Hace algunos días deambuló en todos los diarios del país una noticia escalofriantemente extraña: Rosalío Reta, sicario de poco menos de veinte años, había matado por primera vez a los trece. Según las investigaciones, se calcula que al menos había participado ya en treinta homicidios tanto en México como en Texas. Por una acción fallida o algo parecido, el precoz gatillero se vio amenazado de muerte y terminó entregándose a las autoridades.
La vertiginosa historia de Reta en el mundo de la droga me hace inentendible un comentario reciente publicado por Héctor Aguilar Camín en estas páginas. No sé todavía cuál es el espíritu de su conclusión: señaló que las bajas del Estado mexicano han sido mucho menos numerosas que las sufridas por los cárteles en pugna, y si eso es así, algo bueno pasará cuando se agoten las reservas de involucrados en el mundo del crimen. Parece una broma, una broma algo siniestra, pues de ninguna manera suena lógico que a más bajas de los inmiscuidos en el hampa sobrevenga un nuevo escenario de, digamos, relativa tranquilidad luego de las tormentas que hemos visto en estos días.
No es, creo, con bajas en las organizaciones del crimen como mejorará el panorama para el país en el rubro de seguridad; ni remotamente se puede pensar en esa dirección, a menos que haya algo, como ya dije, de broma siniestra en tal aserto. El problema es tan grande y complejo, tiene tantas implicaciones económicas, educativas, geopolíticas y de todo tipo, que el ejército nacional de reserva para el delito garantiza efectivos mientras no se den pasos seguros en todos los sentidos. No es, entonces, sólo con la fuerza de la fuerza, y menos con la esperanza del gradual autoacabamiento del hampa, como desaparecerá el clima de horror que hoy sufre el país.
Es posible que precisamente por eso, porque el avispero se encuentra en plenitud de agitación, las opiniones tiendan a parecer entre delirantes y grotescas. No se acabarán acabando solos ni terminará el dolor con el edulcoramiento de las noticias difundidas por los medios de comunicación, menos con el llamado verdaderamente alucinante que Felipe Calderón ha hecho a los ciudadanos, ese que nos pide a todos, casi en grado de exigencia, delatar a quienes de buenas a primeras percibamos como sospechosos. Es una petición, insisto, absurda, básicamente por dos razones: a) porque los ciudadanos no son empleados de seguridad ni, en general, tienen mínima idea de lo que es el trabajo de inteligencia; dejar la puerta abierta a la delación ciudadana se puede prestar a todos los malentendidos y abusos que uno pueda imaginar, y más que eso; b) porque en caso de que alguien quiera denunciar no tendrá ni remotamente la certeza de que su labor “patriótica” será recibida sin represalias inmediatas. Dicho de manera suave, el grito desesperado que desea alentar el civismo no es más que eso, un alarido en el desierto, la confirmación de que algo anda muy mal y de que los cambios urgen, lo malo es que Calderón, con su pedido, no hace más que convidarnos a un voluntarismo inservible y peligroso.
La participación del ciudadano en esta escalada de violencia no es otra que la de espectador, sin duda, y su ingreso al escenario de los acontecimientos no tiene más camino que el de las urnas. Quienes votaron por Fox, sin saberlo y sin culpa, pues ejercieron su derecho a elegir, apoyaron a un político que como presidente relajó, con desastrosa frivolidad, la autoridad del Estado frente al crimen, y si a eso sumamos el estancamiento en los órdenes económico, educativo, cultural y político debido al fraude, los resultados ahora son visibles: un país sumido en el peor de los males posibles: el de la violencia por dinero.
La vertiginosa historia de Reta en el mundo de la droga me hace inentendible un comentario reciente publicado por Héctor Aguilar Camín en estas páginas. No sé todavía cuál es el espíritu de su conclusión: señaló que las bajas del Estado mexicano han sido mucho menos numerosas que las sufridas por los cárteles en pugna, y si eso es así, algo bueno pasará cuando se agoten las reservas de involucrados en el mundo del crimen. Parece una broma, una broma algo siniestra, pues de ninguna manera suena lógico que a más bajas de los inmiscuidos en el hampa sobrevenga un nuevo escenario de, digamos, relativa tranquilidad luego de las tormentas que hemos visto en estos días.
No es, creo, con bajas en las organizaciones del crimen como mejorará el panorama para el país en el rubro de seguridad; ni remotamente se puede pensar en esa dirección, a menos que haya algo, como ya dije, de broma siniestra en tal aserto. El problema es tan grande y complejo, tiene tantas implicaciones económicas, educativas, geopolíticas y de todo tipo, que el ejército nacional de reserva para el delito garantiza efectivos mientras no se den pasos seguros en todos los sentidos. No es, entonces, sólo con la fuerza de la fuerza, y menos con la esperanza del gradual autoacabamiento del hampa, como desaparecerá el clima de horror que hoy sufre el país.
Es posible que precisamente por eso, porque el avispero se encuentra en plenitud de agitación, las opiniones tiendan a parecer entre delirantes y grotescas. No se acabarán acabando solos ni terminará el dolor con el edulcoramiento de las noticias difundidas por los medios de comunicación, menos con el llamado verdaderamente alucinante que Felipe Calderón ha hecho a los ciudadanos, ese que nos pide a todos, casi en grado de exigencia, delatar a quienes de buenas a primeras percibamos como sospechosos. Es una petición, insisto, absurda, básicamente por dos razones: a) porque los ciudadanos no son empleados de seguridad ni, en general, tienen mínima idea de lo que es el trabajo de inteligencia; dejar la puerta abierta a la delación ciudadana se puede prestar a todos los malentendidos y abusos que uno pueda imaginar, y más que eso; b) porque en caso de que alguien quiera denunciar no tendrá ni remotamente la certeza de que su labor “patriótica” será recibida sin represalias inmediatas. Dicho de manera suave, el grito desesperado que desea alentar el civismo no es más que eso, un alarido en el desierto, la confirmación de que algo anda muy mal y de que los cambios urgen, lo malo es que Calderón, con su pedido, no hace más que convidarnos a un voluntarismo inservible y peligroso.
La participación del ciudadano en esta escalada de violencia no es otra que la de espectador, sin duda, y su ingreso al escenario de los acontecimientos no tiene más camino que el de las urnas. Quienes votaron por Fox, sin saberlo y sin culpa, pues ejercieron su derecho a elegir, apoyaron a un político que como presidente relajó, con desastrosa frivolidad, la autoridad del Estado frente al crimen, y si a eso sumamos el estancamiento en los órdenes económico, educativo, cultural y político debido al fraude, los resultados ahora son visibles: un país sumido en el peor de los males posibles: el de la violencia por dinero.