta años. Si la fecundación in vitro no sólo era antinatural, sino desconocida, ahora es posible y bienvenida, sobre todo para las parejas que no tienen la capacidad de hacerlo por medios “normales”.
Normal, anormal. Qué palabras tan peligrosas, más cuando las usa un niño del pensamiento, como Arce. Si queremos, que el debate siga, pero no con las categorías trapenses de un conductor de tele que parecía alivianado y nos salió más provido que Serrano Limón.